Actualizaciones y algunas palabras

Del quince de agosto de 2011

Saludos mis queridos lectores que no me leen. Sé que escribir una actualización para un blog que no es leído resulta completamente irracional pero aún tengo la esperanza de que alguien por casualidad encuentre este espacio y de una manera desesperada me exija que le siga contando las aventuras de mis personajes.

Me gustaría, tras un año de ausencia, traer conmigo alguna historia para llenar el vacío de mi imaginación pero no es así. No sé que me pasa. Sigo viendo acontecimientos interesantes para serles narrados pero cada vez que intento plasmarlo por escrito estos se escabullen por entre artículos científicos y capítulos de libros. Por las noches sigo soñando y divirtiéndome solo con mis personajes y sus historias, pero me gustaría compartirlos con todos ustedes sin embargo no puedo.

En estos momentos me encuentro en el laboratorio esperando a que el programa termine de y así sacar a mi última rata del día. Debería estar haciendo gráficas para los congresos de Acapulco y Cancún pero preferí procrastinar escribiendo estas líneas. Además debería estas escribiendo la introducción de mi tesis, se de que va pero no lo hago. Hoy fue el regreso de vacaciones sin embargo yo vine a la escuela todo este tiempo.

Debo sacarme esto de una vez. Prometo ponerme un día a escribir. Olvidaré cual es mi realidad actual y sus implicaciones para mi futuro y traeré de vuelta a mi lobo, a mis viajeros y quizá pueda traer a la luz a mi nuevo hijo cuyo nombre aún no me atrevo a pronunciar.

En fin, pero que se algún día llegan a este blog lean algunos de mis cuentos y me digan que les parecieron. No importa si dicen que son malos o buenos únicamente déjenme saber que ustedes estuvieron aquí.

Cualquier cosa saben que mi correo electrónico es gabons69@hotmail.com

Nos leeremos pronto.

sábado, agosto 25, 2007

Tiempos de Paz - Soledad I

Es una casona de un piso, pintada de amarillo su fachada y con altas ventanas enrejadas que permiten la vista al exterior de la calle, hacia el mar; Sebastián y Arthur han caminado unos cuantos pasos y penetran dentro. Una brisa fresca proveniente del océano inunda las habitaciones primeras y a los hombres que disfrutan una tarde y noche de descanso. Un bar donde el ingreso a menores de veinte años y mujeres es restringido. Veronice y el joven se ven libres para conocer la urbe, cada uno toma rumbo diferente.
Dentro del establecimiento los dos hombres toman asiento en la barra ordenando ambos un tarro de cerveza. La vitalidad del lugar es ensordecedora; risas, cantos, charlas y peleas, el humo de los tabacos inunda todo. Se ingresa por un largo pasillo que conecta la puerta a un patio interior, el cual es bordeado por una serie de columnas y arcos que sostienen el techo de los pasillos, los cuales conectan a los diversos cuartos. Dentro del patio varias mesas de metal, con sus respectivas sillas, ocupan su sitio sobre el suelo de azulejos rojos. En el fondo, frente al recibidor, la barra del bar se localiza empotrada en el muro al aire libre. A su alrededor vegetación de grandes hojas enverdecen el recinto. En este lugar, sobre altos bancos de madera, uno junto al otro, Sebastián y Arthur conversan mientras beben de sus tarros el licor espumoso.
Con las maletas a los pies y los codos apoyados en la barra, dándole la espalda, mira Arthur a la clientela que en el principio de la noche se da cita. Grupos de hombres toman asiento dentro de las diversas habitaciones del local que aún no son ocupadas. De un momento a otro todo el recinto se ve atestado de personas, algunas sentadas y otras de pie, eso no importa mientras disfrutan un momento de paz.
–¿Qué piensas? Ahora si que estás preocupado –le dice Arthur a Bastián sin verlo.
Éste permanece en silencio sobre la mesa mientras observa las burbujas que suben a través del líquido amarillo dentro del cristal. Con ambas manos toma el tarro y se niega a beberlo. Ni siquiera ha escuchado a su amigo, se ha sumergido dentro de él. El mundo no es su mundo.
–Entiendo que estés preocupado pero que... vamos, que solo es esta noche. –dice Arthur palmeando el hombro de su amigo.
–¿De que hablas? –pregunta Sebastián sorprendido. Una mirada de inquietud se refleja en las lentes cuadradas que sostiene con su nariz. El rostro constreñido reduce su edad muy contra de lo esperado en tales casos.
–Nada, solo te contaba de mis penas y alegrías jajaja –responde su camarada al tiempo que ríe con estrépito.
La música, proveniente de los acústicos en los cuatro extremos del patio, anima el ambiente mientras la atmósfera enviciada había tragado ya a la concurrencia. Los meseros vienen y van con bandejas portadoras de diversas bebidas y viandas o con cuentas y dinero entre las manos. Los ojos pesan a quien se sumerge en este lugar.
Arthur observa todo detenidamente. Le extraña de pronto que todos se encuentren tan alegres, incluso su propio regocijo le incomoda. Es como si la tragedia de la guerra hubiera ya cicatrizado. Claro que han pasado ya trece años desde que Äcton tomo el poder absoluto. Todo el mundo, su historia, su cultura y economía pasó a manos de las legislaturas de Rottemberge.
“Ellos son felices, como si nada” –se dice a sí mismo mientras recuerda la reacción de Veronice dentro de Arca antes de llegar. Tan grave y sentida fue su emoción.– “Algo malo le ocurrió a ella durante la guerra, es la única respuesta. Pero ¿qué me pasó a mí? Un simple soldado, así me veo, que hizo la guerra bajo órdenes de un superior, el cual tenía un superior y así quizá hasta el infinito.
“¿Acaso llegué a matar? Si lo hice. Disparé, disparé en muchas ocasiones y herí de muerte a muchas personas. Pero eran los malos, y eso es hacer lo bueno. Pero ¿y los civiles que salieron lastimados en las batallas? Eran inocentes. Inocentes que… Que importan, eso se terminó.
“Pero si hice algo bueno, combatí contra el enemigo de la humanidad pero…
–Oye Bastián –dice Arthur con un todo de voz diferente al usado antes– ¿En realidad es mejor la paz?
–Pues el Sabio dice: –responde como maestro a pupilo– “Compitió la paz con la guerra sobre cual era más cruel y venció la paz; ya que la guerra mató a los hombres armados mientras la paz, a los que se encontraban desnudos.” Es lo que pasa ahora, recuerda lo de Cornez. La paz requiere un gran precio.
“’La paz requiere un gran precio’ eso decía la placa en la entrada del cuartel –piensa Arthur– pero ésta paz no es la que deseamos. No es la que deseo.
–Pero esta paz no es la que deseo. –repite en voz alta.
–No, claro que no. Pero es la que nos entregaron. –responde acomodándose en su asiento el anciano.
–Si no te conociera creería que estás de acuerdo con lo que ocurre en el mundo.
–Así es… no estoy de acuerdo –espetó esto dando a entender que la cuestión ha quedado zanjada.
Ambos hombres permanecen viéndose a los ojos. Inmutables uno con el otro. Arthur sabía de antemano lo que Sebastián había perdido durante la guerra y también lo que había ganado con ella. Pero fue hasta ahora que lo comprendió todo.
–Lo único malo de ti, Bastían, es que eres un hombre de bien. –le dice Arthur, cogiendo el tarro que había dejado sobre la barra e ingiere por completo la bebida.
–Y eso ¿a qué viene? –pregunta desconcertado y algo molesto, retirando la mirada de nuevo a su vaso.
–Es que… no sé. Es que, simplemente eso me pareces. Todo esto al fin y al cabo fue tu idea.
Sebastián no responde al señalamiento, solo mira hacia el espejo detrás de las botellas y observa su cara reflejada. Arthur le ha dado algo en que pensar.

Manx camina solo por la ciudad conformada por solo dos avenidas principales que se extienden a lo largo de varios kilómetros. Vía flanqueada por casas azules y amarillas en tonalidades pálidas que integran cuadras de poco más de cien metros. Solo los edificios gubernamentales alcanzan los tres pisos de altura. Intercalados azarosamente se presentan expendios de comida y tiendas, además de diversos sitios de entretenimiento para los turistas y habitantes. Pero él no observa ninguna de ellas, no nota las curiosas formaciones que se desarrollan en su andar: puertas coloreadas con imaginación pueril y ventanas decoradas por caprichosos diseños en sus marcos que rodean las rejas que encierran en su interior las húmedas y frías habitaciones.
Nada forma la excepción. Un recorrido sin valor ni entrega. Casi alcanza las orillas de la urbe marítima cuando toma conciencia de su lugar. Sin mirar la negra masa de mar, sin sentir el escalofrío de la noche, sin presentir el olor característico de la costa se detiene en la muralla que divide la tierra y las aguas. Ha alcanzado el mirador. Apoyando su cuerpo contra el bajo muro respira hondo y reacomoda la bolsa de su equipaje en su espalda.
–Mar –pronuncia en voz baja.
El inquieto océano viene y va, toma y regresa lo hurtado. El sonido de las olas, las sombras que las luces citadinas alcanzan a formar en la masa de agua le regresa a la verdad.
–Mar –repite– El mar… fue él quien me quitó la vida.
Un largo suspiro desaloja el aire de sus pulmones y los llena de nostalgia. Sfrener levanta la vista al cielo, una mirada triste en un gran hombre, algo que nadie desea ver. El faro destella contra las estrellas en el firmamento, los buques y zeppelines hacen sonar sus bocinas indicando su llegada. Le recuerdan el silbato de un tren, del tren que cada mañana llegaba a Pigmont.
El recuerdo de los años pasados lo retoma en el punto en que los abandonó ésta mañana.
–El tren… cuán triste era ese viejo tren. –se dice a sí mismo. –Palva…–el nombre sale en un suspiro.
Pavla, aquella mujer que amó durante las batallas de aquella maldita guerra. Su recuerdo lo mantuvo con vida. La idea de su esposa y la delicada niña, su hija, hija de ambos, de su amor pasional, le confirió fuerzas para continuar la lucha. Luego de salir de la pubertad, Manx se enlistó en el ejército de Quertenk. Con su cabeza llena de ideales y esperanzas para acabar con la guerra que diezmaba su país y el mundo salió a enfrentar sus batallas. Demonios interiores y exteriores le destrozaron el alma. Vio la destrucción de hogares y personas, mas la fortuna le concedió no ver morir a nadie, solo cuerpos consumidos por las bestias de rapiña y los estragos del tiempo.
Tales imágenes de sus años en la milicia le tuercen la mente. Pesadillas que solo se disipan ante un rostro y luego otros tres. Una tarde, siendo ya el joven capitán Sfrener por todos lugares conocido, arribó con toda su tripulación al pequeño pueblo de Pigmont. Inexistente lugar en los mapas militares ni comerciales. Ni siquiera con puerto contaba la localidad. Su único sostén era un enorme armatoste, un gusano primitivo que escupía humo, era un tren que se desplazaba por rieles.
Fue necesario llegar a Pigmont para descansar y abastecerse con lo necesario para alcanzar la tarde del siguiente día la ciudad de Faustia. Esa noche se decidió la vida del joven capitán. Sus hombres, unos retozaban en las cantinas o habitaciones que les fueron concedidas, otros mantuvieron la vigilancia a pesar de encontrarse con permiso. Sfrener abandonó la nave, “Arca” era su orgullo hasta el momento. Caminó por las oscuras callejuelas del poblado. Unas campanas le hicieron girar hacia la alta torre que detrás de él se levantaba, una columna gris rematada con un reloj octagonal cubierta con un techo inclinado similar a un cono aplastado, eran la señal de término de las celebraciones religiosas y de las actividades.
Se detuvo dejando que el sonido se disipara. Al regresar todo a su calma habitual unos pasos se escucharon, alguien venía de donde la torre a encontrarse con él. Sfrener se mantuvo en posición, la idea de ser atacado pasó por su mente ya acostumbrada a la violencia pero descartó en seguida tal posibilidad. Frente a él una mujer apareció. Menuda y hermosa, una joven pueblerina con ojos penetrantes e inquietos le miró de frente.
Quedaron prendados uno al otro por instantes sin final, una mujer en vestido púrpura y azafrán delante de aquel gigante que más parecía bestia que hombre. No fue amor, no fue pasión, no fue deseo, no fue emoción, no fue premonición, fue algo tan pasajero, tan duradero que llevó a ambos al matrimonio una mañana de primavera tres años después. Y luego dos años más tarde una niña de hermosos rizos inundo con balbuceos y llanto su hogar. En medio de una guerra, de dolor y muerte pudieron formar su familia. El año de la batalla de Comanod, durante los días en que la cruenta barbarie se desencadenaba, Palva daba a luz a su segunda hija, nacía para ser esclava de un mundo sin esperanzas. A partir de entonces Manx pudo vivir permanentemente en casa, allá en la perdida Pigmont.
–Mirale, dejé a mi pequeña Mirale sin padre. –se dice Manx Sfrener descubriéndose frente al mar. El rostro de su pequeña hija, la menor de las tres con solo diez años, llorando ante la salida de su padre… El recuerdo se rompe, no puede darse ya el lujo de llorar a estas alturas. Sfrener sacude su cabeza, golpea su rostro con sus mano como tratando de despertar, reacomoda su maleta y continúa caminando. No es momento para sentir soledad.

