Actualizaciones y algunas palabras

Del quince de agosto de 2011

Saludos mis queridos lectores que no me leen. Sé que escribir una actualización para un blog que no es leído resulta completamente irracional pero aún tengo la esperanza de que alguien por casualidad encuentre este espacio y de una manera desesperada me exija que le siga contando las aventuras de mis personajes.

Me gustaría, tras un año de ausencia, traer conmigo alguna historia para llenar el vacío de mi imaginación pero no es así. No sé que me pasa. Sigo viendo acontecimientos interesantes para serles narrados pero cada vez que intento plasmarlo por escrito estos se escabullen por entre artículos científicos y capítulos de libros. Por las noches sigo soñando y divirtiéndome solo con mis personajes y sus historias, pero me gustaría compartirlos con todos ustedes sin embargo no puedo.

En estos momentos me encuentro en el laboratorio esperando a que el programa termine de y así sacar a mi última rata del día. Debería estar haciendo gráficas para los congresos de Acapulco y Cancún pero preferí procrastinar escribiendo estas líneas. Además debería estas escribiendo la introducción de mi tesis, se de que va pero no lo hago. Hoy fue el regreso de vacaciones sin embargo yo vine a la escuela todo este tiempo.

Debo sacarme esto de una vez. Prometo ponerme un día a escribir. Olvidaré cual es mi realidad actual y sus implicaciones para mi futuro y traeré de vuelta a mi lobo, a mis viajeros y quizá pueda traer a la luz a mi nuevo hijo cuyo nombre aún no me atrevo a pronunciar.

En fin, pero que se algún día llegan a este blog lean algunos de mis cuentos y me digan que les parecieron. No importa si dicen que son malos o buenos únicamente déjenme saber que ustedes estuvieron aquí.

Cualquier cosa saben que mi correo electrónico es gabons69@hotmail.com

Nos leeremos pronto.