En medio de una calle empedrada la algarabía de una fiesta se deja escuchar. Dentro de una bodega la pequeña reunión de jóvenes se ha convertido en un aquelarre donde toda persona que lo deseara podía participar. Los pies de Wolfy le llevaron hasta este lugar, luego de separarse de Veronice, y ahora frente al portón rojo no tiene el valor para entrar. Suena la música y los participantes sacan a bailar a las jóvenes. Otros no esperan a encontrar pareja y solo mueven su cuerpo al compás de las melodías.
–Oye amigo… –un chico embriagado y desaliñado se acerca a Wolph– ¿Qué haces allí? Te invité para que te divirtieras. –Y dejando que éste lo guiará, Wolfy se integró a la reunión.
El lugar es enorme. Las mesas se reúnen cerca de la entrada dejando espacio para una gran pista de baile. Wolph toma asiento en una mesa ocupada por dos chicas las cuales conversan entre sí a gritos y con las bocas cerca de los oídos. Al verle una de ellas le sonríe mientras la otra dice algo al oído de su amiga y ambas ríen. Alguien le ofrece a él una botella de licor la cual acepta.
–¿Quién te viera amigo? Ya ligaste con esas dos chavas. –le dice el tipo medio ebrio que le convido la bebida mientras se sienta a su lado. –La de azul es pareja del estúpido de allá, no te metas con ella. La otra, la mejorcilla, no es de nadie.
Wolfy responde con una sonrisa y afirma con la cabeza. Luego bebe el líquido rojo de su botella. Tiene buen sabor.
Por doquier las risas y gritos se hacen oír. Las melodías cambian de ritmo constantemente pero los concurrentes no prestan atención y solo adaptan su baile a la velocidad en que es tocada la canción. Otros cantan sin saber a ciencia cierta cual es la letra. Y también están los que hacen el ridículo y quienes escapan al sanitario con tal de no hacerlo frente a sus amistades, si es que en realidad hay alguna de ellas presente.
El licor rojo, los alimentos y fritangas, y más invitados llegan al lugar. Parece que esta fiesta no tendrá fin. Wolph espera que de un momento a otro algún gendarme de seguridad social y comunitaria llegue a parar la celebración pero ello no ocurre, ni puede ocurrir en Valarta.
Pasada una hora Wolfy se mantiene en su asiento. Las jóvenes que cuchicheaban se alejaron hacía tiempo y ahora, él solo, observa como los otros jóvenes se divierten. Ha bebido cinco botellas de licor rojo y siente que la sangre se agolpa en su rostro, siente calor y una excitación particular, pero aún así no se desinhibe. Él es el único inactivo, un tipo aseñorado sentado en su silla plástica. Con su camisa blanca de botones cuadrados negros, fajada en su pantalón negro, parece un adulto formalmente vestido. Una joven de amplias caderas pero pequeño busto se acerca a él.
–Ya me cansé de verte toda la noche ahí sentadote. Vamos a bailar. –una voz aguda proviene de un rostro algo bello, solo los ojos verde-azules de la joven son encantadores puesto que su gran boca y pequeña nariz desentonan con la carencia de pómulos disfrazados por mucho maquillaje.
Wolph intenta negarse pero las bebidas que ha consumido y la habituación al ambiente logran convencerlo. Sale a la pista de baile de la mano de la mujer, una melodía rápida y colorida se escucha. Wolfy muestra sus dotes de bailarín. A pesar de parecer alguien sumamente rígido tiene un gran control de su cuerpo y soltura en sus movimientos, es capaz de adaptarse a la armonía musical. Levanta los brazos, gira sobre un pie, luego salta en círculos alrededor de su pareja, intercambia mujer, se agacha, se inclina, levanta una pierna, mueve las caderas; todo lo hace con gracia pero nadie repara en su habilidad, las personas están lo suficientemente borrachas como para danzar correctamente.
–Uff, me cansé. Sentémonos un rato. –le grita al oído una joven, no es la misma que le sacó a bailar.
Toman asiento en una mesa diferente a la de Wolph, ahora se encuentran detrás de los altos acústicos y pueden conversar con menor dificultad.
–Que bien bailas. Supongo que lo sabes. –dice ella limpiándose el sudor de la frente con la manga de su blusa colorida. Wolfy sonríe aceptando el cumplido.
–Bueno, mi nombre es Sandy. –era mucho más linda que la primera mujer. Algo delgada, lo suficiente para agudizar su rostro pero con facciones más delicadas y pequeñas. –¿y de donde conoces a Kjimel?
–Soy Wolph y no lo conozco, soy uno de los colados a la fiesta. –responde sintiéndose intimidado.
–Ah, que importa Wolfy. –dice moviendo la mano en señal de poca importancia– Para eso son las fiestas jajaja.
–Si, supongo que… –no terminó la frase, el recuerdo de su equipaje le despabila– ¡Dios! Mi equipaje.
–¿Traes equipaje? Bueno, ¿Dónde lo dejaste? –pregunta la joven.
–En la mesa de allá. –indica con el dedo su antigua posición.
–Vamos a ver.
Los dos se acercan a la mesa y la encuentran vacía. Wolph pierde el color del rostro, ha perdido todas sus pertenencias. Sandy le conforta diciéndole que hay una habitación donde llevan las cosas que se han perdido durante la reunión, que quizás allí se encuentre su maleta. Suben la escalera al lado de la construcción y llegan a las habitaciones que sirvieron antes de oficinas. Ella toca la puerta de la última.
–Por si acaso hubiera alguien que… tú sabes. –ambos ríen con la posibilidad.
Entran y encienden la luz. El suelo se encuentra atestado de bolsas y demás artículos, pero la cama está libre. Wolfy se alegra al encontrar su mochila, la abre y examina si todo está en orden. Su sorpresa se incrementa al descubrir que permanece igual.
–Gracias –dice dejando la mochila en el suelo– por ayudarme a encontrarla.
–De nada. –le responde la joven, luego le besa en la boca.
Wolph se separa de ella, pero Sandy le acaricia el rostro, el cortejo es evidente. “No importa” se dice él y desabotonándose la camisa besa a la joven. Ella se despoja de su blusa y deja caer su falda, después se recuesta en el lecho, mientras Wolfy apaga la luz y asegura la puerta.

Tiempos de Paz - Soledad II

Veronice, sentada a la mesa con una taza de café frente a ella, escucha recitar un largo y aburrido poema al hombre que, en el pequeño escenario de la cafetería, también se encuentra sentado en una silla de largas y delgadas patas. Es el cuarto café que bebe Vero y la noche no puede ser más larga.
Es pues, un largo suspiro lo que llama. / Una idea de aquellas cosas que esperan, / el hálito de un espíritu impulsor, / el rugido de un condenado…
El peor poema nunca antes escrito o escuchado, la repetición incesante de palabras que sin sentido tratan de transmitir las mismas emociones una y otra vez. La genialidad de los hombres consumida por el monótono sonido de su voz o del dinero contante. El hombre de gruesa voz exclama en voz baja cada estrofa de su intensa oda a la nada que se le ha ocurrido. Los reflectores alumbran el cuerpo delgado que se asoma entre los metros de tela que cuelgan como ropa y destellan en las lentes redondas que se deslizan por su nariz. Viste como si fuera gigante a pesar de parecer tan ligero y dócil como su revolucionario arte.
Mírame ángel mío, mírame eternamente / Tú eres la sola luz que ilumina mi corazón / Que los días que no regresan me traigan la esperanza / Que mi libertad esté en la capacidad de amar, / de amar siquiera pueda mi corazón.
Vítores y aplausos se desbordan de las bocas y manos de los concurrentes a tal espectáculo. Las artes no han muerto a pesar de las circunstancias, dicen dentro de ellos. Silbidos y gritos piden más poesía, piden la enajenación de las mentes cultas; la apariencia del deseo de superación. Son los hombres y mujeres que no conocieron la furia de afán de poder de una nación. Son los niños que vivieron desconociendo el dolor que sus padres padecieron frente a las amenazas de la realidad. No conocen el hambre o la carencia, se niegan a mirar a su lado y descubrir a la anciana que pide una limosna, mas no pide caridad sino que por una moneda entrega una joya artificial en un hilo color carmín. Hasta en estos puntos la dignidad de los perdidos y abandonados ha alcanzado sobrepasar a los aldeanos de la comunidad mundial, los señores de aires aristócratas y filosóficos.
Veronice está asqueada. No entiende como pudo ocurrírsele entrar en tal tugurio pintado de rojo y blanco donde esas mezquinas alimañas que, como palomillas, giran sus ojos hacia la luz mortecina. Apoya los codos sobre la mesa y con sus manos toma su cabeza negándose a ver el espectáculo.
–Me lo esperaba. Así es esta ciudad, así es el mundo. –se dice a ella misma.
Niega con la cabeza mientras mira los residuos estancados en el fondo de la taza. Era un café negro, sin azúcar tal como lo ha bebido por tantos años. Primero por la falta del endulzante en casa de sus padres, luego por la amargura que su propio ánimo. Ahora no quiere dormir ni permanecer en ese sitio, pero no tiene otras opciones. Suspira.
Resignada decide salir del establecimiento. Son las dos de la mañana según el reloj de arriba, en el dintel de la puerta. Se incorpora y llama al mesero que le ha atendido durante toda la noche. Él le trae la cuenta, un pedazo de papel manuscrito sobre una charola de plástico color negro. Veronice hace un gesto de desaprobación frente a la suma que se le imputa, aún así saca de su maleta la cartera y extrae de ella un par de billetes color verde, de un verde similar al de las hojas de palma que se han quemado por el sol y están apunto de caer. Los deposita encima de la bandeja y sin esperar a que sea retirada ella se aleja.
Con su maleta en la mano se pasea por las calles luminosas. Observa las fachadas y puertas abiertas que a su paso se encuentran. Le admira la cantidad de luz que se concentra en tan pequeño punto. Las farolas incandescentes y las lumbreras en cada puerta no permiten a la noche llegar. El sueño se ha perdido y el día en si mismo no dejará de llegar en unas cuantas horas. Veronice continúa caminando y observa a las personas que entran y salen de los diversos establecimientos. Mujeres en brazos de hombres que ríen y balbucean su alegría etílica. Maravilloso momento de plenitud del alma sosegada por la ignorancia propia. Parejas de hombres y mujeres caminan de la mano, se besan y hablan de sus deseos, es la posibilidad de todo.
La costa se extiende en la inmensidad de la oscuridad. Vero se acerca a la playa, mira con tristeza y suplica al mar que en sus profundidades alberga el misterio de su alma. Una dulce mujer que espera a alguien que ha prometido una vida se detiene enfrentándose al vacío. Muchos hombres desaceleran su paso al ver tanta belleza en una mujer, hombres libres y esclavos del estado silban sin prestar atención al momento de intimidad que se lleva acabo frente a ellos.
Una mujer se acerca hacia Veronice mientras ésta contempla la bahía y a los barcos que se acercan. Con calma se llega hasta donde Vero se encuentra. Deja en el suelo un enorme paquete rectangular, luego rodeale con el brazo la cintura y descansa su cabeza en su hombro. Vero acomoda su cuerpo al nuevo intruso que a ella se ha unido en un solo espacio vital; la abraza tomándola del hombro y apoya su cabeza sobre la de su acompañante. Entrelazan las manos que quedaron libres, esperan que el momento de soledad pase.
Ivanna comprende el dolor que a su amiga le aqueja en aquel momento, lo siente como si fuera suyo. Un hombre, el padre de Veronice, asesinado por un oficial del ejercito; y su madre, protegiendo cada día la vida de sus dos hijos; y ella, Veronice, abandonando el hogar esperando lograr lo que tanta sangre le ha quitado a ella y a su familia.
–Una ladrona… una suripanta… –balbucea. Espera que Ivanna no haya escuchado pero lo ha hecho mas ella guarda silencio.
Las imágenes de su madre desmontando los campos ajenos, arrancando la maleza con sus manos y la de su hermano, un niño, levantando piedras, bultos, personas, denigrando su cuerpo en toda aquella faena que perteneciera a las propias de un peón, un esclavo. Pero ella… ella no quiere recordarse en estos momentos. Fue así que pasaron las edades.
Y ahora la enfermedad, la punzada fulminante como flecha que se penetra en el cerebro, que aniquiló la vida de la madre de Veronice. Murió lentamente, desconectada de la vida que antes en fatigosos días lograba superar. Como un objeto que solo respira se dejó llevar por las alas de la muerte. Un instante sin dolor le sumió en profundo sueño del que no despertó. Al atardecer, el alma encadenada por los años y dolores fue libre. Una sonrisa como testamento les legó a sus dos hijos. A partir de entonces no hubo más que separación. Hace ya un año de ello.
El llanto de Veronice moja los cabellos de su amiga. Un lamento en silencio mientras ambas miran la mar, la negra mar. No hay palabras.

–Magnifico lugar que te encontraste hermano –le grita Víktor a Gabb mientras observan a las mujeres que danzan sin ropa sobre las mesas de los comensales.
–Ya sabes que siempre tendrás diversión conmigo –responde al momento en que una joven se acerca a él y se sienta en sus piernas. Los dedos de la mujer acarician el vello en el pecho del varón. Gabb solo ríe y toca todas las partes del cuerpo de la bailarina. En este lugar no hay restricciones, afirma el letrero que en la entrada está pintado.
En este lugar las palabras salen sobrando. Luego de separarse del capitán Sfrener ambos hermanos recorrieron las callejuelas de la zona roja de Valarta. Es donde los negocios de los hombres se llevan acabo. Enormes anuncios de luz fluorescente invitan a participar de los espectáculos de regocijo a todos aquellos que necesiten salir de la monotonía de las aguas. Las verdaderas casas donde los marineros pueden encontrar sosiego para sus apetitos.
Gabb y Víctor entraron en el establecimiento que el primero indicó. Sobre sus cabezas se leía el nombre del establecimiento, letras iridiscentes en serpenteantes grafías invocaban a los transeúntes a penetrar en la oscura sala donde el espectáculo se llevaba acabo. Gabb sin pensarlo tomó del brazo a su hermano y ambos, luego de pagar por el derecho de entrar, se imbuyeron en los sonidos y olores que mezclados elevaron los bríos del mayor de los dos.
Ahora se encuentran sentados sobre sillones de imitación de piel negra, frente a ellos una mesa cuadrangular se une por tablones transparentes a la pista central. Visto desde lo alto, el lugar toma forma de estrella, seis mesas alrededor de una tarima tapizada de alfombra roja que en el centro ya tiene una silla, o una jaula, o un tubo, la variedad de la noche no tiene límites. Las jóvenes mujeres que apenas alcanzan los veinte años danzan en extraños movimientos de seducción.
El enorme hombre de fuerte pecho ríe y bebe sin parar, son los buenos momentos que él nunca se pierde. El vino y los alcoholes caen sobre él pero parece no importarle. Una de las damas lame el líquido vertido mientras manipula los genitales del tipo con su mano. Gabb se siente eufórico, al punto que ha olvidado como llegó a ese lugar. Víktor también le agrada este lugar, sus ojos bailan a cada sitio donde una fémina danza o camina. El andar de una mujer le cautiva, el movimiento de sus caderas o su lento avance y sus gráciles ademanes, todo esto se confunde en las formas del cuerpo femenino. Es como ver las olas golpear delicadamente la playa, es como sentir el calor del sol a través de ligeras nubes que el viento desplaza suavemente en el firmamento, o como el roce de una pluma en un rostro áspero de quien se somete a tan divino regalo. Víktor ama a las mujeres, por el simple hecho de serlo.
–Oye. ¿A dónde llevas eso chiquilla? –pregunta enojado Welther a una mozuela que tomaba la maleta de Víktor, su expresión cambió de improviso, al mismo tiempo evita que ella se aleje tomándola de la muñeca, ahora está aprisionada por una mano tan fuerte como grilletes.
–¿Qué pasa Gabb? –dice Víktor girando su rostro aún sonriente hacia su compañero.
Gabb no logra escuchar la pregunta de su hermano puesto que un hombretón se presenta en ese momento. Un gorila con la cabeza rapada y vestido completamente de negro. La embriaguez de Gabb ha desaparecido. Comprende que algo está apunto de ocurrir si no hace algo al respecto.
–Amigo, ¿algún problema? –inquiere el guardián observando el brazo de la muchacha. Al darse cuenta de ello Welther la suelta.
–Se llevaba la maleta de mi hermano –responde Gabb, toda su fiereza aparente desapareció al verse escrutado.
Los dos hermanos, opuestos e iguales. Luego de la muerte de la madre de Gabb, Evah Welther, su padre contrajo nupcias con Angelia Dresde. Ambos crecieron juntos, la solidez de su fraternidad nunca se vio resquebrajada. Pero la realidad interior de cada uno parecía ir hacia puntos apuestos. Criados de diferente manera: Angelia amaba a Víktor su hijo, pero, aunque respetaba a Gabb, le despreciaba en su interior. Tuvieron la misma educación, las mismas aficiones, el mismo techo, las mismas oportunidades, sin embargo una sonrisa por las mañanas, o una palabra de amor, o una caricia fueron la diferencia para los dos hermanos. Víktor siempre reía haciendo resplandecer su rostro, al contrario de Gabb quien su sonrisa parecía encubrir un secreto propósito aún cuando ello fuera mentira. El padre de ambos les cuidaba y satisfacía sus necesidades, pero estaba lejos. Los separaba los muros de su casa, las puertas de las habitaciones, los separaba la distancia que ponía entre él y sus hijos.
Una herida fue creciendo y cicatrizando con los años, quedó manifiesto que Gabb jamás sería un hombre común. En la adolescencia surgió de él un ser carnavalesco, una gigantesca fiera velluda. Su cuerpo compensó la carencia de un algo que no podía definir. Los jóvenes le temían, incluso hombres maduros alistados a la marina de Quertenk mantenían su distancia. Un miedo inconsciente que les impedía ver la sonrisa con la que cada mañana saludaba a todos. Víktor estaba con él en el mismo regimiento a las órdenes de Manx Sfrener. Al contrario de su hermano simpatizaba con todo aquel que se allegara, ese era su don y lo detestaba. Amor, afecto, compañía, amistad, tantas virtudes y gracias que él nunca pidió.
En la batalla de Comanod, ambos jóvenes combatieron hasta casi morir. Su valentía no era más que aparente, cada uno enfrentaba a su propio destino. Gabb reflejaba su odio a la soledad que provocaba, Víktor expresaba su cólera contra el apoyo falso que recibió. Pero ni uno era el hombre bestial ni el otro el varón carismático. Aún así, ellos eran los únicos que se sabían, los que podían amarse y odiarse sin remordimiento ni dolor. Lo sabían, eran hermanos.
–Aquí nadie es ladrón –espeta entrecerrando los ojos el hombre de negro.
–Pero… –y sin poder decir más son levantados de sus asientos por varios pares de brazos. La música continúa sonando mientras los demás hombres observan como las jóvenes se despojan de sus ropas, otros caminan con una muchacha a su lado hacia uno de los cuartos en el fondo de un pasillo oscuro. Nadie presta atención a la algarabía que en una mesa se lleva acabo. Víktor golpea en el rostro a un guardia mientras Gabb toma las maletas de ambos. Entre empujones y gritos de chicas los hombres pelean por salir y liberarse de la trifulca.
Los hermanos corren en dirección a la puerta de salida donde son esperados por un par de tipos quienes les impiden el paso. Víktor golpea en el estomago a uno de ellos, tan rápido movimiento fue que no permitió que éste se defendiera, mientras Gabb se arroja contra el otro derribándolo contra el piso. Puñetazos y patadas dejan tras de sí la tripulación del Arca.
–Después de todo fue una buena noche ¿o no? –dice Víktor sonriendo al tomar el equipaje de manos de Gabb mientras se alejan del lugar de su pequeño incidente
–Cállate estúpido –responde.
Caminan en dirección a la plaza principal de la ciudad. Llegando allí se dan cuenta que Sfrener los espera acompañado de Arthur y Sebastián. Faltan Veronice y su amiga Ivanna, además de Wolph. Los cuatro reunidos se confortan al darse cuenta que la velada llega a su fin. Detrás de las montañas un cielo azul comienza a dibujarse. Sebastián consulta su reloj, las cinco con cincuenta y ocho minutos. Ha sido el día y la noche más largos de todo el año.

Tiempos de Paz - Comparecencia

La nave produce un gran estruendo al golpear el casco contra la superficie del agua. La fuerza del impacto provoca se estremezca el zeppelín y todos en su interior, algunos perdiendo el equilibrio a punto de caer, otros saliendo de sus ensoñaciones y los más sensatos suspirando la ansiedad que les produce esta escala. Todo ello es señal de que han llegado al puerto de Valarta.
Geografía incierta de largas playas frías. Tenazas pedregosas encierran las aguas que embisten las riberas. Un pequeño golfo, flanqueado en la entrada por dos altas columnas que resplandecen en la punta imitando al sol, se indica con ello la puerta de entrada a la ciudad, paso inexorable para cualquier visitante venido del mar. Las noches nunca son negras ni silenciosas a causa del caudal de navíos y zeppelines que sin cesar alcanzan los embarcaderos diseminados a lo largo de la brecha terráquea. En el centro de la bahía una ciudad se yergue, puerto comercial de gran envergadura, la ciudad costera más grande del hemisferio norte. La gran Valarta, icono de la fuerza naval de Rottemberge. A cada lado del puerto principal se encuentran asentadas las naves del Ejercito Negro; bestias inertes que resucitan al estallido de la combustión interna, se mantienen oscilando al ritmo de las olas mientras encalladas en los muelles esperan la orden de salir, ya sea surcando los cielos, despedazando las nubes; o flotando por las aguas verde-azules, entre velas y motores.
“Arca” se desliza hacia el embarcadero ocho, receptor de las naves de carácter privado. Los motores hacen girar las aspas que permiten la navegación en mar del zeppelín. Logra entrar en la esclusa por completo, es un navío de escala normal. Son pues los fondeaderos los únicos lugares donde estos monstruos metálicos pueden tocar tierra. La punta de la proa toca el extremo final del compartimiento en el cual un gran candado cierra los amarres para evitar la salida del barco. Enormes cadenas tiradas por cinco hombres son la seguridad que impedirá la salida de los viajeros.
Sfrener y toda su comitiva emergen a cubierta saliendo del cuarto de control. Sebastián le sigue ya revestido con su capa, posteriormente Arthur con su inseparable espada a la espalda y enseguida Veronice dejando que la brisa marina le colme los pulmones. Atrás de ellos Wolph con una mochila de tirantes a los hombros, pareciendo temeroso de perderla mantiene tomado con una mano una de las estolas de tela. Todos cargan sus equipajes y en la mano el pasaporte que les identifica, que les enumera como uno más de la multitud que conforma a la población mundial. Bajan por la escalera de cuerda, con su equipaje al hombro, alcanzando el malecón donde esperan ser recibidos por la oficina del arancel.
Un silbato se hace oír y en el acto una comitiva de hombres y mujeres vestidos de negro se presenta a las puertas de la aduana del puerto ocho. Con gorra cuadrada se encasquetan rostros idénticos, andrógenos defensores de la paz impuesta. Gruesos y pesados chalecos cubren sus pechos mientras los brazos son cubiertos por una camisa de difusa manufactura. Pantalones ligeros cubren las piernas entre numerosos pliegues que terminan comprimidos por las botas de largas cintas blancas, único color en el uniforme. A la cintura llevan una serie de armas de fuego y de acero templado para resguardar la seguridad.
En medio de la comitiva un hombre de traje se adelanta y pronuncia:
–Bienvenidos a Valarta. Puerto número 14 en la región 28. Se nos ha informado del percance que sufrieron mientras volaban en dirección a Faustia. ¿No es cierto?
–Así es –responde Sfrener, a la vez que deja caer a sus pies el bulto que conforma su equipaje– nos vimos en la necesidad de desembarcar aquí para llevar a cabo las reparaciones necesarias.
–Muy bien capitán. Supongo que es usted el capitán de esta nave ¿o me equivoco? –pregunta el hombre.
–Así es mi señor.
–Correcto. Por cierto soy el inspector Mortín Exenbar. Por favor acompáñeme usted y toda su tripulación capitán…
–Sfrener, Manx Sfrener, inspector Exenbar.
–Muy bien. –y dirigiéndose a los militares ordena– ¡Ustedes revisen el navío!
–¡Si señor! –recibe como respuesta e inmediatamente el cuerpo castrense comienza con la actividad.
A unos cuantos metros de distancia se levanta el edificio de aduanas de la sección ocho. De tres pisos y color gris, en el centro una escalera de un azul casi negro zigzaguea permitiendo alcanzar los diversos niveles. Cada uno de ellos se conforma de cuatro habitaciones, dos a cada lado de la escalera, ordenados a lo largo de pasillos exteriores que a la vez hacen de terrazas. Las puertas y ventanas miran al mar. Las gaviotas revolotean a su alrededor y en sus techos han construido sus nidos al lado de una bandera amarilla y roja, estandarte que representa la nacionalidad mundial.
Mientras avanzan un soldado se antepone a Sfrener y pregunta: –¿Algún otro de su tripulación continúa en el navío capitán?–
–Si soldado, otros dos en la sala de máquinas que dentro de poco saldrán.
–Correcto capitán. –y sin decir más se dirige al zeppelín.
Los cinco alcanzan el segundo piso de la construcción. En la puerta de la primera habitación a la derecha de la escalera se lee: “Reconocimiento”. Exanbar se encuentra dentro, ha tomado asiento tras su escritorio y les espera. El cuarto carece de motivos; muros grises que se mimetizan con los exteriores, pilas de libros y documentos reposan sobre cajas y archiveros. Vació de vida a excepción del ocupante principal.
–Adelante, tomen asiento. –dice a la comitiva recién llegada e indicando con un gesto de su mano un par de sillas frente a él. Sebastián y Veronice ocupan los lugares. –Por favor, muéstrenme sus documentos. –pide un momento después.
Por la mano de Sebastián pasaron cinco pequeñas libretas azul-marino con el escudo dorado de Rottemberge en la cubierta. Varios se encuentran atestados de sellos y firmas, signo de las incontables experiencias pasadas. Incontables no por el número de ellas sino por sus significados.
–Gracias –dice Exanbar al tomarlos de las manos de Bastián– Sebastián Nix, ¿me equivocó? –pregunta mirando al dueño y hojeando con los dedos el pasaporte.
–En lo absoluto. –contesta afirmando con su cabeza blanca.
–Muchos viajes señor Nix. –comenta Exenbar sin levantar los ojos del papel.
–Los que la edad me ha permitido. –responde con comicidad.
–Correcto. Veronice Leff… señorita Leff es curioso el artículo que lleva en la pierna. –observando Mortín con detenimiento las formas de la mujer.
Sedante con las piernas cruzadas y las manos sobre los brazos de la silla ella responde sin titubear. –No lo es considerando las circunstancias en que se encuentra el país. Pero si se lo pregunta poseo autorización para portarla incluso usarla en las diversas regiones. Esto puede comprobarlo en las notas del pasaporte.
–Ya lo he hecho señorita Leff. –sin dejar de mirarla– No encuentro inconveniente en lo absoluto. Y ahora –tornando los ojos nuevamente a los documentos– Manx Sfrener. Capitán en estos momentos examinan su nave.
–Comprendo.
–Usted es Arthur McNaullian –mirando al hombre que tras Sebastián se erguía con los brazos cruzados.
–Así es señor. –asiente.
–Militar. Curioso. ¿Luchó en las filas de Filiantes, verdad? –pregunta el funcionario.
–Así es señor. –responde Arthur bajando los brazos y entrecruzandolos ahora a su espalda.
–Quizá algún día le interese ingresar al ejército de Rottemberge. Quizá no en la facción Negra pero quizá en la segunda o tercera guardia.
–Quizás señor. –manifiesta Arthur mientras se tensan los músculos de sus brazos a causa de la irritación que le produce aquella invitación.
–Y tú eres Wolph Wilding. –expresa mirando con detenimiento las facciones del joven.
–Mi protegido –responde al acto Bastián inclinando su cuerpo hacia delante tratando con ello de interponerse entre el hombre y el muchacho.
–Ya veo. Primer viaje ¿supongo? –pregunta el inspector dirigiéndose a ambos.
–Así es. –responde tajante el anciano.
–De acuerdo. Por el momento todo en orden. Capitán, señores, señorita –declara a los visitantes e iniciando el ponerse de pie. Mientras realiza esto llaman a la puerta.
–Adelante. ¿Qué desean? –observando a los dos hombres que entraban.
–Somos la tripulación del “Arca” al mando del capitán Sfrener. –contesta uno de ellos.
–Muy bien. –Exenbar toma asiento de nuevo– Identifíquense.
–Gabb Welther, señor.
–Viktor Dresde, señor.
–Pasaportes –les es ordenado siendo estos entregados al tiempo.
–Correcto. –levantándose dice– Por favor, esperen aquí hasta que me informen de la situación de su nave. –acto seguido camina hacia la puerta y sale por ella de la oficina cerrándola tras él. La documentación permanece en su poder luego de salir.
Nadie se atreve a pronunciar palabra. Los movimientos son escasos. La sensación de ser observados es intensa. Sebastián y Veronice mantienen la vista fija en la pared del fondo recorriendo cada grieta que forma raras estructuras. Han tomado una postura menos rígida reclinándose con soltura en sus respectivos asientos; Bastián con las manos sobre su estomago y Vero cruzándolas tras su cabeza. Sfrener junto a Gabb y Viktor observan el mar a través de la amplia ventana, parecen comunicarse por medio de un lenguaje mudo, tamborileos de dedos y cambios de posturas indican pensamientos pesimistas a su situación. Wolph por su parte mira detenidamente a los dos camaradas que recién conoce.
Gabb, un gigantesco hombre copiosamente velludo, más parecido a un oso de casi dos metros que a un humano. Con el rostro afeitado pero cabello alborotado sonríe a nada con aire de malicia, al lado de su faz una pequeña trenza atada con hilos blancos cae sin, aparentemente, causarle contrariedad. Largas patillas enmarcan su cabeza y cubren sus oídos confiriéndole características bestiales. Sin camisa muestra su grueso pero manifiestamente musculoso cuerpo entintado producido por los aceites y demás sustancias que en el interior de “Arca” le confieren vida. Sus brazos parecen apenas poder cruzarse, lo fuerte de ellos y el volumen de su pecho revelan el esfuerzo que representa su labor de mecánico. Un par de muñequeras de metal separan las grandes manos, cuales garras, del resto del brazo. Lleva una chaqueta blanca, o lo que fuera en sus días ese color, colgando de la cintura y fajada por el cinturón que sostiene los pantalones grises, manufacturados en tela resistente y dura. Un par de botas amarillas cubren sus pies. Igual postura toma a la de su capitán, con las piernas abiertas y la espalda erguida, aún cuando parece llevar a cuestas una joroba. Un hombre que en cualquier lugar llamaría la atención, menos donde la fuerza ha tomado la dirección de la supervivencia.
Arthur había permanecido cerca de la puerta desde el principio. Recargado en la hoja de metal con una pierna doblada, descansando la planta del pie en la misma puerta, observa de frente con los brazos cruzados a los dos individuos compañeros de Sfrener. Viktor le parece un hombre sensato, una impresión contraria hacia la que tiene de Manx. Un joven que aparenta tener veinticinco años, con el semblante sereno parece al mismo tiempo contemplar las cosas con peculiar curiosidad. Un leve espasmo en las comisuras de los labios, similar a una sonrisa, tiende a conferirle un ánimo tranquilo y soñador. En el rostro se aprecia la barba que durante un par de días no ha sido afeitada, además frente a él un mechón de cabello rubio cae hasta tocar su nariz. Con una cola de caballo recoge el pelo que alcanza la mitad de su espalda. En la oreja izquierda una pequeña arracada situada en la punta engalana su cabeza. Al cuello una gargantilla de hilo negro con una piedra roja que pende, de igual color es la camiseta que ciñe su delgado pero bien estructurado cuerpo. Sus brazos, apoyados en la cadera, presentan una serie de cicatrices perpendiculares unas a otras que circundan las extremidades. Un anillo de oro en el dedo índice de su diestra y otro en el meñique de la siniestra adornan ambas manos. Viste holgados pantalones de un azul intenso que son ajustados por un cinturón, una larga cinta de tela blanca atada en un costado, a su estrecha cintura. Calzado de zapatillas deportivas negras con suela blanca, las cuales no le confieren mayor altura alcanzando solo los ciento setenta centímetros.
La habitación continúa en silencio con excepción de los esporádicos sonidos provenientes de respingueos de gargantas o por los movimientos de las personas. Pasaron los minutos y por fin la manija de la puerta se mueve. Arthur se aleja para permitir el acceso, entrando Exenbar con dos guardias vestidos de negro.
–Sin ningún problema. –dice el funcionario entregando a McNaullian los pasaportes– Permítanme darles de nuevo la bienvenida a Valarta y disfruten su estancia. Los mecánicos ya están haciendo su labor en la nave capitán –dirigiéndose expresamente a Sfrener
–Se lo agradezco inspector. –responde Manx.
–Pueden retirarse. Y por cierto, hicieron bien en descargar su equipaje pues no tienen autorización de abordar la nave hasta terminadas las reparaciones. –sin dar tiempo a palabras de réplica salen Exenbar y la comitiva que le acompañó.
Todos se miran inconformes pero sin esperanzas para desafiar la decisión tomada. Salen del edificio y cruzan los jardines cubiertos de césped y pequeñas flores rojizas, alrededor de ellos una serie de piedras redondas y grises hacen de frontera para ambas áreas verdes dejando un estrecho camino de lozas de concreto para el tránsito personal. Se disponen el grupo a mezclarse entre los pobladores caucásicos de la ciudad.
Ya en la calle todos se agrupan en círculo para discutir. Los vehículos automotores y de impulsión estremecen los cristales de las ventanas de comercios, casas y centros de reunión que a lo largo de toda la estrecha urbe se levantan. Hombres y mujeres cruzan la banqueta y la recorren sin apenas prestar atención a la comitiva que prevé las dificultades a las que se enfrentará en esta ciudad. El sol ha caído desde el inicio de la tarde en que arribaron a puerto, el reloj de la iglesia cercana marca el tercer cuarto de las dieciocho horas.
–Ahora si que se nos hizo– habla Arthur– ¿Dónde pasaremos la noche?
–Y quien quiere dormir si esta ciudad nunca descansa, amor. –responde Veronice confiriéndole picardía a sus palabras. Arthur solo la mira.
–Rentar una habitación supongo –plantea Sebastián.
–¿Y con qué dinero? Realmente salimos con nada de Silfius –espeta el soldado McNaullian.
–Mañana ya estará todo arreglado, la compostura no tomará más que un día. –interviene Gabb, su voz parece no cuadrar con su fisonomía, es clara e intensa– Quizá la señorita tenga razón y no tengamos que pasar la noche en un mesón. Podríamos ir a algún bar o centro nocturno y pasar la noche ahí. Al fin y al cabo esta ciudad, como bien dijo, nunca duerme.
–Gracias por apoyarme Gabb. –dice la mujer. Él solo afirma con la cabeza.
–Quizá convenga dividirnos, –expresa Sfrener– para que cada uno pueda disfrutar y estar en el lugar que más le plazca. Podemos encontrarnos aquí por la mañana. ¿Qué les parece?
Con cierta renuencia a separarse pero ante las dificultades que implicaría permanecer juntos acceden a tal solicitud. La primera partición es en dos grupos: Sebastián, Wolph, Arthur y Veronice se dirigen hacia el norte, a la zona de bares y restaurantes; mientras Sfrener, Welther y Dresde toman rumbo al sur, donde los antros y casas de mala fama se izan en la costa. Cada uno uniéndose en complicidad con la compañía a la que mayor afinidad encuentra. Aún así al final se verán separados según sus propios deseos y nostalgias. Compañeros de viaje que no tienen ni un día de ser amigos.