domingo, septiembre 20, 2009

Retrato de un inmortal

En el cenit, una nube cruza el cielo estrellado. La veo flotar sobre mí. Oscura, gris, amorfa y desgarrada. Está allí, parece estacionada, aunque lentamente cambia su forma según el capricho de los vientos. La miro recostado sobre el techo de la casa. Como entre un marco de luces amarillas y ruidos citadinos esta nube, mi nube, única en el cielo nocturno, parece sólo existir para que yo la contemple.
Sus líneas, sus formas, todo en detalle se reúne en mis ojos. Su lento marchar me induce a absorberla por completo. Sin embargo, me gustan más las noches despejadas. Aquellas donde el único intruso entre el firmamento y yo es el viento. Reconozco esas noches aun cuando el día no ha finalizado. Me doy cuenta mientras el joven corre por las calles intentando alcanzar un punto que desconoce en su llegada, o cuando una mujer camina con su hijo en brazos lanzado miradas a las vitrinas, a las personas y por último a su criatura. Esos días son pues el preámbulo de una noche perfecta.
Pero todas las noches son idénticas. Todas y cada una de ellas a lo largo de los años no son más que repetición de la anterior. Las mismas estrellas. La misma luna que cada mes, con insolencia, penetra a través de las ventanas señalando la hora de nuestra forma. Sus mismos rostros y encantos. Sus mismas voces implorando no ser olvidadas. Y es que una noche como esta, imperfecta y por completo idéntica a cualquier otra, no es más que un capricho para la inmortalidad.
Salí a la calle. Recorrí los mismos puntos que en otras muchas ocasiones había recorrido. Las casas, los árboles, las aceras, todo permanecía en su lugar. Algunas cosas cambian: los colores, los tamaños, los materiales pero se mantiene la esencia. Aquello que hace a esta urbe lo que ha sido por tantos siglos.
Las farolas enmarcaban el camino por las calles de la parte central de la ciudad. Miré a cada personaje que pasó frente de mí. Muchos me ignoraron, otros me evadieron, tal como uno más de ellos. Pero si tan sólo intentará acercarme un poco más, rozar mi piel con la suya, algo pavoroso despierta y en sus rostros la angustia desconocida se refleja.
Verlos así, alejándose con premura sin poderse explicar en voz alta la razón para ello, es deleitante y a la vez triste. Algunas noches y días me disfrazo para realizar este pequeño juego. Tomo el aspecto de un ejecutivo en traje marrón o el de joven con playera y jeans, a veces el deportista o el desgarbado. Pero aún así, a pesar de que soy idéntico a los hombres en apariencia, no logro evitar su terror al sentirme a su lado. Soy igual a ellos en todo pero aún así no logro pasar como un cordero más.
Mientras estaba fuera me pregunté la razón por la cual entre ellos y nosotros se abre la brecha que nos separa. La eternidad fue mi primera respuesta. Pero su significado permanecía aún indescifrable. No me fue suficiente.
Me he mirado al espejo y he tratado de encontrar en mi rostro el signo que nos diferencia. ¿Acaso mis ojos?, es fácil enmascararlos. ¿Mi piel?, cubrirla aún más sencillo. ¿Mis movimientos?, puedo aprender a imitar. ¿Mi voz?, puedo pasar años sin hablar. Nada da resultado. Fue durante aquellas noches cuando la respuesta me llegó al contemplar mi imagen grabada en un pedazo de papel. Entre los trazos negros y grises mi rostro reflejó aquello que los hombres tanto temen.
Lo que entendí fue que entre ellos y nosotros se levanta algo superior a nuestros anhelos. Los hombres se dan cuanta sin saberlo. Se aterran al contemplar en nuestra silueta que somos lo que siempre han deseado; que estamos por encima de toda regla creada; que las consecuencias no son más que un pretexto para no vivir. ¿Y a nosotros qué nos importa el vivir si estamos en una muerte sin fin?
Esa es la implicación de la inmortalidad: el rechazo a una superflua bondad. Fuera del orden de la naturaleza, ya sean ellos o nosotros, pero es el miedo a no soportar una vida donde cualquier deseo, cualquier capricho pueda ser cumplido sin el temor a su efecto en uno mismo o en otro semejante. Les somos el mayor de sus deseos. La libertad plena, maligna y culpable. Aquella libertad que les es imposible sufrir a causa del remordimiento, de la reversión, del dolor que la mortalidad trae consigo.
Y es que, ¿qué importa una vida si se tiene la eternidad para vivirla? Por eso cuando nos ven, cuando nos tienen cerca su cuerpo sucumbe ante la posibilidad de una realidad a la cual se han retraído. Una niña muerta, para un hombre su visión se cierra ante las imágenes de los padres lacrimosos, de que su propia hija sufra semejante tormento, padecer aquella muerte él mismo en su carne. Todo ello lo frena de cometer su deseo. Huir, evadir, transformar. Después de todo su tiempo es finito, su estancia en la tierra regida por normas, su supervivencia sostenida por otros hombres.
Sin embargo nosotros, seamos de cualquier casta, ese pensamiento carece de significado. Poseemos una eternidad a la cual nosotros podemos elegir su fin, y en algunos casos ni siquiera eso; las leyes humanas cómo podrían someter a aquellos que son más fuertes que quienes las crearon; y es verdad, necesitamos a los hombres, después de todos ellos son el alimento de cada noche.
Pero, ¿por qué nosotros también huimos de ellos? Dorvank, Egeria y los demás evitan incluso mirarlos si no es necesario. Los he visto comer con indiferencia o repulsión. Como si aquello que desgarran sus fauces fuera despreciable a pesar del placer que manifestaran al cazar y desmembrar a su presa.
Tal vez sea simétrica nuestra conducta. Ellos temen en nosotros el deseo cumplido, mientras que ellos para nosotros no son más que la carga de una existencia mediocre y triste. Una vida llena de terror por el fin de cada evento. La muerte es la línea que nos separa. Poder ver pasar los siglos deja seco el corazón. Amigos, familia, propiedades, historia todo ello deja de tener significado luego de ser testigos del eterno retorno de lo igual, tal como lo predicaba aquel profeta.
Recuerdo los primeros años en que llegué a casa. Miré deslumbrado la biblioteca en el sótano. Los muros se encontraban cubiertos de libros desde el techo hasta el suelo, incluso tirados varios tomos permanecían abiertos. Dorvank señaló que cuando terminara de leer aquellos volúmenes comprendería que mi fascinación no era más que un sentimiento cotidiano. Así fue.
Luego de todos estos años, y después de leer tantos de aquellos textos, dejé de admirarme por la novedad de la cotidianeidad. Como la de esta noche y de esa nube que ya se desvaneció. Como de las luces de la ciudad y su sonido. Todos los momentos nuevos e irrepetibles, embriagantes y excitantes, capaces de destrozar el racionalismo o el arte tanto del científico como del poeta. Puesto que es placer nuevo y siempre el mismo. Por eso fue que mi indiferencia se desquebrajó cuando vi mi rostro tal como creo es visto por los otros en ese dibujo que un hombre realizó para mi.
Al caminar por la ciudad me detuve a las afueras del gran teatro. Entre los arbustos y las fuentes encontré a un grupo de artistas. Paseé entre ellos y la gente que se arremolinaba para contemplarlos. Músicos prorrumpían en notas arrancadas de guitarras, violines y trompetas. Pero me interesó algo menos evanescente. Sentado en los escalones que llevan a la sala de cámara un hombre dibujaba las facciones de una joven rubia. Me acerqué al artista y vi la belleza de su obra. Creaba algo más que una copia del original, era la proyección de eso común a todos los humanos.
Despachó a la joven mujer y me senté en el taburete que antes ella ocupara. Me miró y sus ojos me cubrieron por completo.
–¿Quiere un dibujo señor?
–Me encantaría. –y añadí cuando pretendió comenzar– Pero preferiría que fuéramos a ese bar. Me molesta la cantidad de personas en la calle.
–No creo que pueda. –me respondió evadiendo mi mirada mientras fingía arreglar algo en una caja.– Aquí es mi lugar y… no trabajo en otro.
–Quizá te convenza con esto. –y le entregué una suma tal que consideré estaba por encima de lo que el ganaba en un mes de noche– Sin embargo, por lo que resta de la noche quiero ser tu único cliente.
Miró mi mano con los billetes, levantó su brazo para tomarlos mientras alzó su mirada y la cruzó con la mía. Percibí su duda, no le permití que la abrazara.
–Está decidido, –dije– ¿nos vamos?– y ambos nos encaminamos al establecimiento.
Dejó en el suelo el taburete y una caja con sus herramientas. Tomamos asiento enfrentados. Tomó su cuadernillo y un lápiz e intentó iniciar el esbozo. Lo detuve.
–¿Te encuentras cómodo aquí? ¿Necesitas algo?
–No, nada. Está oscuro nada más.
–Quizá me será favorable. –le respondí. Luego llamé al mesero y pedí un par de bebidas. Mi artista quiso negarse pero insistí. Prometí que todos los gastos de la noche serían a mi cuenta. No le permití iniciar hasta que fuimos servidos. Dos botellas de líquido amarillo intenso llegaron a nuestra mesa. El artista bebió un largo trago, yo brindé a su salud.
–Quiero que hagas lo mismo que hiciste con la mujer. –le dije.
–¿Qué cosa? –preguntó apretando con fuerza la botella de licor.
–Mostrarme tal cual soy. –le respondí sonriendo– Sin embellecerme o encubrir nada. Créeme, me conozco a la perfección y sabré cuando mientes. Quiero pues la mayor fidelidad en tu dibujo. –él sólo asintió y comenzó a trabajar en silencio. Pasaron algunos minutos y le pregunté ante la turbación que agitaba su pulso. –¿Necesitas que esté quieto?
–No es necesario, ya tengo la posé. –dijo tartamudo.
–De acuerdo. –expresé– Mesero, por favor, otra bebida para mi amigo.
Entre varias melodías y el devenir de las conversaciones en otras mesas, el tiempo pasó con su habitual lentitud que resulta desapercibida. Cuando lo vi cabecear consulté mi reloj. El amanecer se acercaba y tendría que retirarme.
–¿Has terminado?
–¿Eh? No, bueno si. –y me pasó el cuadernillo. Lo rechacé.
–No quiero verlo hasta que esté concluido. Pero el tiempo se nos terminó. Pagué por una noche así que pagaré por otra y cuantas sean necesarias para verlo concluido. –me miró y en sus ojos se mecía el cansancio y el desconcierto– ¿Qué te parece si esta noche nos vemos aquí mismo como a las diez? Solamente te pido no trabajes en el dibujo durante el día, no quiero que lo veas a la luz del sol. ¿Has entendido? Únicamente cuando esté yo aquí contigo esta noche podrás seguir con él, de lo contrario… Bueno, por ello he pagado tus servicios a buen precio.
Me levanté y el hombre me imitó. Intentó estrecharme la mano pero lo rechacé. Noté que le era imposible pronunciar palabra. Le recordé la hora de la cita y me fui.
Regresé al bar a la hora pactada. Me sentí satisfecho al ver a aquel hombre sentado en la misma mesa de la noche anterior. Me llegué a él y éste me recibió poniéndose de pie. Parecía nervioso. Y justa razón tenía para estarlo cuando me reveló su pequeña falta a nuestro convenio.
–No le cumplí con lo acordado. –me dijo cuando el mesero estuvo a nuestro lado sirviendo las bebidas solicitadas– Vi el dibujo por la tarde. No porque quisiera trabajar en él. No. Fue más bien porque no lo recordaba. Quería saber que había hecho y no me gustó lo que vi. Destruí el dibujo y espero que me permita iniciarlo nuevamente. Y créame, le prometo que para esta noche estará terminado.
Tomó de la mesa su bloque de hojas y el resto de su instrumental e inició su tarea. Me observó detenidamente. Escuché su pulso acelerarse conforme el tiempo pasaba y temí que cayera presa del terror. Exhaló pesadamente y dijo que me pusiera en la posición que me pareciera más cómoda. Así lo hice y comenzó a trabajar.
Advertí la frustración en su rostro luego de varios minutos. Entendí que le había cargado con una tarea más pesada de la que podría soportar. Me entristecí y quise aligerársela entablando conversación con él.
–Dime, ¿por qué te decidiste a venir?
–No sé. –respondió encogiéndose de hombros– Por la paga supongo. Pensé que me convenía más otra noche como la anterior. Y también no quería quedarme con un mal dibujo en mi cuaderno.
Me agradó su respuesta al punto de hacerme reír. Extraje un cigarrillo y comencé a fumarlo frente a él sin atender a ofrecerle alguno. Fue evidente el brillo en sus ojos. Tiró al suelo el pedazo de papel sobre el que trabajaba y recomenzó su labor. Trazaba alguna línea para luego levantar su mirada y memorizar mi figura. Olvidó por completo la botella que frente a él permanecía con la mitad de su contenido.
Minutos, quizá más de una hora transcurrió cuando empapado en sudor y agotado me tendió el cuaderno con mi imagen en él. Allí vi, por primera vez, mi rostro sin mortalidad a través de los ojos del mortal. Comprendí su turbación al tenerme cerca. Era yo, despectivo y arrogante, lanzando una nube de humo hacia el espectador. Era capaz de tenerme miedo.
–¿Qué le parece? –preguntó al tomar la botella de la mesa.
–Espectacular. –atiné a responder. Era lo mínimo que podía expresar ante la obra. Pareció complacido con mi comentario. Luego alargó la mano en solicitud del cuadernillo.
–Dígame, ¿cuál es su nombre?
–Gabrius –le respondí. Escribió mi nombre en la parte inferior de la página con una caligrafía decorada que entonó con la armonía del retrato. Por último firmó su obra en la esquina inferior y arrancó el papel para entregármelo.
Pagué sus servicios con una suma superior a la dada la noche anterior. Al tomar el dinero se encontraba complacido. Era tal su desenfado ante la situación que no resistí a preguntarle si yo aún le causaba miedo.
–No. –respondió– Ya no. Creo que me acostumbre a usted o no sé. Pero la verdad, ayer si que le tenía mucho miedo. No sé por qué, sólo sé que no quería quedarme sólo con usted. Y durante todo el día estuve pensando en eso y era absurdo. ¡Lo qué me pesó venir hoy! No quería en realidad. Pero tenía que venir, había quedado con usted a hacer su dibujo y no podía defraudarlo. Ahora ya no me incomoda verlo, no sé, supongo que después de todo usted es una persona más.
Guardamos silencio. Al terminar su bebida se despidió y se lo permití. Introdujo en una caja cuaderno, lápices y demás utensilios. Se levantó y lo vi marcharse. Por mi parte me quedé algunos momentos más en la mesa pensando en lo que me dijo. Luego me retiré a buscar mi alimento de aquella noche.
Tengo en mi habitación ese dibujo enmarcado sobre la pared. En cada despertar lo veo verme, lo que me produce algún tipo de satisfacción lastimosa. Muchos de la jauría lo han alabado e incluso, si no tuvieran asco a los hombres, habrían querido que les hiciera uno. Yo simplemente los dejo hablar.
Sobra decir que mi dibujante ya no asiste cada noche a retratar a persona alguna en aquel rincón del teatro. Y es que, después de todo, no puedo permitir que nadie me deje de tener miedo.

martes, agosto 26, 2008

Retorno, una retrospección

Una mole de concreto se extiende lentamente sobre el que fuera un hermoso valle. Los bosques que en antaño revestían la tierra quedaron reducidos a contados parques naturales más sufrientes de muerte que de vida. Los arroyuelos y ríos, unos desecados y otros entubados. La fauna está conformada de perros, gatos y ratas que se escabullen por cualquier espacio e infectan a los ya asqueados habitantes de la metrópoli.
Pero basta de estos reproches, he dicho cuanto desprecio a mi ciudad y al mismo tiempo cuanto le amo. Pues bien, estoy aquí sentado, a la luz de las farolas y de una hermosa luna que asoma por el horizonte, escribiendo en mi cuadernillo. Me gusta este lugar, los niños juegan aún en las canchas de mi derecha y esa pareja de enamorados no cesan de devorarse a besos. Es tan simpático todo esto.
Hoy decidí simplemente ver el mundo que me rodea. Hace un par de horas compré en una papelería cercana este bloque de hojas y un bolígrafo de baja calidad, para escribir no necesito de gran cosa. Me encantan estas noches calurosas de principio de primavera. De vez en vez una brisa fresca hace que cierre los ojos e inhale profundamente el olor de la ciudad. Y hoy me he sentado en esta banca de concreto, bajo un árbol, para relatar lo siguiente.
Hace dos noches caminaba, buscaba a ese alguien especial que podría saciar mi hambre. Me encontraba bastante lejos de la mancha urbana, quizás fuera una ranchería o una granja. Con franqueza diré que no recuerdo ni siquiera la dirección que tomé para llegar allí; pero si puedo decir que vi un cielo hermosamente estrellado, incluso estrellas fugaces jugaban en el firmamento. El olor a la tierra seca y a los arbustos casi muertos me embriagó. Sabía que me encontraba libre de la vida o de lo que fuera ella.
Dentro de mí, si quiero ser sincero, se encontraba el deseo de huir. Huir a dónde y de qué, eso no puedo explicarlo. Quizá de mi mismo o de los otros, de mis pensamientos o de las palabras de aquellos malditos que de noche en noche encuentro. No, solamente quería salir corriendo. Tenía hambre y esa sería mi excusa para incursionar lejos del hogar. Dorvank tan sólo agitó la mano cuando le mencioné que saldría, mientras Julius me amenazaba con la mirada, aquellos ojos que nunca dejan de ver con recelo.
Salí de la enorme casa, de ese edificio mal entonado con la simpleza de las casas construidas hace cuarenta años. Crucé el umbral de la puerta principal con rapidez, mi súbita aparición casi hace caer a dos hombres que entraban al bar del piso inferior. No creo que tuvieran tiempo para reflexionar sobre lo ocurrido, ni que se dieran por enterado de que les hizo tropezar esa noche.
Yo sólo veía hacia el frente, sin permitir que las luces y los olores de los citadinos me envolvieran como comúnmente lo hacen. No tenía intención de ser atrapado por sus deliciosos vicios. Corrí. Corrí con todas mis fuerzas y en pocos minutos me encontraba lejos de la ciudad. Me detuve sobre una colina y desde ella observé la incandescencia de la urbe. Ninguna sensación brotó en mí, fui indiferente a todo, incluso de mí propia indiferencia. Bajé la mirada y continué andando hacia la nada.
Silencio, el verdadero silencio aquel en el que habitan los ruidos de la naturaleza: coyotes, grillos, tecolotes, ratas, el viento, la luz de la luna y de las estrellas. Todos ellos en una sinfonía melancólica de color gris-azulada. Había perdido el deseo ya de comer, simplemente me encontraba satisfecho con la total soledad. Mas algo tan perfecto no tiene lugar en mi mundo, siempre una inconformidad aflora y desarmoniza lo que he conseguido.
Me tendí en la tierra. Una fina capa de polvo me cubrió al dejarme caer de espaldas. Había conseguido mi mayor deseo, estar solo. Cerré los ojos y me imaginé uniéndome a la naturaleza, ser de nuevo parte de lo bello y armónico. Caí en cuenta que hacía muchos años había dejado de soñar despierto, había olvidado que era la diversión; la simple alegría momentánea que vitaliza para seguir adelante. Pero sólo fue un recuerdo, un simple reflejo de lo que un día viví. Si, que viví en su tiempo.
Dejé que las imágenes se escabulleran por la oscuridad del interior de mis ojos. Alcé el oído con tal de escuchar las palabras que hace tanto fueron pronunciadas o el de las risas que emitíamos todos al celebrar cualquier cosa. Buenos tiempos aquellos. Tal recordar me permite rescatar aquellas respuestas que en su tiempo solucionaron mi existencia y que en el ahora pueden ser nuevamente útiles. Pero para alguien como yo ¿de qué le sirve ello siendo que soy un dios en la tierra?
Las imágenes y los sonidos se fueron haciendo cada vez más perceptibles hasta alcanzar tal intensidad que creí encontrarme nuevamente rodeado de aquellos que antaño compartimos tan buenos momentos. Me permití sonreír aún cuando esta visión me destrozaba en mis adentros. Me era suficiente la evocación de ese entonces y comenzaba a sentirme molesto por aquella muestra de la pasada realidad. Fue así que decidí abrir los ojos. Pero, en lugar del negro cielo estrellado esperado, mis ojos se llenaron con la luz de neón de un anuncio de cerveza.
Aquella imagen me desconcertó puesto que me encontraba rodeado de varias personas. Sabía que conocía a cada uno de ellos pero era incapaz de llamar a alguno por su nombre. Estaba pues sentado frente a una mesa de metal concurrida por otras siete personas. Hombres y mujeres bebían de tarros de cristal opaco. Reían, conversaban, cantaban, discutían. Era el lugar una completa vorágine de sonidos y luces. Me sentí mareado y confundido, incluso mis acompañantes se dieron cuenta de ello.
Era un bar con sus muros cubiertos de paneles de madera y de fotografías antiguas donde se retrataron escenas históricas y lugares inexistentes. Una nube de humo formaba una capa sobre las cabezas de los bebedores. A mi derecha el cantinero preparaba las bebidas para los clientes, sobre él una serie de copas boca abajo esperarían ser utilizadas y a sus espaldas las botellas a medio llenar de ron, whisky, ginebra y otros licores. El lugar me era acogedor según recuerdo, creo que le visitaba con regularidad ya fuera sólo o acompañado. Nos encontrábamos en la mesa de siempre, enclavada en una esquina, semiescondida del resto del lugar.
¿Sobre que versaba la conversación? Las tonterías de siempre, los problemas de siempre, los planes de siempre. El tipo a mi lado gritaba sin parar sobre las andanzas que ha vivido, los amoríos que en cada lugar visitado ha dejado y las vanaglorias de su trabajo. Ridículas palabras de una mente simple, sin miras a la razón. Más allá una joven de lindos ojos grises solamente asiente y ríe a cada palabra que al oído le susurraba otro caballero con sonrisa estudiada. Me era difícil sostener la mirada fija sobre ellos. Me abruman sus mentiras y deseos. Caricias, halagos, sonrisas todo ello me parece tan fuera de verdad.
Me sentía aturdido y no sólo por el hecho de encontrarme en un momento de mi vida anterior, sino por recordar cuanto aprecio y desprecio sentía hacia todo aquello. Giré mi cabeza y observé a dos hombres que, de manera casi sincronizada, bebían de su tarro el líquido amarillento y luego dan una pitada a su cigarrillo, para terminar su demostración con un estruendo de carcajadas. Divertido, si. Amistoso, si. Lo que yo quiero, aún no lo recuerdo. Sé que este no es mi tiempo, reconozco que esta persona no soy yo, pero lo fui y con ello identifico lo que era y lo que sentía. Experimento las mismas sensaciones e ideas que en aquella noche tuve. No soy pues la bestia que hace varios años fue creada; soy un vil mortal, un hombre que nunca entendió su humanidad.