jueves, julio 05, 2007

Tiempos de Paz - Navegantes

Navegando por el cielo, “Arca” avanza con ilusoria lentitud. La portentosa nave del capitán Sfrener destella a causa del reflejo solar sobre la pulida superficie de plata. Las aves y las nubes se alejan ante tal artefacto, la naturaleza comprende que es incapaz de actuar contra este monstruo.
Frente al grueso cristal del cuarto de control observan Wolph y Veronice el sin fin del mar, los diversos tonos azules que se despliegan por la línea del horizonte. Un zumbido es todo lo que se alcanza a escuchar de las potentes máquinas que mantienen en el aire al enorme zeppelín. Entre ambos el silencio se ha impuesto. Desde el inicio de la expedición se han jurado sin palabras permanecer distanciados, desconocidos uno al otro, aún cuando esto no es aceptado plenamente por ninguno de los dos.
Wolph desvía la mirada de vez en vez para observar de reojo a la mujer que a su derecha se encuentra. Un calor inestable le sacude al percatarse de lo que hace y pronto aparta la mirada concentrándose en un punto lejano de la inmensidad. No es la primera mujer de tal encanto que ha visto, ni siquiera la mejor, pero algo en ella lo enerva. Quizás sean sus grandes ojos negros, o su larga cabellera azabache o tal vez su provocativo vestido negro, fabricado de una ligera tela sintética en dos partes; la primera en forma de dos tiras que se cruzan en el cuello y cubren sus grandes y firmes pechos, dejando al descubierto su terso vientre adornado en su ombligo con un fino diamante púrpura. Además, sus pantalones estrechos que por encantamiento se mantienen estables a la altura de su cadera, la figura de sus piernas queda al descubierto con la simple ilusión de estar cubiertas. Un par de botines blancos le terminan de engalanar. El encantador cuadro seductor se remata con la sensualidad del cinto que rodea su muslo derecho y que guarda enfundada una pequeña pistola.
Wolph traga saliva mientras siente el sudor correr por su cuello. Una imagen cruzó por su mente, imagen provocativa que produce su efecto inmediato. Decide pues retirarse de aquel lugar y sentarse en la escalera que conduce al timón donde el capitán Sfrener se encuentra. Veronice advierte la retirada del joven y ríe para sí. –Es solo un niño aún– piensa. Cruza los brazos y cambia el peso de su cuerpo a una de sus piernas en un movimiento de cadera netamente femenino. Levanta los ojos hacia el cielo donde unas gaviotas aún revolotean y descubre en el cristal el reflejo de Sfrener.
La figura del heroico hombre al mando de “Arca” apenas se dibuja en la trasparencia del vidrio. Veronice entonces cierra los ojos y mira dentro de sí la primera impresión de aquel nuevo Prometeo. Ese rostro cuadrado, cincelado con fuerza maestra; sus ojos destellantes de experiencia; sus recios brazos, cubiertos de cicatrices, capaces de levantar en vuelo a hombres del doble de su talla; un cuerpo esculpido con la habilidad con la que en antiguo el pueblo filósofo de Griecia creaba a sus dioses en mármol. La efervescencia en la sangre de Veronice la hace casi perderse en la ilusión, pronto recupera el dominio de si misma. Un juramento sale de sus labios con la intensidad de un suspiro, se disgusta consigo y regresa a sus pensamientos sobre el destino que le depara al llegar al puerto.
Sebastián por su parte lee su inseparable libro verde. Tomándolo con la mano derecha apoya el lomo contra los tres dedos medios mientras con el pulgar y el meñique sostiene las hojas en las páginas leídas, es una constante lucha donde se empujan las diversas partes anatómicas de la mano con el fin de mantener abierto el volumen, curioso juego de destreza inconsciente. Bastián, bajo la luz de una bombilla, permanece de pie completamente erguido con la mayor dignidad, absorto en sus propias meditaciones. En cada línea que repasa de las amarillentas hojas de papel su mente divaga por senderos de imaginación y filosofías. A sus pies aun se encuentra su equipaje, una bolsa cilíndrica de color verde desteñido.
Al subir a la nave unas cuantas palabras salieron de sus labios agradeciendo a Sfrener su ayuda y dando instrucciones sobre la misión a realizar. Luego de ello se aproximó a una luz que caía en un extremo de la cámara de mando, dejó caer la maleta con sus pertenencias a su lado derecho y acto seguido extrajo su libro de entre los pliegues de su capa. Casi una hora lleva en esa misma posición.
El disgusto se marca en el rostro de Arthur quien se halla sentado en el suelo a la sombra, lejos del centro de la escena. Con brazos y piernas cruzadas, y la cabeza en alto se mantiene al margen pero atento de lo que ocurra. Se siente molesto pero no entiende porqué lo está. Mejor dicho lo sabe pero no entiende la razón de que ello le produzca tales sentimientos. Mira a Veronice que se encuentra de pie con los ojos cerrados, luego desvía su mirada hacia Wolph quien camina hacia la escalera del timón y la idea de que él se aproxima a Sfrener le indigna por completo. La tranquilidad regresa al ver que se sienta en el tercer escalón abrazando sus rodillas y con el rostro sobre ellas. Sebastián se mantiene de espaldas a él, sabe que sigue leyendo o algo parecido. A Sfrener no logra advertirle, esta oculto por la plataforma donde el mando se localiza.
Reconoce cada fragmento del recinto, en no pocas ocasiones durante la guerra estuvo como tripulante en los zeppelín del ejercito de Permenias. La forma semicircular de la cabina con los grandes ventanales oblicuos al frente, que permiten observar el camino y al enemigo, se extienden cubriendo la mayor parte de la estructura radial. Cristales blindados que pueden soportar la embestida de las municiones de cincuenta cañones, aun cuando su talla supera los tres metros de alto y más de ocho cada uno de la triada que compone la estructura. Tras de él siente una de las dos turbinas que permiten a la nave mantenerse en el aire, el minúsculo calor y el suave ronroneo que produce su movimiento fue una de las glorias tecnológicas de su tiempo. Comparando su posición en aquella habitación comprende que Bastián esta en igual situación que él pero opuesta, es decir, frente a otra turbina bajo la bombilla que alumbra los medidores de temperatura y potencia.
La estructura central de aquel lugar es la zona de mando, el timón del zeppelín se encuentra elevado sobre una plataforma que esconde los complejos mecanismos que regulan, controlan y mantienen en funcionamiento toda la maquinaria. Se imagina Arthur que Sfrener debe encontrarse frente a la consola de mando, de igual forma circular que el cuarto de control, compuesta por botones, palancas, manivelas controladoras de los procesos mecánicos y en el centro de la plataforma el timón que guía el curso de la nave. –En ese lugar debe estar ese engreído, creyéndose el gran hombre del momento– piensa para si Arthur dando un gruñido. Todo es metálico, inerte.
–¡Bastián, rompe este silencio! –grita Arthur, sin poder evitarlo, a la única persona en quien puede de alguna forma confiar. Todos los presentes se giran no en dirección de donde provino la voz, sino a quien fue dirigida la petición. Sebastián, como saliendo de un letargo, cierra su libro e inclinándose hacia su equipaje, lo guarda en un bolsillo de su maleta verde. Luego se quita la capa dejando caer las pesadas hombreras sobre su cilíndrica valija y descansa su cuello.
–¿De que quieres que hable Arth? –pregunta Bastián mientas camina hacia la plataforma y se posiciona al lado de Wolph. Éste le observa confuso.
–De lo que quieras, solo acaba con este silencio que me vuelve loco –dice Arthur observando la figura aun fuerte de Bastián, que a pesar de la edad, se descubre a través de su pecho desnudo.
–No dejo de sorprenderme de lo patético que eres, amor. –dijo Veronice volteando a ver a Arthur que se encuentra a su espalda con una mirada y sonrisa picara.
–A ti nadie te preguntó nada. –responde Arthur levantándose en el acto.
–Ya niños, siéntense o no habrá postre esta noche –habla desde lo alto Sfrener.
Veronice solo sonríe ante tan malicioso sarcasmo, a Arthur se le infla la cólera y Sebastián reconociendo los problemas que se avecinan comienza a decir: –Ya basta a todos, estaremos juntos por mucho tiempo dejémonos de juegos y hablemos en serio–.
–¡Por fin! Alguien sensato en esta jaula –expresa Arth.
–Más sabe el diablo por viejo…–señala Veronice.
–Un poco más de respeto a las canas y a las barbas, hija– responde Bastián con simpleza y candor.
–Lo que me interesa más es saber que pasa en el mundo –comienza a decir Arthur– desde que salí de Permenias no he escuchado nada sobre la situación en Rottemberge–.
–¿Y a quién le importa Rottemberge? Mira la desgracia que ha dejado a su paso. Desde que terminó la Guerra no se han visto mejoras en la condición de las personas. –espetó Veronice ante las palabras escuchadas.
–Claro que no, quien creyera eso de las mejoras sería un idiota. Pero de todos modos sería bueno saber que pasa para atenernos a lo que nos espere en Faustia– le reprocha Arthur.
Ambos se habían acercado a lo largo de su corta conversación hasta quedar uno sobre otro. Arth inclinado sobre el rostro de Vero, mientras ella, con la cara levantada, soportaba la mirada encendida de su contrincante. El debate habría durado aún algunas palabras más pero Bastián decide tomar la palabra y declarar: –Antes de embarcarnos el sistema comunicativo explicaba que una fuerza armada atacó el pueblo de Cornez en lo que antes era Filiantes y hoy el cantón número ciento treinta y dos, ante sospecha de insurrectos que planeaban atacar el palacio de gobierno civil en la antigua capital de Filiantes. Según dijeron fueron cerca de cincuenta los muertos y otros tantos los apresados por los tumultos que se dieron…
–¿Por tumultos? Con qué habrían hecho esos “tumultos” si ni siquiera piedras tienen para defenderse. –grita indignada Veronice– Sin duda puros jóvenes idealistas, como tu Wolph –dijo esto dirigiendo su mirada hacia él– que intentaron pensar de más, creyendo que eran libres mientras que eran todo lo contrario.
–Así es. –retomando la palabra Sebastián– De hecho la mayor parte de los asesinados y arrestados oscilaban por los quince y veinticinco años. Y aunado a esto se encuentra que el gobierno civil del cantón, por órdenes desde Blive, impuso restricciones económicas a la región y de asociación. No pueden celebrar ceremonias religiosas y además pagar un impuesto extra por los daños ocasionados por la revuelta.
–Eso es el colmo. Los perjudicados han de ser los malos al final. –Vero no pudo evitar dar una patada al suelo.
–Y ¿qué se puede decir de Faustia? ¿Podemos aparcar allí? –pregunta Arthur.
Antes que Sebastián pueda responder, la voz de Sfrener llega desde lo alto indicando: –Claro, Faustia es aún una ciudad sin problemas. Se abstuvo de pelear y se rindió a Rottemberge a la primera mención de guerra. No existen restricciones de aduanas ni límites en educación, recuerda que conservó la universidad. Además Elver Dorkin es amigo mío, nada puede salirnos mal allá.
–¿Ese quien es? –le cuestiona Arthur.
–El jefe de gobierno de la región veintitrés con cede en Faustia.
–Un traidor –espeta Veronice con la cara mirando hacia donde debiera estar Sfrener puesto que seguía oculto a la vista a causa de la plataforma
–Nada de eso, un visionario que espera el fin de esta tiranía. –responde con calma.
–De hecho sería una aristocracia democrática según lo que refiere el Filósofo. –corrige Sebastián.
–Ni tiranía ni monarquía ni nada, es una abominación. –respondiole Vero a Bastián.
–Félinx Äcton –comienza a explicar Bastián sin atender a las palabras de Veronice– es la cabeza de un grupo de grandes mentes que reconocen los problemas antes de enfrentarlos, además de reglamentar leyes por todos lados flanqueadas. Previeron la Guerra y sus consecuencias, sin duda son geniales. Además de que al hacer creer que cae la responsabilidad del control en un hombre deja la posibilidad a la imagen del todopoderoso jefe de estado. Si un hombre hizo todo eso, de seguro puede con más. Bueno, el punto es que hay más de lo que se ve.
–Gracias por explicarnos –dice Veronice con tono sarcástico– las increíbles formas de gobierno que tanto admiras–. Luego camina hacia el ventanal y abandona la conversación sumida en nuevos pensamientos. Sfrener por fin ha salido de su cabeza.
La tensión regresa para todos los presentes. Arthur no deja de mirar la delicada espalda de Veronice. Sebastián medita sobre lo que se ha dicho, mientras Wolph, atento hasta ese momento a todo el diálogo, se sorprende ante una alarma que se hace sonar.