Había una última pareja al extremo de la mesa. Ella, con el rostro afligido, ansiosa y molesta; él, perdido en la unión de los que comparten el mismo ideal. Posesión y deseo. Tienen ambos la mirada de los que necesitan con desesperación ser amados. El uno al otro se entregan como ideales en quienes se sustentan, sólo el miedo a dejarse ser ellos para sí mismos.
Ya lo recuerdo, es la monotonía. Una y otra vez este mismo ritual se llevaba acabo. Mismas palabras y actos. Y aún así ninguna certeza era de esperar. Nada podía esperar en realidad. Una promesa, la buena voluntad, la amistad ¿qué fue de todo ello cuando dejé de existir entre los mortales?
Este es un juicio muy severo, pero lo creo acertado e incluso lo creí en medio de la fantasía de aquel retorno a la vida humana. Era en un tiempo el ser hombre en la carne pero en los pensamientos, mi conciencia, gobernaba el demonio que soy ahora. En esta elucubración me encontraba cuando alguien me dirigió la palabra. Su aliento a alcohol y cigarro golpea mi rostro. En igual condición me encontraba en ese momento, pero sé que no eran mis aspiraciones incluso como mortal. Busqué dentro de mi espíritu las razones que me daban valor en ese entonces para seguir existiendo. Vi mis planes y proyectos, mi labor y mi entrega, todo por lo que y en lo que soñé. Perdí mi futuro pero me fue entregado el mundo.
La reunión continuaba. La palabra cambiaba de poseedor de forma caprichosa, incluso la tomé en algunas ocasiones midiendo mis comentarios. Llegué a sentir la imperiosa necesidad de revelar el quien era, lo que ocurrirá, lo que los destinos parecen guardar como inexorable regla para ellos y para mi. Me contuve y dejé que la melancolía asomara por mis ojos, y que mi voz enmudeciera poco a poco en una suplica para que esta visión imposible terminara. Me giré y fue entonces cuando le vi.
Bajo la litografía enmarcada de un afamado torero, resplandeciendo el cristal de la copa que llevaba hacia su boca, lo encontré antes de ser yo el encontrado. En una mesa individual se encontraba sentado, bebía con tranquilidad el líquido oscuro que nunca ordenó. Había depositado sobre el tablero, al lado del cenicero de grueso plástico negro, su sombrero atacado por los años. Entreabrió los ojos al degustar aquel dulce vino y sus pupilas brillaron al descubrir que lo había descubierto. Sentí miedo, sintió la carne del hombre que me recubre ese miedo hacia lo que no se sabe.
–… y fue así que se resolvió. ¿O no Gabb? –fue lo único que comprendí cuando uno de los hombres a mi lado se dirigió a mi.
–¿Qué? No sé. No recuerdo eso. –respondí aún aturdido por el testigo a mis espaldas.
–¿Cómo no? Y si no pregúntenle a… ¿A dónde fue?
–Seguro al baño. –dijo otra persona a la cual no pude identificar mientras reía del desconcierto de su amigo.
–Tengo que irme. Quizá mañana los vea. –dije poniéndome de pie. El efecto del licor se desvaneció con la imagen grabada en mi mente.
–¿Cómo? Si aún es temprano. ¿Acaso ya no nos aguantas? –reprochó uno o varios, de ellos no sé ya nada.
–Para un mañana ya no. –dejé varios billetes sobre la mesa y salí del establecimiento. No me detuve a saber si mis palabras habían provocado alguna reacción o si mi salida fue precipitada. De cualquier manera él ya no estaba en su mesa.
Me puse a correr. Me sentía en ese cuerpo tan inútil y falto de pericia que en varias ocasiones estuve a punto de caer. ¿Hacia donde me dirigía? Hacia el único lugar en el que creí que podía recuperar algo que en alguna noche futura tendría como maldición para mi alma y bendición para mi muerte.
Las calles eran oscuras, más de lo que recordaba. Las luces y las personas más discretas en la conformación de sus sombras. Los vehículos y la anchura de las calles eran largos ríos incapaces de ser sorteados por la velocidad y la dureza. Era la misma ciudad, los mismos callejones en los que cada noche yo transito en busca de mi victima, pero ya no era yo quien la recorría. Me sentí exhausto, con vértigo y peor aún sabedor de ser seguido sin poder notarlo.
Doblé la última esquina y frente a mi un edificio sin enganche en la arquitectura moderna de hace cuarenta años. La casona convertida en bar en la planta baja y en madriguera en sus profundidades. Era mi casa, será mi casa. Cruce el umbral de escandalosa puerta enrejada y su interior repleto de patéticos hombres que se creen sabedores del misterio de sus vidas. Golpee al entrar a un tipo que espetó una maldición. Aún así me dirigí, sin importarme siquiera el destino de mis actos, hacia el pasillo que lleva al interior, a los infiernos. Una voz grito intentando detenerme, sé de quien era y la razón de su advertencia, pero ella aún no sabe quien soy.
Las penumbras y la humedad me impregnaron, las respiré como la bienvenida del hijo pródigo. Las escaleras que bajan al sótano fueron una trampa para mi ceguera. Descendí intentando no caer en mi esfuerzo por retornar. Por fin alcancé el último resquicio de mi peregrinar. Abrí la puerta y frente a mí Dorvank gritó: ¡Aún no!
Desperté, regresé al momento en que los destellos amarillentos del sol rompen los cúmulos de las nubes matutinas. El rocío había empapado mis ropas y el cansancio de la noche quería llevarse tras de si el movimiento de mi cuerpo. Me incorporé y caminé a casa. La urbe entró en vitalidad y la contemplé bajo el imperio del sol. Planas y aburridas actividades de los hombres que vienen y van sin jamás terminar su camino o siquiera iniciarlo.
Cabizbajo recorría yo la última jornada en el camino a mi hogar cuando vi a uno de los que en aquella noche, hace tantos años, compartimos la misma mesa en un aquelarre de festín. Lo vi acompañado de una mujer y correteando a sus pies una niñita de rubios rizos. Al verle él me vio, tuvo miedo y no me reconoció. No tenía porque hacerlo, tal vez ni siquiera hubiera podido. Pero aquel encuentro me hizo reír. Convertirme en ello, en algo como él, en otro más dentro de la genealogía de la humanidad, sin otra aspiración que ser recordado por la mayor cantidad de personas y en la enajenante expectativa de la creación de aquel logro que me daría la inmortalidad.
Y me hizo reír por que debí entender que soy tan fantástico como los cuentos de hadas que ha de contarle ese hombre a su pequeña hija antes de irse a dormir. Que he superado a la creación al ser convertido en un ángel maldito por otros malditos. Ya no es necesario el circulante pensar en mí y en mi supervivencia, soy inmortal tanto en la tierra como en los infiernos. Los siglos humanos jamás podrán hacerme necesitarles. La carne siempre estará a mi disposición hasta el final del mundo. Así que antes de entrar a la casona colonial di los buenos días a una mujer de avanzados años que pasaba frente a la puerta de mi hogar. Su azoramiento fue en verdad simpático, tanto que le besé en la frente como muestra de agradecimiento.
Desde aquel día he preguntando a todos en la jauría si en verdad ocurrieron aquellos hechos que reviví en mi pasado. Todos me han dicho que no, que la primera vez que visité la casa fue aquella noche en que Dorvank me llevó a morir en desesperación. Sólo Egeria me dijo algo peculiar, mencionó que en ocasiones recuperamos parte de nuestras almas con lo cual nuestro corazón vuelve a latir. Me agradó esa idea. En cuanto hoy se puso el sol salí de mi casa anacrónica de muros rojizos y decidí describir aquel día.
Bajo la farola de luz blanca y las ramas perennes de este árbol, rodeado por los gritos y risas de los niños y por los murmullos al oído de los enamorados, recuerdo mi odio y no dejo de sentirlo. Pero ahora se mezcla con algo más, un deje de tristeza y pena por esos hombres. Una madre recién ha gritado a su niño para que regrese éste a casa. Probablemente un par de ellos nunca vuelvan a jugar después de esta noche. Quizá no sea yo un arcángel pero soy tan mítico como ellos. Por lo pronto ya es hora de comer.

jueves, julio 17, 2008

Tiempos de Paz - Femineidad

De las pocas cualidades que permiten a una mujer adentrarse a los mundos que los hombres acostumbran, es la noche una de ellas. Baja de su departamento, en el quinto piso, hacia la bahía que se extiende a lo largo de un mar negro, casi muerto desde el final de la guerra. Los escalones de piedra y concreto emiten sonoros cantos al choque de los tacones en los zapatos negros y severos que la mujer utiliza.
Un fantasma escondido dentro de un cuerpo vestido de traje azul, con el cual sale aún arreglando el cuello de la camisa. Silueta bronceada que intenta engañar a los testigos de su paso. El viento marítimo sopla tratando de desgajar la piel falsa con la cual se ha revestido Ivanna. Es ella quien decide esconderse para jugar con los arcanos prohibidos.
Firme, recta, dura, cualidades de una virilidad estereotipada. Cuerpo formado para un bello mozuelo, andar exótico para una voluptuosa mentira. Delgado, con recia faz de marcadas líneas y ligera sonrisa que labios pequeños y fríos crean. Lociones constituyen el espacio etéreo en el que se mueve la dama. Es que sin saberlo, o siquiera intentarlo, ella es capaz de generar una ilusión a su alrededor. Mas dentro de él, el disfraz evidenciado, palpita el signo de la feminidad. El alma candente de quien espera encontrar aquello olvidado. Sale pues, al exterior nocturno y las luces de las farolas juegan con las sombras llenando por completo la magia.
Sobre su rostro, unas lentes de marco grueso esconden la enigmática profundidad de una mirada fascinante. Su cabello largo cae y gira revolviéndose imposible de contener, enmarañado y terco como el de un hombre brusco. Ella camina como si fuera un él. Olores que las olas emiten penetran hasta su pecho y son exhalados con todo el miedo que ésta noche pueda traer consigo. Camina y nadie nota su singular presencia.
Por las calles empedradas de la ciudad marítima los automotores rompen la penumbra con la luz despedida de sus faros. Su marcha fatigosa es parte del calor que las mareas traen consigo. Y es que la Luna, ya eclipsada por su propia sombra, se empieza a elevar por la línea del horizonte. Los camellones rebosantes de tropical vegetación susurran con las brisas que de cualquier parte previenen. Ya no hay fauna que cante en una selva artificial, la humanidad danzante por las callejuelas y malecones son quienes vitalizan eternamente a una ciudad estéril.
Ivanna Liev recorre las calles, es un hombre encubierto. Imposible reconocer quien es quien dentro de la frondosa actividad. Y aún cuando lo supieran, sería innecesaria cualquier reprimenda o acusación, todo es normal a los ojos de los hombres y mujeres, jóvenes y adultos nacidos después de la guerra. Todo evolucionó al retorno de los principios.
Un misterio por años estructurado en la mente de su dueña y es éste el que le acompaña entre las calles y avenidas de una exótica ciudad de vivos colores. Relumbran en el día las fachadas de los edificios al ser bañados por el sol; gama de arcoíris silente dentro de un espacio dominado. Por las noches, los fulgores artificiales congelan las miradas atrayéndolas como insectos. Trampas seductoras sin otro peligro más que el de la pérdida de la identidad.
Es por ello que decidió vivir aquí hace cinco años. Cuando Isbelt le resultó una urbe hueca y una triste isla, cuando sus habitantes dejaron de actuar y se propusieron labores para sobrevivir. Pero tal vez lo que le hizo salir de entre su gente fue que su hermano le echó de casa con una maleta rota y un poco de dinero. Sin derramar una lágrima escapó de tan desventurado destino y ahora reina en los juegos de la espontaneidad. Sabe subsistir sin dejarse matar lentamente y teniendo el placer del obnubilado amor que desencadena en cada hombre que conquista.
Ésta noche camina por la acera hasta acercarse a la casona de fachada amarilla y rejas en las ventanas. Espacio público donde comensales y aventureros pasan las veladas esperando el regreso del sol al amanecer. Ivanna apenas toca con sus dedos la rugosa pared exterior del establecimiento mientras recorre este último tramo. Pasa delante de dos altas y angostas ventanas enmarcadas con motivos florales en cantera; arrebolado detalle sincrónico de aquel tiempo en que Valarta fuera la bella joya del mar. Se llega entonces a la puerta de metal, verjas de gruesos hilos metálicos, abierta para recibir a los visitantes. En un leve instante tiene la precaución de no entrar, seguir su camino hacia las orillas de la ciudad donde está aquel antro callado por las órdenes morales de la municipalidad. Pero no permite que la acción se ejecute y mantiene el paso hasta terminar de cruzar el estrecho pasillo que conduce al patio central de la casa. Viola las disposiciones que niegan el ingreso a la mujer, pero ella no lo es hoy, ella es el espíritu de un hombre que dejó su vida por la fe en una esperanza antigua.
Mira con atención, de pie junto a la base de una columna doble, son una serie de ellas las que configuran el gran cuadrado que se forma por la arquería constructora de pasillos al alrededor del patio, y contempla la algarabía de un bar concurrido de clientes. Ya la noche se encuentra muy adentro y la vitalidad renace en el intento de olvidar los pesares del día.
Las mesas al centro del lugar se hayan todas ocupadas y las habitaciones, cuyas puertas miran hacia los pasillos interiores, despiden las fragancias características de los entes nocturnos. Cruza pues, decidida, el amplio cuadrado de lozas rojas. Sortea a toda clase de hombres: atractivos y horrendos, viciosos y virtuosos, desconocidos y conocidos, todos ellos los que conversan, que beben y ríen. También a meseros en su carrera por servir y cobrar, y a los humos del tabaco y a la música proveniente de los altavoces en el techo. No es una casa, es una cueva donde tal vez encuentre la respuesta al enigma que tanto le inquieta.
Luego de danzar con todos, en su caminar hasta la barra empotrada en el muro que enfrenta a la puerta principal, alcanza su objetivo. En exterior, bajo un cielo que no deja presenciar las estrellas y bordeado por palmeras y otras plantas verdes, toma asiento en un banco alto al lado izquierdo de una pareja de caballeros que conversan en silencio. Indica con la mano que le sea atendida su solicitud y con una mueca se reconoce lo que pide. El hombre con chaleco negro y corbatín rojo deposita frente a ella un pequeño vaso de cristal en el cual se vierte un licor azul afamado a nivel mundial. Ella lo bebe y pide que sea llenado de nuevo, se ha adaptado al entorno en que se encuentra, eludió la última prueba de su masculinidad.
Se gira en su asiento y observa lo que sus ojos contemplaron al entrar. Una multitud de hombres que entran y salen de habitaciones. En la puerta de acceso la conmoción por ingresar se inició, no hay espacio para alguien más. Pero estas características no le interesan a ella. Su disfraz no trae consigo el conocimiento anhelado. Su mente está lejos de lo que realmente son las personas que le rodean. La atmosfera enviciada se ha tragado a la concurrencia y también a ella.
Vuelve a girarse y mira en el espejo, que se levanta tras las botellas exhibidas detrás de la barra, su propio rostro desconocido.
–¿Qué hago aquí? –se pregunta al tiempo que ingiere el resto del licor que aún contiene su pequeño vaso. Baja la mirada y siente miedo. Algo le molesta pero no sabe que es. Le duele el pecho, le duele la cabeza, le duele el rostro que le observó en el reflejo. Está apunto de levantarse cuando escucha un fragmento de la conversación que tienen los hombres a su lado.
–Es que lo único malo de ti, Bastián, es que eres un hombre de bien. –dice uno de ellos al momento que coge el tarro de cerveza que tiene delante para beberlo por completo.
–¿Y a qué viene eso? –pregunta el otro, más viejo que aquel, con un tono de molestia puesto que se pone a mirar su propio vaso intentando escapar al diálogo.
–Pues que, simplemente eso me pareces. Al fin y al cabo todo esto fue tu idea.
Reconoce el nombre del anciano. Mira a través del espejo el rostro taciturno del hombre que una vez conoció por las charlas de Veronice. Sólo podía ser él, el viejo complaciente de sonrisa franca. En una fotografía, diez años más joven, retrata los mismos ojos amarillos tras pequeños anteojos de moltura plateada, la barba que encanecía y cubría la mitad del rostro del sujeto, además el cabello alborotado intentando ser jovial, y en aquella imagen lo conseguía.
Percibe su propia sorpresa al encontrarlo allí, a su lado. Casi tocó su mano cuando recibió del cantinero el vaso con su licor.