–¡Cuarto de máquinas! ¿Qué ocurre? –ordena Sfrener a la tripulación del Arca, por medio de un comunicador. Una voz fuerte pero lejana responde por la bocina: –Señor, un problema en el sistema refrigerante. Debemos descender lo antes posible–. Todos se estremecen ante la avería de la nave. No es un buen presagio.
–El puerto más cercano es Valarta a treinta y dos millas de aquí. ¿Creen que aguante la maquinaría hasta llegar allá? –pregunta a través del intercomunicador.
–Si señor, pero no más. –es la respuesta.
–De acuerdo– dijo a sus hombres en sala de maquinas mientras que a los viajeros declara:
–Señores, no podremos llegar a Fraustia en un solo vuelo como planeamos; habremos de hacer escala en Valarta. Aun nos encontramos a mitad del camino y Valarta es puerto aduanal controlado por Ejército Negro. Prevénganse.
Dicho esto, el navío viró hacia la derecha cruzando el espacio aéreo de la región cuatrocientos cinco hacia Valarta. Cada uno se retiró a la posición que tomaban antes de iniciar la discusión recobrando lo mejor que podían la tranquilidad. Sin embargo, un escalofrió recorrió la espalda de Wolph, el vello de la nuca se erizo al momento que sus ojos se abrieron aun más previniéndose ante un peligro eminente. Un presentimiento tan intenso que lo orilló a levantarse de la escalera y subirla hasta llegar donde Sfrener.
–Capitán… yo… –dijo sin atreverse a verlo a los ojos y frotándose las manos. Tenía miedo.
–Lo sé Wolfy. Entiendo. –respondió Manx Sfrener a su amigo.

martes, junio 19, 2007

Tiempos de paz - Incorporación

El viento de la férrea mañana no deja de lastimar las rocas resquebrajadas del acantilado. La furia del mar aun alto no mengua a pesar de la presencia de los primeros rayos de sol. El día nace pero no trae consigo el sosiego de las esperanzas. El cielo sigue teñido de rojo no permitiendo olvidar los terribles pasados que se vivieron en todo el mundo. Las gaviotas cantan lamentos insufribles hasta ahora son reconocidos, premoniciones que nunca se atendieron. Las lágrimas siguen vertiéndose sobre las tumbas de los desaparecidos, corren en arroyos salados hasta mezclarse con el mar. Ese mismo mar embravecido que no deja de ser admirado por un muchacho. En cuclillas, al borde del precipicio contempla el fragor de las olas golpeando los peñascos agudos que en el fondo se encuentran, observa la inmensidad de un mundo que, a pesar de ser inocente, mucho ha padecido por los designios humanos.
La espera ha durado la mitad de la noche. Cuatro almas encontradas por destinos diferidos convergen en un mismo lugar. Una pantalla de hierro oxidado aun muestra las descoloridas palabras que señalaron el nombre de este lugar. Los nombres ya no existen, toda la tierra es una sola, un solo reino al que solo sus ciudades nacionales pueden recibir la categoría de ello, ciudad. Mas este mirador fue llamado antes de la guerra como Punta Silfius. Familias constantemente se acercaban a descansar entre la verde hierba que crecía por el peñasco. Extraña arquitectura natural que permitía la convivencia de la fría e inerte roca con la vegetación incipiente que crecía a lo largo de ella. Las flores y el pasto han desaparecido, todo es árido. Pero ahí, de pie se encuentran cuatro espíritus decididos a no perderse en la iniquidad de lo mediocre.
Wolph observa con temor las corrientes caudalosas que el mar crea y destruye sin piedad. Todo aquello que ve queda asimilado dentro de él, se convierte en su ser, en su propia experiencia sensible. Un muchacho de dieciséis años que no tuvo más remedio que escapar de la degradación. El rostro de sus padres ha quedado olvidado. Ahora es Sebastián su tutor, mas nunca llegó a estimarle como a un padre o un tío, solo es aquel amigo que le dejó dormir en el sofá durante los días de dificultad. Solo sabe una cosa mientras mira hacia el horizonte: el miedo. Miedo a caer, miedo al futuro, miedo al hombre que le observa a su izquierda y de la mujer que, junto a él, no le presta atención.
–Bueno Sebastián, –dijo Arthur con impaciencia sin dejar de observar a Wolph– ya llevamos más de cinco horas esperando aquí. ¿Cuándo llegará tu amigo? –Sebastián y Wolph se volvieron al escucharlo hablar, Veronice solo demostró desdén al comentario expresado y mirando hacia otra dirección dijo:
–Habremos de esperar lo necesario, además sabias que el traslado sería al amanecer.
–Claro que lo sabia, no soy imbécil –respondió indignado de que a quien dirigía la respuesta no prestara atención. Entre dientes y con la voz baja añadió –Claro que no, bruja.
La reacción de Veronice no tardó, había escuchado la respuesta y la última exclamación. Sin dudarlo se acerca con sigilo, casi sensual, al ofensor y con un movimiento de caderas le empuja. Arthur no esperó tan sutil ataque puesto que, perdiendo el equilibrio, casi cae al mar a causa de encontrarse al borde del acantilado. Un grito no se hizo esperar, primero de pavor luego de furia.
Arthur se considera el hombre de la misión. Treinta y cinco años, con la experiencia propia de los soldados de los antiguos ejércitos libertadores a los que perteneció en la juventud. Se ufanaba que las emociones dolosas no le afectaban. El estoicismo del soldado, el que vio la muerte a la cara y ahora nada puede amedrentarle. Sin embargo algo le inquietaba, algo le dolía dentro. Jamás se atrevería a decirlo pero sentía las punzadas de una angustia que desconocía: le dolía no tener de quien dolerse.
Aceptó la invitación que le dirigió Sebastián y se halló al lado de tres sujetos que nada en común con él tenían. Solo algo en Wolph atrajo su atención.
–¡Qué te crees, maldita bruja! ¡Casi me matas! –dijo bramando Arthur.
–No exageres, bien vez que no caíste. –con irónica sonrisa respondió Veronice.
–Estás loca.
–Solo un poco, amor. –y le lanza un beso con los dedos de la mano.
Sebastián solo sonríe ante tal espectáculo.
Wolph se levantó de un salto al ver y escuchar acercarse el gran zeppelín. El viento del norte dejó de soplar; mas un remolino, producto de dos grandes hélices, levantó el polvo y cegó a los próximos tripulantes. Sebastián, Wolph, Arthur y Veronice levantaron la vista ante el enorme aparato de metal que descendía sobre ellos. Similar a un barco, era completamente plateado. Cerca de diez metros de altura y de largo más de 38 metros. Era el monstruo de los cielos. A cada lado de la cabina se desplegaban dos extremidades que apenas sobrepasaban el marco de la nave, sobre ellas se alzaban las dos hélices que giraban produciendo un sonido similar al de un rugido. Es un navío que surca los azules cielos. En la popa, la maquinaria propia de una nave de combate, varios cañones y las respectivas escotillas a los lados para las metralletas como una segunda línea de defensa. Los civiles que durante la guerra observaron como los cielos sobre ellos se cubrían de esos aparatos sintieron el terror de los que comprenden que pronto su vida terminaría. Ahora uno de esos gigantes se acercaba, ya no tenía el poder del arma bélica sino de un crucero que llevaría a sus tripulantes a destinos que no eran lo que en antiguo se buscaban.
Sin descender a tierra una escalera de cuerda cae por un lado del zeppelín, bajando por ella el capitán de la nave. El capitán Sfrener peleó aguerridamente en la última batalla de Comanod en esa misma nave. Con sus cuarenta años y su heroica cicatriz en el pómulo izquierdo se le entrega el mando sin proponérselo. Al verle en tierra, el grupo admira a un hombre de casi dos metros de altura con la presencia de la milicia pero sin ninguna insignia que lo demuestre. El cabello largo cae sobre sus hombros y sobre su rostro aun cuando el vendaval producido por las hélices lo agita. Una chaqueta sin mangas solo sujetada a la altura del pecho, por detrás se extiende tan larga que toca las corvas de las rodillas, a la cintura un florete envainado. Su pantalón rústico, amplio en las piernas, es sujetado por un cinto de cuero con hebilla de cobre. El peso de sus botas levanta aún más polvo que el ya levantado por las aspas.
–Señores míos, me presento. Soy el capitán Sfrener. –la cavernosa voz agita por dentro las cabezas de los escuchas.
Dirige su mirada y su sonrisa al frente. Veronice percibe como es observada con cinismo por el fuerte capitán. Una sensación dentro de ella le hace tomar toda su arrogancia y feminidad con tal de jugar con el descarado de Sfrener. Él se acerca, sus rostros quedan próximos uno del otro. Los aromas se combinan, poco faltaba para que ella perdiera el control de la situación y se dejara seducir por aquel hombre, a pesar de ello se repone. Veronice espera ahora el momento en el que él actué para así demostrar ella de lo que es capaz. Sin embargo un paso de su plan se ha visto afectado. Sfrener no se detuvo, avanza hasta alcanzar a Wolph y con su gruesa voz, perfectamente modulada dijo:
–Veamos que tenemos aquí. Un buen mozo en la tripulación.
Veronice permanece inmóvil contemplando la escena. Olvidó sus artes de seducción y fatalidad dejándose llevar por el desconcierto y la vergüenza. Arthur no logra reprimir su aflicción: su rictus se conmociona ante las palabras dirigidas al muchacho. Wolph permanece en silencio, asustado y desconcertado. Aumentaron ambas emociones cuando el militar, sin pensarlo, se abrazó a su cuello por las espaldas, y acabó acariciándole la cabeza.
Una extraña ira se apodera de Arthur quien, levantando la mano hacia su espalda, toma del mango la espada con un fin que no tiene claro en la mente. Sebastián lo sujeta del hombro y con una sonrisa cándida, asomándose entre el bigote y la barba, dice:
–Cálmate Arthur. Solo están jugando.
Arthur obedece. Sin reticencias mira de punta a punta a Sebastián. Claramente ve que es el mayor de todos, casi cincuenta y cinco años. La edad no pasaba de largo puesto que sus signos se presentaban en él: cabello blanco aunque corto, largas barbas y bigote que le cubren prácticamente todo el rostro, los anteojos cuadrados, además de esa larga capa que le señoreaba más; grandes hombreras labradas según se percibe, una coraza le cubre el abdomen, ceñido a ella sus pantalones blancos, además de guantes protectores a lo largo del brazo hasta alcanzar el codo. Un viejo que se cree útil cuando en su juventud tal vez lo fue. Con ironía en la mirada y condescendencia en el corazón Arthur palmea la espalda de Sebastián y le dice:
–Muy bien Bastián. Pero has que ese tipo deje de perder el tiempo con el niño.
Sebastián aceptó el reto. Desconociendo la forma en que salió disparada, una roca golpeó la cabeza de Sfrener. Arthur se quedó admirado al ver la velocidad con la cual ejecutó toda esa acción Sebastián. Después de todo no están viejo, pensó para sí.
–Capitán Sfrener, tal sea hora de irnos. –declara Sebastián.
El gigante suelta a Wolph quien cae al suelo al perder la fuerza que lo sostenía, el abrazo del comandante.
–¡Vamos señores! –grita Sfrener con el temple del enérgico capitán, y señalando al frente con el brazo extendido añade: –En marcha al horizonte. Rumbo al norte, esa es la orden. –y con paso firme avanzó en dirección a la nave.
–Explícame Bastián, ¿De dónde sacaste a este loco? ¿Acaso podemos confiar en él? –Preguntó Arthur.
–No. Temo que sería un error confiar plenamente en él. Quizá ni siquiera nos lleve a destino. –responde son fingido candor.
–¡Qué! ¿Estas también tu loco? –repara Arthur.
–Tranquilízate, tal vez no sea digno de confianza pero si de compartir nuestro viaje.
–¡Eso no es ningún consuelo! –refuta iracundo Arthur. Sebastián se aleja de él y espera que se calme.
Veronice se mantiene apartada, desconcertada por el hecho de que un hombre no haya caído a sus encantos. Ella es el deseo de cualquier varón: veintiún años, la belleza de las nacidas en la isla de Isbelt (cabello negro y deslumbrante, los ojos de felino que resplandecen ante toda luz, el rostro del ángel inocente pero perturbador, y el cuerpo soñado de las sirenas) y además la certeza de poder hacer que todos sean sus esclavos, jóvenes y viejos, a causa de su gracia. Pero Sfrener no se dejó amedrentar. Una excepción a la regla, una llaga que jamás sanará. Ahora está furiosa, no perdonará tal ofensa.
–¡Veronice! ¡Wolph! Nos vamos. Tomen sus cosas y acérquense. ­–grita una voz.
Ya los cinco se encuentran reunidos, se conocen por lo que desconocen de cada uno. Aliados para sobrevivir, o quizá para vivir. Sin embargo el inicio del viaje no resulta para ninguno satisfactorio. No existen reales esperanzas o deseos que les motivaren continuar. Solo una ilusión los acarrea, la ilusión que algo nuevo espera más allá de la línea del horizonte.
Sfrener ya se encuentra en la cubierta ayudando a subir a Sebastián. Arthur sube la incierta escalera mientras Veronice toma el extremo de ella para iniciar el ascenso. Solo Wolph mira atrás por última vez. El sol resplandecía plenamente sobre las olas del mar.