Se gira para apreciarlo mejor. Es el enorme hombre que se imaginó años atrás, pero se le presenta triste y preocupado. Él no hace gesto por verla, está perdido en un mundo de ensoñación e ideas. Contempla Ivanna el perfil rectamente cortado, su pecho se conmociona cada vez que él cierra los ojos. Le parece que le miraba desde hace mucho tiempo.
Sigue repasando la silueta de su hombre. La espalda encorvada por la pesadez de sus pensamientos más que del quebranto de su fortaleza. Luego camina por el sendero de los brazos, fuertes y rígidos, hasta desembocar en las manos cuyos dedos aprietan con energía el vaso cristal aún lleno. En la muñeca izquierda encuentra la señal que despeja las dudas sobre la identidad del viejo. Un reloj cuya tapa lleva escritas las iníciales de su nombre: S. N. Él es Sebastián Nix.
A sus pies, depositada en el suelo, una maleta cilíndrica de color verde. Asociando ideas, creando especulaciones y sintiendo un renovado miedo, comprende que la situación de los nómadas cambió irremediablemente. Veronice le comunicó hacía una semana que saldría de viaje rumbo a Faustia acompañada de aquel hombre y otros sujetos. Pero si él se encuentra allí significa que Vero también. Ambas se necesitan en este instante.
Sin llamar al cantinero deposita en la barra del bar un par de billetes de descolorido color verde, se levanta haciendo fluctuar el banco de madera y se dirige apresuradamente a la salida. Con grácil manejo de su cuerpo flota entre los vapores y voces de los comensales. Una gacela delicada que olvida su aparente situación. Un hombre afeminado es el que sale golpeando a dos clientes en la puerta.
Arthur, el hombre junto a Sebastián, sonríe al ver el escape de tan singular personaje.
–¿Viste al tipo que estaba sentado a tu lado? –pregunta tratando de sacar a su compañero del letargo en el que se consume.
–No, ¿lo conoces? –interroga sin el ánimo de conocer respuesta.
–Yo no conozco a los de su condición. –y dicho esto pide se le sirva de nuevo.
Ivanna Liev siente el soplo de una brisa fresca que le estremece. Tiene a su vista, en la lejanía, los dos faros en los extremos de la bahía. Brillantes destellos que separan de sí los zeppelines que arriban a la costa. Y al alcance de su mano, los buques que el ejército de Bliev ha anclado y que por su propia determinación señaló que las playas de la ciudad sean sus astilleros.
Desorientada trata de imaginar que rumbo tomar para encontrar a Veronice. Se arrepiente de no haber hablado con aquel hombre, pero es tarde para regresar. Junta sus manos, cierra los dedos, en actitud de suplica, y las coloca sobre su frente. Entre todas las imágenes de su memoria alguna le llevará a su destino.
Se le abren los ojos.
Una de las hermosas playas de Isbelt, bajo el cielo del estío, y dos niñas corren alcanzándose una a otra. Ligeros vestidos blancos ondean en su carrera. El sombrero de una escapa atrapado por el viento, de arriba abajo fluye en errático movimiento. Ríen en su intento desaforado por alcanzar tan curioso objeto de cintas azules, el color favorito de Ivanna. No existirá tristeza si se pierde, pero si cuando el día termine y los adultos llamen de regreso al hogar.
Le atrapan cuando queda enredado en una zarza que crece entre unos peñascos a la orilla del mar. Veronice lo toma con ambas manos y lo entrega a su amiga. Ella se lo coloca y amarra con una cinta para que no vuelva a escapar. Vero renueva entonces su carrera en dirección a las olas deteniéndose en la línea donde el océano desaparece en la tierra. No le gusta sentir las aguas vivas golpeando su cuerpo prefiere la caricia de la arena cuando entierra sus pies desnudos en ella. Ivanna llega hasta donde la otra pequeña y deseosa por entrar al mar desata las zapatillas que calza. Mas observa la quietud de Veronice y toma su lugar al lado derecho de ella. La abraza por los hombros y permite que la niña deposite su cabeza en uno de los suyos.
Ambas dejan que sus pies se fundan con el calor de la arena. El horizonte solamente tiene unas cuantas nubes.
Ivanna toma camino hacia la zona norte de la ciudad, lugar donde aún quedan playas para el esparcimiento de las personas. Su marcha es rápida y violenta, las personas que frente a ella se le acercan esquivan el trote del hombre de traje azul. De un paso veloz a una carrera descarnada termina por alcanzar las verjas que dividen los espacios militares y aduanales de los públicos. Allí, sin avanzar mucho, encuentra la sombra delineada de una mujer.
Hermoso cuerpo de brazos cruzados que mira el mar y las regiones lejanas de la bahía, donde puntitos de luz se dispersan entre la negrura de la noche. El viento fresco nocturno mece el cabello azabache de la joven mujer. Ivanna se acerca a Veronice, con calma se llega hasta donde la mujer se encuentra. Deja que sus zapatos cuadrados se hundan en la arena. Se quita el saco dejándolo caer libre y se desabotona la camisa a la altura del pecho. La mujer florece entre el fantasma del hombre.
Luego le rodea con el brazo la cintura y descansa la cabeza en su hombro. Veronice sólo acondiciona su cuerpo al intruso que se le ha unido en su expectación, le abraza tomándola del hombro y termina apoyando su cabeza sobre la de su acompañante. Entrelazan las manos que quedaron libres esperando cada una que su soledad pase.
Ivanna comprende el dolor que ahora le aqueja a su amiga. La muerte del padre días después de su maravilloso día en la playa de Isbelt, la madre trabajadora en los campos y su hermano sin dignidad sometido a vejaciones. La guerra que trajo tanta hipócrita paz, ya van trece años de esa paz.
–Una ladrona… una suripanta… –aflora un balbuceo, escucha la condena que Veronice se ha impuesto, sin embargo la ignora. Ambas guardan nuevamente silencio.
–Y yo, hui de mi casa y mi pueblo. La dejé sola. –piensa para sí Ivanna. Y el miedo se convierte en culpa. Siente como el llanto de Veronice moja sus cabellos, no importa. Es un lamento doble mientras ambas miran la mar.
El amanecer ilumina con tonos naranjas y amarillos. El canto de las aves acuáticas despierta a las mujeres que quedaron prendadas en el sueño. Ambas se levantan y toman sus respectivas cosas: Veronice su mochila e Ivanna el saco de su traje. Salen de la playa y caminan rumbo a la plaza principal de la ciudad.
–¿Cómo supiste que estaba aquí? –inquiere Veronice a su compañera.
–Reconocí a Sebastián en un bar. –responde.
–De seguro en el que no nos dejaron entrar. –señala mirando de reojo la vestimenta de Ivanna. Le extraña pero no hablará sobre ello.
–Me preocupe y decidí salir a buscarte. Fue fácil.
–Muy intuitiva –sonríen ante el comentario.
En sus rostros la fatiga se aprecia. Están exhaustas de estar una al lado de la otra.
–¿No preguntarás por qué estoy vestida así? –se reinicia la conversación.
–Tus razones tendrás.
–Y si que las tengo. –dice Ivanna mientras toma con las manos su cabello e intenta controlarlo– ¿Nunca te has preguntado la razón de la belleza del hombre? ¿Cuál es su misterio para hacernos destrozar la vida por uno de ellos?
–Hasta ayer no. –evocando aquella imagen manifestada en el cristal del zeppelín la tarde del día anterior.
–Quizá haciendo esto llegue a saber por qué deje de amarlos.
–Sigues igual de loca como siempre mujer. –dice Veronice besándole luego la mejilla.
Al fin alcanzan, cuando el reloj de la iglesia marca las seis de la mañana, la plaza principal de la ciudad. El cielo se colorea de azul brotando su matiz desde el fondo de las montañas. Encuentran a Sebastián conversando con Arthur, mientras que la mirada de Ivanna se centra en un grupo de tres hombres bajo el árbol de grandes hojas. El varón de apariencia bestial, que es palmeado en la espalda por otro tipo de similar talla, enmarca una nueva intriga en sus ideologías.
Arthur McNaullian toma conciencia de las recién llegadas y reconoce en una de ellas al joven que en la noche le resultó divertido. Aquel hombre es esta soberbia mujer que acompaña a Veronice. Gallarda y altiva, le parece imponente en la altura que presenta. No sabe de que de lado inclinarse. Sólo atina a decir:
–Lo que nos faltaba Bastián. Aparte de Sfrener y la bruja esa, otra cosa rara en el grupo.
Sebastián voltea la cabeza reconociendo en una mirada las intenciones de la joven.
–No sólo las mujeres son un enigma, –le responde a Arthur– también nosotros lo somos para ellas.
–¿Pero…? –una estocada y deja sin sentido la oración.
–Mira más allá de tus deseos Arth. –dicho esto se orienta a recibir a la nueva tripulante.
Wolph aparece silente al lado del hombre desorientado quien se sorprende al ser descubierta su turbación. Se ruboriza y enoja consigo mismo. Tratando de manifestar control dice en tono molesto:
–Con que llegaste muchacho. Pues vamos. –Y ambos se unen a la reunión del sequito.
Terminó la noche para dar inicio a un día aún peor.