miércoles, junio 13, 2007

Tiempos de Paz - Introducción

Por fin la guerra había terminado. La sangre en los campo vertida fue tragada por la tierra, ningún sonido de dolor por la lucha quedaba ya. Las legiones de hombres y mujeres que pelearon por un ideal habían desaparecido. Era en verdad el fin de la matanza. Luego de tantos años de aguerridas luchas reinaba la paz, como en antaño. Toda la historia tenía como desenlace esta victoria.
En el campo de Comanod solo queda la bandera de uno de los mayores ejércitos jamás instaurado en el mundo. Las fuerzas unidas de las grandes potencias políticas y económicas, las que dirigían los destinos de sus vasallos, desplegaron a todos sus hombres para luchar contra el ejército enemigo de la humanidad. Todos sabían que ellos eran los malos, sabían que en algún momento aquel país, que en otras ocasiones causó los peores males al mundo, se revelaría con su enorme arsenal tecnológico y humano. Había firmado contratos, convenios, paces, y demás papeles con tal de que la violencia en todo el planeta terminara. De hecho se creyó, ingenuamente, que este país, devastado y reconstruido por la fuerza de sus hijos, debería ser el prototipo de naciones. La mejor educación y cultura, los artistas y talentos científicos más destacados del orbe, la belleza de su gente, y las políticas ya económicas ya legales, eran las mejores para seguir. Los mandatarios aplaudieron esas disposiciones y muchos se apegaron a tales argumentos. El mayor error era cometido.
Intrigas, asesinatos, violencia, pobreza… la decisión tomada solo beneficiaba a unos cuantos. Los ricos y poderosos, empresarios y políticos, obtuvieron mayor fuerza. El resto de la población se convirtió en los “desposeídos”. Estos recordaron las lecciones que hace tantas décadas sus ancestros enseñaban. ¡Luchar por el bien de todos! ¡Caída de los poderosos! ¡Reparto equitativo del capital! Con embravecidas voces se alzaron los “desposeídos” y una guerra civil inició en los países del orbe.
La consecuencia de las revoluciones produjo la caída de gobiernos y reelaboraciones en las leyes. Nacionalizaciones y nacionalismos, todo con el fin de recuperar lo que los cambios anteriores habían producido. El saldo final: finanzas en quiebra, montañas de muertos, familias destrozadas, desaparición de la cultura y las artes, la muerte interna de los sobrevivientes. Toda la tierra en crisis. Solo una nación se encontraba en pie. Un país que a pesar de ser tocado por las desavenencias internacionales nunca perdió la fuerza ni el soporte de sus instituciones, sus finanzas y sus planes.
No hubo tiempo para la reconstrucción de los pueblos devastados. Una amenaza extranjera se cernió sobre ellos. La primera potencia mundial, Rottemberge, derribó sus fronteras para dar paso a sus ejércitos. Los pequeños y maltrechos países fronterizos fueron los primeros en caer, no tanto por la fuerza sino por los convenios anteriores, la dependencia de ellos hacia su gran benefactor. Las regiones al sur y al oeste resistieron los embates pero solo pocos meses.
El nuevo imperio se extendía con lentitud pero siempre con codicia. Durante años su plan tomó forma, creó una ilusión económico-política con tal de que el resto del mundo se rindiera ante su ingenio. La estructura ideada por ellos solo era útil para ellos mismos, el resto de las naciones que se adaptaron a tales mecanismos se dieron cuenta muy tarde de los efectos secundarios a largo plazo de esta nueva estrategia. La dominación comenzó mucho antes que la nueva guerra que iniciaba.
Los gobiernos de los países, las antiguas grandes potencias, que sobrevivieron mejor la crisis se aliaron con tal de evitar al nuevo imperio su avance por tierra, aire y mar. Estados menores, que fueron hechos a un lado por los más fuertes, se enfrentaron solos contra la amenaza que tocaba sus territorios. Todos ellos fueron derrotados en el primer asalto. El resto, los que conformaron la Alianza, soportaron durante años el hambre, las enfermedades, la muerte. Las esperanzas de los dominados se desvanecían al ver las derrotas de los reinos y repúblicas alianzadas.
En Comanod se jugó la última carta. Luego de muchas derrotas y pocas victorias, los Alianzados descargaron toda su fuerza militar y estratégica. El destino parecía que les daría la victoria. Espías en el bando enemigo, organización militar exacta, armas de un poder destructivo y devastador, los aparatos de tecnologías prácticamente mágicas capaces de proezas indescriptibles, los mejores hombres y mujeres en las brigadas en pro de la defensa nacional, el espíritu de libertad; todo estaba en sus manos.
Pero todo ello fue en vano, el ejército de Rottemberge no tenía miedo de morir por el ideal del líder. Se arrojó contra los adversarios. Enormes zeppelín de hierro disparaban desde los cielos, con ello se aniquilaron a las fuerzas primarias de los Alianzados. Aviones kamikaze explotaban al chocar con los de los buenos. Las bombas se detonaban aun estando elementos de ambos ejércitos en el campo de batalla. Ya no era por la defensa de sus países, ni por la soberanía, ni por el afán de vivir, simplemente era el gusto por la violencia y la crueldad. Vejaciones y actos inhumanos fueron cometidos en las líneas enemigas respectivas. Los Alianzados perdían hombres, los de Rottemberge surgían de la tierra ensangrentada. La victoria decisiva fue para el ejército negro, Rottemberge con Félinx Äcton a la cabeza. El mundo: sus cielos, mares y tierras pertenecían a un solo hombre y a una sola nación. Los malos habían ganado. El grito de victoria resonó sobre los destrozados restos de los héroes que no serían recordados. El Ejército Negro plantó su bandera sobre la cabeza del finado general Octanger, no hubo viento que ondeara el lábaro.
Las noticias no se hicieron esperar. En Blive, capital de Rottemberge, la euforia llenó las calles. Hombres y mujeres, vestidos con sus mejores galas, celebraban bebiendo champagne y golpeando sus copas unas con otras. Los niños, desconociendo la verdadera razón de toda esa alegría, se unieron a la celebración cantando melodías donde se ensalzaba el nombre nacional y su gran ingerencia en el mundo. La gran mayoría de las personas desconocía las consecuencias de toda la guerra. Las masacres, los delitos inhumanos, las miradas de terror de los pobladores de los países conquistados, la miseria en que vivían los nativos ya sean de Zôrgen o de Miconelos. Dentro de Rottemberge todo es el esplendor de la modernidad y la bonanza, fuera de sus fronteras solo se encuentra el trabajo ingrato de los labradores y jornaleros que alimentan al país. Familias de trabajadores que al enterarse de la noticia rompieron a llorar. Sus ilusiones terminaron. Por la mañana regresarían a sus labores y lo mismo ocurrirá la siguiente mañana sin remedio. Hombres y mujeres se abrazaban con tal de menguar su dolor. Los niños solo sollozaban sin entender el sufrimiento de sus mayores. Ancianos, de los pocos que había, morían sin sonrisas pero resignados a que nada peor habría en el más allá. La misma realidad era vista con diferentes ojos.
Las celebraciones en Blive se extendieron hasta muy entrada la noche. Los poetas cantaron odas a las derrotas de las huestes enemigas. Programas en los aparatos telecomunicativos no dejaban de narrar las valientes hazañas del Ejército Negro y de Félinx Äcton, de lo que trajo consigo la nueva era en Rottemberge. Todo era felicidad y a pesar de todo ningún disturbio se presentó. La energía de los habitantes de Bliev y en todo el país estaba bien controlada. Los guardias policíacos vigilaban, nadie se atrevía a encararlos o a hacer algo que perturbara la paz. Se había aprendido de la forma difícil que el poder es más fuerte que el espíritu.
Aún así, y sin que nadie sospechara, un hombre se escabulle entre los gritos y los brindis. Un tipo común vestido de una camisa verde que deja ver sus brazos a la altura de los hombros y su pecho. Pantalones, café con una línea azul en la costura de la pierna, metidos en el interior de unas botas negras con varias hebillas, además de llevar el cinturón sostenido por las caderas. Veinte años cuando mucho le darían a aquel hombre de cabello corto, rostro duro lacerado en una mejilla, sus ojos dejaron de brillar desde hace muchos años, su boca rígida encuadrada por un mentón recio. Varonil y con un fuego en su interior, solo eso podía describirle a la perfección.
Se escabulló por las callejuelas. Trataba de encontrar las sombras para esconderse, las costumbres son difíciles de erradicar. Recordó que esa actitud le haría sospechoso fue así que se irguió, levantó el rostro y sonreía a cada momento. Debía aparentar alegría aún cuando en su corazón, roto por su desgracia, solo podía encubarse la ira y la venganza. Poco a poco se fue alejando de las personas.
El centro de la ciudad se convirtió en una enorme plaza pública donde la fiesta duraría por largas horas más, incluso días. Mientras más se alejaba las luces y el sonido se agotaban. En algunas casas metálicas de color dorado se escuchaban los aparatos electrofónicos y telecomunicativos donde se repetían una y otra vez las palabras de Félinx Äcton, su discurso donde declaraba al mundo unido bajo una sola ley, una sola bandera, ya sin fronteras y sin guerras, sin mal. Las entrañas se le revolvían al hombre que salía sutilmente de la ciudad. Un sabor amargo le llenó la boca y sin darse cuenta comenzó a correr. Tuvo suerte de que un par de guardias no le vieran cuando hacían estos su patrullaje.
Al llegar al extremo de la ciudad vio las grandes rejas que dividían la tecnología de la naturaleza. Sabía por las narraciones de sus mayores que el hombre y el medio ambiente nunca fueron amigos, que el primero destruía al segundo, pero desde las innovaciones de Rottemberge eso terminó. Todo sería paz y armonía. Todo ello en palabras era tan bello pero al ver el precio pagado solo podía despreciarlo. Los guardias que custodiaban el acceso a la ciudad le vieron con recelo. Él se identificó, Nicolei Barke. Los papeles se encontraban en orden y sin más preguntas salió de la ciudad. Tomó su motocicleta del Centro de Custodia Motora y desapareció en la oscuridad del mundo salvaje, por caminos que solo él conocía y también conocería.

Una Conversación Ilustre II

“¿Cuántos años habrán pasado ya? Que tontería si solo hemos caminado un cuarto de hora.” –este pensamiento surgió de improviso en mi cabeza. Fernand permanecía en silencio mientras que yo intentaba llevar el ritmo de sus pasos.
Las calles, conforme avanzábamos, se volvieron más sombrías. A pesar de que el alumbrado público (el poco que funcionaba) emanaba luz suficiente, me parecía que cada vez que adelantábamos camino la noche se tornaba más densa.
Seguía a Fernand desconociendo incluso las razones que me motivaban a hacerlo. Durante los primeros minutos sentí el impulso de decir algo, pero en el momento de intentarlo no encontraba palabras para expresarlo. Me debatía entre el hablar y el callar, y es que encontraba al mismo tiempo agradable el silencio que entre nosotros imperaba pero molesto y frustrante también. Me limité a permanecer en silencio al ver que ninguno de mis intentos por reanudar la conversación era fructuoso.
Le veía caminar, se había colocado su saco sin abrocharlo permitiendo que conforme marchaba éste se moviera libre hacia atrás. Caminaba con suma elegancia, incluso con aire altanero. Su espalda completamente recta y a cada largo paso que daba movía con igual ritmo sus brazos. Todo ello provocaba la ilusión de que avanzaba con lentitud, aunque en realidad prácticamente tenía yo que correr detrás de él.
Mientras cruzábamos una avenida, que hace algunos años era canal de aguas negras, escuché un sonido de lo más triste. Un lamento que imploraba el fin de la pérdida de tantos hijos que se marchaban, el suspiro de las esperanzas rotas y ya olvidadas, el grito de una banshee que rompe la paz del descanso nocturno. Es el silbato del tren que corre hacia las regiones de Mayahuel, su sonido en las noches de mi infancia me despertaba y en mi corazón una nube de melancolía ensombrecía mis ojos haciendo que me cubriera con las mantas y escondiera mi cabeza bajo la almohada, con tal de suprimir tan horroroso y maligno sonido. Desde hacía varios años que no prestaba atención a tal melodía, pero ahora, de nuevo el temor florecía dentro de mi. Me detuve en la acera sin atreverme a continuar adelante, Fernand se había alejado algunos metros sin percatarse de ello.
No tengo escrúpulos para llorar y es que cualquier manifestación de mis sentimientos me resulta placentera, una experiencia casi mística, algo que como humano nunca llegué a experimentar. Pero en esta ocasión no pude desahogarme, podía percibir la pesadumbre que oprimía mi pecho pero no podía expresarla. Desconozco porque tal sonido me ha resultado tan perturbador, mas nunca he negado el dolor que me provoca. Caí de rodillas llevándome las manos hacia los oídos con el afán inútil de callarlo. No resultó. En medio de la nada, en calles abandonadas y en el negro manto de una noche clara pero muerta me encontraba, estaba solo.
–No hay solución donde no hay problema. –dijo una voz frente a mi. Miré hacia arriba y encontré el rostro de Fernand, ya no era aquel que observé en el primer encuentro, ahora parecía estar encarnado. Creí ver a un hombre que no me tenía miedo, siendo que yo aún no me había alimentado lo cual me daba un aspecto lúgubre y fantasmal.
–¿Qué dices? –le pregunté. Me tendió la mano para ayudarme a levantar y sin decir nada más prosiguió con su camino. Extrañado pero sin ponerme objeción alguna volví a seguirlo.
Durante el último trayecto de nuestro paseo Fernand comenzó a silbar una melodía, era en si misma monótona pero poseía un encanto hipnótico, un deleite nostálgico.
Llegamos a nuestro destino. Hasta ahora era para mí un misterio a donde nos dirigíamos. Frente a nosotros se levantaba la enorme torre de marfil, corona de oro blanco que se yergue amenazante y cuya punta intenta lacerar el cielo. Miré asombrado a Fernand intentando comprender que relación tenía él con este lugar pues yo me encontraba completamente ajeno a este sector de la ciudad.
–¿A qué hemos venido aquí? –pregunté extrañado.
–Mira. –y levantando su brazo señaló con su dedo la punta de la pétrea lanza. No entendía a que se refería. Giré mi cabeza hacia donde él indicaba pero solo vi el resplandor rojo de la bombilla.
–¿Qué quieres que observe? –le pregunté.
–Dime –dijo mirándome a los ojos– ¿Dónde esta tu cordura?
Estaba sorprendido. Esta pregunta debería yo hacérsela a él. Me era imposible soportar su mirada así es que la desvié y medité la respuesta a dar.
­–No lo sé. Quizás la haya perdido ya. No, esta muerta.
–Gabrius, ¿vives en un juego? Te hundes en un frágil suelo.
–No me reproches. Eso debiste hacerlo allá. Dejándome caer en mi propia decadencia. –dije mirándolo enojado.
–No me entiendes. Mira como te hundes. Eres tú controlado por ti mismo, un "ti mismo" que se hunde.
Nos acercamos a una banca cerca de la torre y bajo el árbol continuó nuestra charla. La familiaridad con que nos tratábamos pasó desapercibida por mí en esos momentos. Creó que volví a caer en su hechizo, aunque esta vez sin perder todo el control sobre mi.
–Bueno –proseguí –¿Cómo es que me hundo según tú?
–Tu despreció no te permite verte a ti mismo.
–¿Vienes solamente a aconsejarme? ¡Cállate! –Le grité perdiendo la compostura –Tengo suficiente con la impertinencia de Egeria y de Iñigo para que tú me sermonees con estas estupideces.
–No tienes razón para gritar. ¿Acaso sé algo de ti? Mira que solo te presento lo que puedo ver. ¿Las voces ya han dejado de atormentarte? –preguntó sin perder su rectitud.
–Nunca me han abandonado. Día y noche las escucho. Gritan, murmuran y cuando creo que el silencio ha llegado sucumbo ante una nueva voz.
–No son reales. –dijo moviendo la cabeza.– Tu mismo te esclavizas con tal de obtener tus propios logros. Logros que rechazas.
–¡Yo sé lo que veo y oigo! –contesté con brusquedad.
–Eso gritos te pertenecen, te dañan porque has permitido que te dañen. Gabrius, son tus propias palabras las que te acusan. Todas ellas tienen que soportarte por ser tú mismo, aquel que rechaza su querer por un tener que ser humano.
–Todas aquellas posibilidades, todo aquello que aún de bueno hay dentro de mí permito que se hundan junto conmigo. –espeté con la mirada baja.
–Busca esa persona, –dijo con una ligera sonrisa en la boca.– está en el piso, cayó por tomar en cuenta un pensamiento más débil, una razón más débil, cayó por no conocerse, sólo conocer lo poco que piden los demás, que aparenta ser mucho y eso confunde a la cordura y la cansa.
–Bien sabes que somos, quiero decir soy. Soy un engendro, bestia horrible que nunca volverá a lo que fue, un hijo del Dios. –cada vez me sentía peor. Quería huir de ese lugar, pero algo me detenía.
–Mira que te inclinas hacia ambas partes, –continuó Fernand.– te diriges hacia un regreso a tu pasado y también hacia la gloria de tu presente, hay posiblemente una parte más fuerte que otra, pero mientras no lo sepas le das la misma importancia a ambas partes... tienes que conocer cuál es la más poderosa y comprender la razón de inclinarte a cada una.
–Ya no distingo la realidad y la fantasía. –hablaba ya sin saber bien lo que decía. –Las voces, las visiones… todo eso es tan complicado. No puedo aceptarlo y mucho menos soportarlo. ¿Qué es verdad? ¿Hasta donde llega la mentira?
–Es mejor que te compliques tu existencia de diferente manera, –dijo Fernand con una sonrisa en su rostro –te será más divertido y te da más de donde pensar y de donde anclar tu realidad a tu realidad y tu fantasía a tu fantasía.
–¿No es esto una cobardía? Es un afán inútil por huir de la realidad hacer uso de la imaginación. Dejar a un lado la verdad y entrar en el mundo de los sueños. –pregunté disgustado.
–El hombre en su cobardía se refugia en ella, el hombre en su creatividad también, pero en sí no es la imaginación la cobardía, sino el hombre lo es. –respondió Fernand con un aire de superioridad.
–Pero dime ¿qué es la verdad si al fin y al cabo todos los seres y todo lo que veo no es más que mentiras y apariencia? Más me vale existir fuera de este mundo, de esta tierra falsa y maldita. –dije ya molesto.
–Pero la verdad ha sido construida por la imaginación. Realidad y fantasía un día se unieron en lo que pisas, endurecieron esa fusión para que no cayeras a la nada, para que fueras algo que las pisara y las cuestionara y las disfrutara, para que un día decidieras entre los tres caminos disponibles, una, otra, o ambas.
–¿Pero es lícito buscar alguna manera de trascender a esto? ¿Superar toda esta estupidez? –pregunté. Sabía que lagrimas recorrían ya mis mejillas.
–Te es lícito en tanto te satisfaga lo poco que encuentras; –Respondiome Fernand, inclinándose hacia mi –pero ilícito en pensar en un momento dado que lo haz hallado, pues no existe del todo. Existe en el nivel que para ti funciona, en el nivel en que puedes ser pleno dentro de la misma inundación que te engulle, en el nivel en el que disfrutas esa inundación de vida “común”.
–¿Se puede ser capaz de soportarlo y no dejarte llevar por ese caudal, a pesar de saber que no serás libre? –pregunté.
–Saber que serás libre solo cuando ya no necesites nada, al contrario de lo que la humanidad piensa de que la felicidad es tenerlo todo. –respondió Fernand.
–La autosuficiencia. Es entender los límites de ti mismo, ser capaz de tomar tus decisiones, verte a ti en el espejo. No es tener todo, no es tener nada, es tenerte. –Me sentía agitado ante el rumbo que tomaba nuestra conversación.
–Pero la autosuficiencia no es la felicidad, su misma gramática lo dice "suficiencia", es un esfuerzo, es un querer llegar a algo, y hasta un necesitar llegar a algo, a la autosuficiencia. La felicidad es no necesitar nada, no querer nada porque no te hace falta aunque no lo tengas.
Permanecí un momento en silencio. Me sentía exhausto con la charla. Me acomodé en mi asiento, cruce los brazos y elevé la mirada hacia el punto rojizo que iluminaba como estrella la cumbre del enorme edificio.
–Me siento profundamente apasionado por la lógica y la elocuencia Gabrius, –empezó a decir Fernand –combinando eso con una filosofía propia que me satisface... soy simplemente un genio. –dicho esto soltó una ligera risa. Era verdad, se ufanaba de si mismo.
–Sabes, –comencé a decir– creo que la imaginación es la esperanza del hombre, su último refugio contra su propia debilidad. Los miedos y los deseos son descubiertos en ella. Un grito a los vientos que es lanzado en suplica por entendimiento, yo solo puedo dar presencia y videncias, ya que solo me queda avanzar sobre la propia verdad. –Dirigí mis ojos hacia él, ya no me incomodaba su mirada. –Ahora pienso que quizás solo busco algo en que agarrarme.
–Te recomiendo que sean tus pensamientos, pero no aquellas visiones y voces, me refiero a los válidos en respecto a lo que observas, no a los válidos en respecto a lo que fanatizas. –respondió.
Fernand se puso de pie. Inmediatamente hice yo lo mismo. A lo lejos se escuchó la última campanada que anunciaba la hora sexta de este día. Salimos de ese barrio mientras las primeras personas salían de sus casas; mujeres barrían las banquetas, hombres corrían hacia sus trabajos y niños se dirigían a sus alejadas escuelas. Nosotros dos caminábamos por la avenida en la cual me detuve antes de llegar a nuestro punto de reunión. Llegados al cruce de dos avenidas Fernand se giró y mirándome a los ojos, con una expresión dura me dijo:
–Duerme como cualquier inútil humano, o despierta, como el pensamiento en mí en la oscuridad. Te mantienes despierto por temor de que el sueño verdadero sea peor que la realidad como si te gustara tanto esa realidad; despertar a soñar, dormir a la realidad, al fin y al cabo evadir es porque se tiene la libertad, aunque pocas veces verdadera, de despreciar, no precisamente de evadir.
–Creo que soy muy estúpido al dejarme envolver por los asuntos humanos, trataré de ya no permitírmelo. –le respondí en tono de agradecimiento.
El amanecer ya resplandecía, era momento de volver a casa. Fernand tomó camino hacia cualquier parte. Sin pensarlo le grité mientras se alejaba. –No, espera. Déjame beber tu sangre y descubrir en ella el misterio de la eternidad.
–Cuando la imaginación trasciende y supera nuestro amor a la realidad, debate la mente y el actuar entre una antitesis: la superación contra la locura. –me respondió con una sonrisa. –Y continua viviendo, la farsa solo está en quien no sabe hacerlo aprende a hacerlo en vez de morir en vida.
Y observé como se alejaba. Los primeros rayos de sol se elevaban como mariposas y el olor de una suave brisa me sacó del estupor en el que me encontraba. Pero a pesar de todo me di cuenta que a los ojos de un cielo inclemente y despiadado, del que solo surgen gritos de reproche y medias palabras que al llegar a mi se convierten en un completo veneno sarcástico, desnudé mi corazón a un ser igual de maldito, un ser que me ama y a quien amo, pero que me controla más allá de mi comprensión, destruyendo mi poca libertad ya antes falsa, mi imaginación, y me estrella en el suelo junto a los desangrados sentimientos verdaderos.