lunes, junio 16, 2008

Lecciones sobre la muerte

Forma número cuarto

Es casi de noche, la oscuridad se rehúsa a emerger desde el horizonte contrario a la puesta del sol. Los tonos violetas y de profundos azules apenas tienen su silueta en la bóveda del cosmos. A lo largo de las filas indecorosas de los árboles, trinos de pájaros chocan entre si provocando un estruendo de sonidos impertinentes. Penumbras se conjugan entre las copas de la arboleda y las cuadradas fachadas de los edificios alrededor el parque.
Entre las moles de ladrillo y madera, donde las construcciones de pasado, blanco de un lado y rojizo del otro, crean un espacio de movimiento para los jóvenes que corean entre gritos y susurros la vendimia que acaban de realizar. Es la ciudad de luces artificiales difuminadas por los resplandores del crepúsculo eterno, la de trepidaciones a lo largo de las calles maltrechas que mantienen en el vilo de la inconsciencia a quienes sobre ellas se atreven a seguir un camino de rápida marcha o inmovilidad serena.
Y mientras todo esto se presenta, la noche no se da término para extenderse sobre el cielo de esta ciudad. Es como si esperara que un evento ocurriera para dejarse llevar por las sendas de los vientos superiores. Azules, rojizos y morados alzan los brazos a lo largo de la bóveda aún sometida a los embates del fragor solar. No pueden caer, por arcano misterio, las tinieblas en la ciudad ni sobre sus habitantes. Es durante esos momentos de eterna penumbra inconclusa cuando los dos hombres se mantienen de pie, uno junto al otro luego del encuentro sin planes pero deseado, mientras conversan en medio de la multitud ignorante.
El espacio es el mismo de días anteriores, donde los ciclos de la vitalidad se repiten innumerables veces. A la izquierda el rectángulo de la fachada blancuzca, manchada por la inmundicia proveniente de la humanidad alrededor, donde ventanales de altos vuelos y arcos de cantera encierran las luces de las lámparas que sobre los techos de las amplias o estrechas habitaciones mantienen dentro a los jóvenes de pensamientos frágiles. Todo ellos atravesando las puertas de madera apolillada y desquebrajada cuyas capas de pintura encubren los tiempos en que fueron instaladas para guardar a los habitantes de sus muros. Ellos vienen y van, retornando sobre las historias creadas en el principio de sus propias existencias, negadas en silencio y manifiestas en la mentira de su propia aspiración. Son una pequeña multitud.
Cruzan la calle donde el tráfico vehicular se acrecienta durante las horas en que el sol se niega a retornar más allá de los límites de la mitad del mundo. Estacionamiento en la amplitud de la calle, el semáforo no cambia de tonalidad hasta que el anterior no indica señal contraria. Y es que el movimiento humano puede contemplarse entre las esquivas anécdotas de quienes bajo la capa vegetal de los árboles dominan con sus charlas y actos la constante vitalidad del tiempo. En la acera, al lado de la jardinera de alto muro y del armatoste de metal amarillo donde un hombre vende revistas y periódicos, una pareja se mantiene abrazada. Más allá, sentados sobre la barda, un grupo de personas conversan riendo y actuando sus propias palabras. Arriba de una banca de concreto una joven de blusa verde sostiene en sus piernas la cabeza de un hombre que descansa con los ojos cerrados mientras ella juega con los cabellos alborotados de su acompañante. Un tipo empuja a otro mientras expone su idea, una danza preestablecida a la cual se han adecuado en la rutina. Dos mujeres, de parcos colores su indumentaria que cubren sus delgados cuerpos, se alejan tomadas de la mano, mientras que un joven de gafas las observa caminar y perderse al doblar una esquina. Y, entre ellos, demás sujetos e individuos que se olvidan fácilmente su presencia.
Hechos repetidos mientras en el centro del espacio, donde la explanada sólo es frenada por la efigie de un hombre aún desconocido por sus testigos, muchachos juegan balompié imaginando que en ello se les va la vida. Patea uno, recibe otro mientras que aquel grita destrozado por las implicaciones que dentro de su mente podría tener el juego. Camisetas y playeras ligeras, pantalones de mezclilla, uniformes en el momento en que la historia fue escrita. Es la igualdad del todo, repetición desconocida por la nulidad de ésta misma premisa. El balón sale disparado, esquivando el laberinto de los transeúntes y golpea al final el dorso de un autobús. Revota cayendo a los pies de un muchacho de vestimenta deportiva azul y gris. Acepta y patea la esfera hacia aquellos que la solicitan. Terminada la distracción continúa contemplando la distancia de la calle esperando el arribo de algo. Por detrás un joven de cabello largo y de negra profundidad se le acerca. Gracilidad en un caminar que se transforma en lento meneo del viento. Actor etéreo dentro de una pintura quien sin fundamento acerca su mano al hombro de la figura principal.
Del otro lado, donde los segundos jardines de pálida tierra, donde la fecundidad de su obra sólo es evidente en los escuálidos árboles que bordean el parque, allí sentados observan el partido ejecutado por los hombres sobre las baldosas de piedra que cubren la explanada. Ellos son lo que el otro es, una identidad creada a partir de las interacciones constantes entre unos y otros. Confianza real podría ser admitida mas su afirmación permanecerá en la duda del futuro. A sus espaldas el edificio que controla la panorámica. De rojos ladrillos su fachada, dureza representa las altas ventanas de cuadrada forma donde negras piedras enmarcan el cuadro del interior de las habitaciones. Luces penden de los techos y rompen sus fragores al cruzar las rejas custodias del edificio. Solemnidad y fuerza, da miedo posar la mirada en tan fría construcción; enajenada a la dinámica de la ciudad tímida que se vuelca sobre sí misma. Hombres vestidos de un verde desgraciado mantienen sus rondas alrededor de su eminente hogar.
Y el sol no brilla ni las tinieblas palidecen. Un momento del crepúsculo donde la línea del día y la noche mantienen en expectativa al caminante citadino. Es instante de angustia y soledad cuanto en plata se tiñen las escasas nubes del estío. La idea de escapar no asoma por el rostro del joven de titubeante mirada. Cansada visión que esconde el mundo, un silencio que se empeña en ser descubierto mas no revelado. En las profundidades de una mente surgen los actos, y es que él esta allí de pie. Alto y solemne, esperando, meditando, contagiándose de sí mismo.
Con la cabeza alzada, sometiendo la dureza de su cuello y hombros, presencia del hombre de la ilusión. Con los brazos cruzados al frente y las piernas abiertas mantiene el control sobre las eventualidades de la realidad. Superado y superior se le observa desde su espalda erguida cargada de la mochila negra con detalles azules en los cierres y aberturas de las bolsas. Es esto lo que ve el hombre de cabello largo al momento de acercarse a su amigo, punzada en el pecho lacera la fantasía de la existencia del otro.
–¿Ya te vas? –pregunta cuando su mano toca el hombro derecho de David. El golpe de sus pasos fue evidente desde el inicio de su marcha, pesada candencia que no engañaba al sorprendido.
–Si, ya es tarde. –responde con los ojos fijos a su amigo. Las gafas redondas y oscuras mantienen alejada, como mascara, los anhelos interiores de aquel que ha preguntado. Diferencia hacia lo igual.
–Íbamos a ir a casa de Claudia ¿no vienes? –la invitación se dirige en un sentido de suplica. Lo deseado le es más goloso cuando lo tiene enfrente. No desea al sujeto que desvía la cabeza de vez en vez intentando que su acción dé la llegada al autobús. Desea aquella imagen desconocida, aquello que él mismo no sabe que desea siquiera. Obsesión impensable de un máximo ideal.
–¿Y eso para qué o qué? –pregunta David inquietándose por la posibilidad de perder el autobús. Conoce el juego pero no las reglas. Sabe como se desarrolla la dinámica de las personas, ha estado allí y comprende su facilidad, su impericia y su tristeza. No la rechaza, pero ha quedado sometido a otras premisas en las cuales se ha dejado caer. Sabe lo que sabe, cree en lo que cree y hace eso mismo. La sabiduría da lugar a la congruencia de sí-misma en el sí-mismo de quien la posee.
–Nomás a pasar el rato, a pistear y a ver que se arma luego. –responde sonriendo con una limpia hilera de dientes que arquean su boca en forma de media luna. Su rostro se ilumina, a pesar de la negrura de los cristales frente a sus ojos, con la posibilidad de que su amigo asista con él. Esperanza a la cual jamás admitirá su certeza.
–No, mejor no. Ya es tarde y tengo cosas que hacer en la casa. Otro día mejor. –la mirada responde a la sonrisa.
–Está bien. Mañana nos vemos. –le dice mientras se aleja hasta reunirse con la camada de amigos y amigas que le esperan sentados bajo los arboles. Se reúne con ellos y toma asiento al lado de una joven de blusa corta color rosa. Él la abraza y comienzan a charlar. Olvida al momento, recuerda en el ensueño.
–Si, hasta mañana. –espeta David sin el animo de ser escuchado, sólo observa como su amigo se aleja corriendo. La holgada camisa desabotonada se bandea con el movimiento mientras sus pies calzados con zapatillas deportivas rechinan levemente, tanto que no se escuchan.
El autobús no aparece aún y desesperado decide alejarse del pequeño mundo de interacciones en el cual se haya inmerso. Toma camino contra el flujo vehicular. En línea recta camina acercándose con ello al grupo donde se encuentra su amigo aunque se mantiene a distancia de ellos y sin voltear continúa su andanza hasta alcanzar la siguiente esquina. Atraviesa la cuadra del edificio de ladrillos rojos, por un costado y bajo los ventanales de las habitaciones de su interior. De frente, hacia él, se acerca una mujer de baja estatura y de prominente complexión cargada de un par de bolsas plásticas en cada mano. Luego un hombre de gorra acompañado del brazo por una mujer. Una señora con su hijo. Una anciana de blanca piel caminando lentamente ayudada por un bastón. Un par de adolescentes con uniforme escolar, desgarbados lanzan chistes y ríen de sus ocurrencias. De una acera a otra pasan un par de señoras de largas faldas. Luego viene un señor de camisa campirana y rostro constreñido. A su lado pasa un automóvil gris conducido por un muchacho con gafas oscuras, al verlo le pareció que posaba con su brazo extendido sobre el volante.
Finalmente llega a una nueva intersección de las callejuelas de la ciudad, dobla a la izquierda y avanza bajo la negra cantera de la iglesia colonial. Muerte de la piedra y antigüedad de la historia ignora a su paso cuando cruza frente a la puerta de acceso al recinto. Contornos de la puerta arrebolados que ya no se comprenden sus motivos. Pilares y ventanas, destellos florales en pétrea forma, carcomidos y destruidos. Intento de rescate, esperanza de recobrar lo que nadie recuerda. A los pies de la puerta una mujer sin edad vende pequeñas imágenes religiosas, rosarios y cruces que pocos hacen caso a tales artículos. David la mira y su silueta quedará grabada en su memoria por siempre.
La roca proveniente de la arquitectónica cornisa de la torre se desprende, cede a las inclemencias de la población y de la vida. Durante años, sostenida por la gracia de una fortuna voluble, se mantuvo exime a cualquier eventualidad; pero esos tiempo acabaron y fue en un instante en que la noche se extendió sobre la faz del cielo. Como rayo, escapando a cualquier interferencia, cae golpeando la cabeza de David dejándole con el cráneo destrozado. Un accidente que pocas veces puede ser apreciado es atrayente de la mirada de los curiosos que pasan por el lugar en ese instante. Queda el joven tirado en el suelo mientras la mujer reacciona con un grito ante la sangre que brotaba de la cabeza del hombre. En otras cuadras y calles el movimiento continúa su marcha común.
Esta era la gran ironía, a pesar de esfuerzos y oraciones David murió. Sin miedo al enfrentarse y esquivando la normalidad escapó más allá de todo siendo el hombre congruente, el del temple envidiado.