Una Conversación Ilustre I

Por las noches esta ciudad se convierte en un caos. Los gritos de sirenas y de mujeres acompañan las melodías de las balas y de las peleas en las calles. Para el amante de la música esta se convierte en su peor pesadilla, pues las notas que escuchara le destruirían el oído. Y a mí, por cualidad divina o maligna, a pesar de poseer tan agudo oído, puedo bloquear aquello que no deseo escuchar. Sin embargo es más duro decidir que no quiero oír que usar tal posibilidad. Tantas cosas que ocurren frente a mí, tantas historias inaccesibles a cualquier mortal son para mí algo que se presenta sin llamarlo, solo levanto mis orejas y me dejo empapar por las voces de la noche.
Sin embargo en esta hora algo muy raro me ocurrió. Encontrábame en el oriente de la urbe, el solo hecho de mencionar que se encuentra uno del otro lado de la calzada se transforma en sinónimo de miedo, peligro, pobreza, deterioro. Durante un tiempo se pensó que el futuro de la ciudad se hallaría hacia el este, pero la ambición y el desaliento provocaron la degradación de la zona. Nadie se atreve a salir de noche en esa dirección y no pocos no pisaran nunca aquella región. Para mi nada de eso importa, nunca he sido molestado por ningún mortal. Y si llegara ha hacerlo… pobre de él.
Aun así y a pesar de que las casonas y edificios más interesantes se encuentran en el poniente, decidí tomar mi paseo por aquello lugares. Caminando observaba como mi sombra se desplazaba ya delante ya detrás de mí. Poco a poco comencé a recordar y a jugar aquellos juegos que en mi infancia disfruté. Saltaba de cuadro en cuadro de la acera o en una rayuela imaginaria volaba. La euforia comenzó a invadirme, saltaba, reía, cantaba, parecía un loco excéntrico. Poca importancia di al hecho de que pudiera ser visto por alguien, pues como he dicho ya, nadie sale de su casa después de la medianoche y quien esté fuera no será para algo bueno.
De pronto algo en el aire cambió. Lo noté quizás ya tarde pero en cuanto lo sentí me preparé para lo que ocurriera. Al cruzar una calle el presentimiento me tomó. La atmósfera en ese momento se trasformó. El frío se tornó en una extraña niebla que se movía como un reptil, incrustándose en los muros como si se anclara para no ser desplazada. El olor a muerte se extendía junto a ese manto acuoso. La visibilidad se hizo imposible, todos mis sentidos se pusieron en alerta, escudriñaron todo lo que pudieron sin embargo no percibían nada. Solo el aroma y esa nube carnívora fue lo que apareció.
Dorvank me mostró la forma más conveniente para defenderme y atacar. Apoyé mi rodilla izquierda en el suelo agachando completamente mi cuerpo, con las palmas de las manos tocaba el suelo y la cabeza sobre el pecho. De esta forma en un instante podría saltar y durante ese momento trasformarme sin ser tomado. Pero el plan no salió como esperaba pues en cuanto tomé tal posición una mano me tocó en el hombro. La impresión fue mayúscula al saberme sorprendido de tal manera. No conocía a ningún ser capaz de disfrazar su presencia como este lo había hecho. De súbito me puse de pie y me alejé algunos pasos de él. Un escalofrío recorrió mi espalda dejándome con la mente en blanco, me era imposible pensar en alguna forma de defensa o de escape o afrontamiento. Sin embargo una ira incontenible se apoderó de mí. Estaba furioso por tal ofensa dada a mi persona. Apreté mis puños hasta hacer sangrar las palmas de mis manos al incrustarme las uñas. Le odiaba.
La nube mantenía escondido tras de sí al ser que tanta vergüenza me había hecho pasar. Mas la luz de la farola me permitió ver su silueta; una sombra negra un poco más alta que yo (otra razón para despreciarlo). Escuché sus pasos acercándose a mí. Eran lentos pero firmes. No me temía, creo que lo que buscaba era que yo le temiera, y más aún creo que lo consiguió. Su cuerpo fue descubriéndose poco a poco. Primero fueron sus piernas, calzaba mocasines y un ligero pantalón negro de corte un tanto entallado pues podía apreciar la forma de sus piernas. El resto del cuerpo emergió de entre las sombras nubosas, una camisa de igual color y de igual textura, con los botones superiores desabotonados mostrando el vello de su pecho. De uno de sus brazos colgaba un saco largo. Su presencia me dejó sin palabras, por un momento llegué a olvidar lo que me hizo sentir, quedé hipnotizado por su estilizada forma y sus elegantes movimientos, tan lentos que creí que jamás llegaría hasta mi.
Fue entonces que salí de mi estupor para ver que frente a mi se encontraba un rostro similar al de un Cristo de mármol, era hermoso. Levanté mi brazo con el fin de tocarlo pero no logré conseguirlo. Algo me impidió continuar con el movimiento. Ese rostro parecía esculpido en piedra, facciones firmes y duras. En sus ojos color miel mantenía yo fija la mirada. Aquella sonrisa era fría pero encantadora y sus labios gruesos despedían una sensualidad tal que invitaban a poseerlos. Su cabello a pesar de ser corto se mecía con la brisa como un trigal danza al viento. Había caído bajo su encanto.
Al punto en que todo esto pasaba por mi mente sentí como sus brazos me tomaban y me atraían hacia él. Me encontré envuelto en su abrazo. Todo en él era frío, su carne, su aliento, su olor. Pero no me importaba. Recosté mi cabeza sobre su hombro e inhalé su esencia. Me percaté que en sí no poseía olor. Sus ropas solo se encontraban impregnadas por los aromas de la noche, de lo viejo, de lo olvidado. Era como sí fuera un recuerdo que quedó olvidado en un desván y que por azares del destino un niño lo sacara de su enajenación y lo regresara al seno del hogar. Esa analogía me provocó una gran melancolía. Respondí al abrazo y me entregué a él.
De mi furia primera pasé a la tristeza y a la compasión. Pero de pronto algo me estremeció de nuevo. Sentí el aguijonazo en mi cuello, ello me sacó de mi sopor y usando toda mi fuerza de voluntad me separé de mi maligno seductor. Tan brusca fue mi exaltación que provoqué que la piel de mi cuello se desgarrara haciendo más grandes las heridas que me produjo el ser y por tanto, unos pequeños chorritos de sangre brotaron de ellos.
Mi corazón se aceleró tanto que al punto creí que explotaría. Me encontraba desconcertado, mi hermoso amante quería desangrarme. La fuerza de las emociones para un ser como yo se elevan tanto que prácticamente son ellas las que nos dominan. Pero el desconcierto provoca parálisis, por ello es el peor de todos, te deja indefenso frente a tu oponente pues eres incapaz de actuar. Al fin tomé conciencia de la situación en la que me encontraba y sin pensarlo más me lancé sobre él. Arrojé mi puño contra su rostro, el presentimiento que quizás se fracturarían mis dedos pasó por un instante por mi cabeza, pero no por ello mengüé mi ataque. Lo siguiente que recuerdo es que me encontraba en el suelo con un pie sobre mi pecho. No sé como me esquivó con tanta rapidez y de alguna forma sé que fue él mismo quien me tiró al suelo. Es un solo movimiento quedé derrotado.
¡Que humillación la mía! Me sentí como un niño al que han castigado después de haber reído a causa de su travesura. Y tendido de espaldas, con los brazos extendidos y siendo rebajado a alfombra de bienvenida, no pude reprimir mis lágrimas. El llanto me sofocaba, hacia tanto tiempo que no sentía tales deseos de llorar. Dejé que mis lágrimas se deslizaran y que mi respiración se entrecortará para evitar algún grito que acabara con mi dignidad.
Quitó su pie de mi pecho y me permitió levantarme. Con rapidez me puse de pie, limpié mi rostro con la manga de mi gabardina y levantando el rostro me disponía a alejarme. Él se interpuso en mi huida y con una irónica sonrisa movió la cabeza en actitud de negación.
–¡Maldita sea! ¿Qué más quiere de mí? – pensé.
–Saber que es lo que te hace tan único y hacértelo saber- respondió.
Me di cuenta que la neblina y el frío habían desaparecido. La noche era tan clara que podían verse un gran número de estrellas en el firmamento. Las calles se encontraban en silencio, solo los animales nocturnos emitían sus sonidos y otros comenzábamos una charla.
Se colocó su saco y me indicó que le siguiera. Ningún deseo tenía en dejarme guiar por él, pero algo dentro de mí, quizá fuera curiosidad, o miedo, o soledad, o un hechizo suyo me obligó a seguirle.
Caminamos hasta alcanzar un cementerio. Muchas leyendas se cuentan de él. Niños que suben al autobús sin que nadie se dé cuenta y justo frente a este lugar se presentan ante el conductor y luego desaparecen. O de mujeres desconsoladas que entran gritando al santo lugar en donde sus lamentos se transforman en alaridos comparables a los de las aves del infierno. Pero eso ya no tiene importancia, solo son historias. Él sorteó la barda de un salto, mientras que yo tuve que treparme a ella y caer del otro lado. Nos sumergimos entre las tumbas hasta tomar asiento en una de ellas. Él sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió el lugar donde se sentaría, tomó asiento, cruzó su pierna izquierda, cruzó los brazos y me indicó en silencio que tomara mi sitio. Me senté frente a él, apoye mis codos en mis rodillas y me quedé mirándolo. Aclaró su garganta y se presentó.
–Yo soy Fernand– dijo y me tendió la mano. No me encontraba seguro de si responder a su saludo o no, pero lo hice. Su mano era áspera y dura, incomoda para estrecharla.
–Y ¿qué quieres?– le pregunté yo de nuevo.
–Ya te lo dije. Hacer conocido tu propio ser.– me respondió.
–Eres enigmático. Pero bien, ahora dime ¿Qué eres? ¿Cómo fue posible que hicieras todo eso que hiciste?- dije yo lleno de duda.
–Solo un no-muerto.
–Pero no eres como yo ni como Dorvank, o Leonidas o ninguno de los de la jauría...
–Claro. No soy de tu especie. –su rostro entonces se ensombreció como si un velo le cubriera su palidez-. Yo estoy condenado a vagar por las noches, escondido del sol. Alimentándome de la sangre de los mortales, sin poder volver a lo que era antes. Existir por siempre cubierto de alabastro. Maldecido por un espíritu de milenios que me impulsa a beber la vida como sanguijuela.
–Si, ya creo que eres hermoso, pues me sedujiste y me dejé seducir. No te pareces en nada a los “Hijos de la Luna“. Pero eres igual de monstruoso a nosotros.
–Pero tú tienes grandes ventajas. Recuperas tu aspecto humano, puedes vivir al calor del sol, eres implacable en tu búsqueda, y eres invencible si solo lo deseas.
–Ya dejémonos de tantas alabanzas. –dije cortando de tajó el rumbo que llevaba la conversación– ¿Qué quieres saber?
–No, no quiero saber. Estoy para ver y ser testigo de la decadencia.
–Esto es imposible. –respondí con un bufido– No puedo hablar contigo así. No entiendo que me quieres decir.– luego de decirle esto permanecimos en silencio por algunos minutos mirándonos a los ojos. Los grillos cantaban y los pequeños animales rastreros se desplazaban en busca de alimento.
–Dime –reanudé la conversación– ¿porqué me atacaste?
–Solo fue una broma. Mi intención no era molestarte simplemente quería que te divirtieras.
–Antes que llegaras me hallaba saltando y cantando. Pensándolo ahora, eso resultaba muy tonto.
–Exacto.
–Pero morderme... Eso para mi no es un juego.– espeté indignado.
–Lo lamento. Tal vez fui demasiado efusivo. Además creí que comprenderías de lo que se trataba.– se inclinó hacia mí y levantando su brazo me tocó la rodilla, un gesto que bien podría entenderse como el consuelo que hace un padre a su hijo. Seguí todos sus movimientos con atención temiendo alguna “efusiva” muestra de afecto por su parte. Luego retrajo su brazo y lo depositó sobre sus piernas. Completamente erguido parecía una estatua de bronce, podría jurar que estuve tentado en golpear con mis nudillos la figura para cerciorarme que en verdad hablaba conmigo y no era un simple objeto de ornato al que por alguna razón yo había quedado prendado en un lapsus de locura. Este sentimiento se desvaneció cuando Fernand giro su cabeza a su derecha y dijo:
–Si, soy real. No te preocupes por la locura, es la mejor manera de comprender la realidad.
Estaba encantado por lo que escuchaba. No por el sentido o el significado de lo pronunciado, sino por la voz. Era cansada, o quizás apagada en una garganta que se quemaba cada noche con el fuego de plasma.
–¿La locura permite descubrir la realidad? Pero si todo es una locura. Mírame, mírate, acaso esto que nos ocurrió no pertenece a otro mundo, a otra conciencia. Esto es una completa idiotez.– le respondí.
–¿Y es esto lo que en realidad de molesta? ¿Acaso no descubres la magnitud que representa todo esto para ti o para cualquiera? Me he pasado varios meses observándote. Te he visto recorrer las calles de esta ciudad. Te he visto devorar a tus victimas. Te he visto sucumbir al remordimiento. Y sí todo esto fuera poco he leído tus propias reflexiones y aún así ¿te atreves a quejarte de tan maravilloso porvenir que te depara?- Diciendo esto se levantó de golpe, sin esfuerzo siquiera de apoyarse sobre el suelo. Su mirada, resplandeciente en la oscuridad, me fulminó nuevamente. Mantuvo las piernas abiertas y los brazos cruzados, me parecía el tótem de alguna tribu primigenia.
Estaba perplejo. Apenas iniciaba nuestra conversación y ya había cometido la primera impertinencia. Bajé la mirada, no podía soportar verle a los ojos. Sentía la necesidad de salir de ahí, escapar a cualquier lugar.
Me levanté, no sin el esfuerzo que cualquier hombre hubiera tenido que hacer. Sacudí mi pantalón y el largo gabán, disponiéndome a retirarme. Sin embargo Fernand salió de su inmutable postura y tomándome del brazo me guió hacia otro lugar. Las horas sonaron en las campanas de la Iglesia. Eran apenas las dos de la mañana.