martes, junio 03, 2008

Lecciones sobre la muerte

Forma número tres

–Quiero contarte una historia. –le dice el narrador a su amigo mientras toman asiento a la mesa en la cafetería ubicada en la intersección de la avenida y la calle. Ese café que combina los olores de una publicidad acosta de su pasado y la contaminación proveniente de los autobuses que circulan por la calle.
–¿Otra vez? –pronuncia la pregunta con una inflexión de ironía y molestia, mientras toma con la mano derecha la carta con los productos preparados que el establecimiento ofrece a sus comensales. Realiza esta acción mientras continúa su diálogo –Ya me tienes harto con tus cuentos y leyendas. Siempre son lo mismo; los mismos personajes, la misma trama, las mismas palabras. ¿Qué no tienes algo mejor que hacer que eso?
–Yo sólo deseaba contarte una historia. Eso era todo. –espeta con esa voz que brota cuando se siente lastimado ante un señalamiento negativo hacia su persona.
–Lo sé –dice en un intento de hipócrita modestia con tal de remediar la situación– y te agradezco que confíes en mi para esto, pero… creo me estoy cansando.
–Lamento escucharlo –resignado responde–. No te molestaré más.
–No, espera. –un deje de angustia recorre su mirada al abandonar ésta los caracteres impresos y posarla sobre su acompañante– Ha sido un día difícil. Ya vez lo que pasó en la mañana y todo lo demás. Fui muy grosero contigo.
–Está bien, de todos modos no es nada importante, –sonríe en una mueca– sólo era algo que se me ocurrió.
–Entonces cuéntamela, por favor. –pide con un rostro de curiosidad increíble mientras la joven de blusa blanca y delantal negro se acerca a la mesa con su pequeña libreta en las manos.
–No. –responde el narrador con brío. La falsedad de declaraciones se evidencia ante los cambios que la persona puede representar a lo largo de la vida. Reconocer los comportamientos había sido para él un problema de infranqueable altura pero jamás perdió la certeza de la existencia de las verdades ocultas tras las mascaras de quienes frente a él se manifestaban. Eso no era una cualidad, ni siquiera estaba seguro de poseer tal sagacidad. Tal vez pueda ser evidenciado en la sonrisa de la mesera quien trata de aparentar agradecimiento por ser servidora. Dura el silencio tanto como el necesario para preparar un capuchino frío y un chocolate caliente.
–Ya, no te molestes. –responde mientras el humo exhalado por la boca del comensal a su derecha se evapora en una blanquecina mancha volátil hasta impregnar las paredes de su nariz. Aspira los olores que mezclados forjan el recuerdo de la primera vez en que se sentó en aquellas sillas de madera es color intenso. Cuando posó sus codos sobre el blanco mantel que cubre la mesa sobre la que le sirvieron el expresso solicitado en esa pequeña taza sobre un pequeño plato. Era un recuerdo grácil que le atormentaba en cada ocasión en que decidía entrar de nuevo a beber algo caliente.
–Escúchame, sólo hazlo en esta ocasión. –pareciera que intenta controlar una emoción. Podía ocurrir que en un momento, bajo las circunstancias menos previsibles, el narrador explotara en un éxtasis de genialidad incapaz de ser contenido, ni siquiera las palabras pronunciadas podrían establecer los lineamientos lógicos para su manifestación plena. –Es sólo que no puedo decirte nada. Ya ha ocurrido que mi voz se pierde antes de llegar a ti, y es que sólo te pido escuches esto. Me harté de ver en ti la indiferencia ante lo que realizo. Déjame contarte esta historia.
–Está bien, está bien. –sorprendido contesta el amigo mientras reciben en la mesa las ordenes solicitadas hace algunos minutos. El capuchino frío del narrador contrarresta el chocolate ardiente del compañero. Es como sí fuera necesaria esta disparidad para mantener la suficiencia de uno o de otro– ¿Y por eso vas a llorar? Por favor, habla. ¿Qué nunca lo has hecho? Pues hazlo ahora, tienes la libertad y mis oídos.
–El hombre nació alrededor de 1945. Si más o menos por esas fechas. Nace en un poblado lejano a la ciudad, incluso en una casita escondida en el monte. Una casita de adobe y tejas donde ahora habitan murciélagos y otras bestias de tal calaña. –comienza su narración el narrador. Con la mirada fuera de la visión de su amigo lee en el muro, en el que penden algunos cuadros, la historia que inventa.
–Un hombre provinciano –dice y bebe el líquido negro– algo extraño para ti. Tu, hombre citadino que no comprende de esas cosas.
–Pero puedo hablar de él, es como si lo conociera. –responde airado por el comentario. Fue cuando comenzó a sentir el lacerante juicio al que tanto huía. El muro que cerca las ideas explayado frente a él.
–Es que no puedes saberlo. Simplemente podrás de imaginarlo. –aleccionando.
–Este niño –continúa narrando negando con su cabeza la última afirmación de su amigo y retomando la línea de su discurso, eleva la cabeza sobre sus hombros y en intenso recuerdo sucumbe sobre si mismo– corriendo por los montes y matorrales vivió. Saltando y recorriendo los caminos que el viento formaba en los cielos. Aprendió a reconocer los signos celestes y predecir que lo que es invisible crea lo que da sustento a la existencia.
“Fue un niño de triste mirada. Viviendo en los campos abiertos donde sembradíos y ganado se extendían sin dar lugar a sueños innecesarios. Simplemente él estaba allí, escuchando las palabras de su padre y la sumisión de su madre. Ambos fuertes pero guiados por distintas sendas. Poco se oirá hablar de estas épocas, nulos recuerdo legará a la posteridad con tal de esconder que lo que se es no es más que el producto de una historia mal contada.
“He aquí al padre, duro como roca e igual de intransigente como la montaña de prismas que una vez vi. Malvado ante los ojos de los normales; quien en desplantes de control y dominio no hacia más que golpear con la vara el cuerpo blanco de este niño. Eran los últimos años de la raza humana tal como se conocía.
“Pero la madre, de ella apenas si se puede hablar. Sólo es evidente su existencia por que el niño existe en la realidad. Pero si quieres saberlo te diré que era una mujer de gran carácter, rigurosa que si acaso tuvo amor para con sus hijos jamás pudo manifestarlo. Como te decía, eran los últimos años”.
–Eso es una historia común y corriente. –alega moviendo las manos frente al rostro del narrador, con esta acción los recipientes que contienen el azúcar y la sal vibran cuando lo hace la mesa misma. Era contemplar como un sismo arremete contra estatuas– Vamos, dime algo más. Algo que sea majestuoso. Dime algo que sea en verdad arte puro. –Dicho esto sorbe el último remedo de su chocolate. Por su parte el narrador había olvidado hace tiempo lo que tenía entre sus manos.
–En una ocasión ya mayor, quizá adolescente, salió corriendo. Nunca creyó que lo haría, jamás imaginó que un momento tal pudiera realizarse en él. Pero al salir por la puerta, al ver a las personas que frente a él se encontraban no pudo continuar. Su carrera se hizo lenta hasta parar. No era capaz de continuar, sólo sentía el corazón aplastado por la realidad que no logró contener dentro de sí: “Pero ¿a dónde? No puedo huir de mi, me persigo”. Era todo, se daba cuenta que estaba anclado a su cuerpo, a ese maldito cuerpo al cual tendría que soportar su impertinente incursión en su vida. Fue la única vez que lloró.
–¿Por qué pasó esto? –pregunta divertido.
–Por que simplemente lo hizo. –responde bebiendo por primera vez el líquido ya templado.
–Si, pero qué pasó para que se diera esto.
–Eso no tiene importancia. Simplemente ocurrió así.
–¿Cómo? –señala con sarcasmo y riendo suavemente– Pero si eras tú el que gritaba la necesidad de exponer la realidad tal cual es y ahora me dices que el hecho no tiene importancia. Es el colmo contigo.
–En esta mi historia así lo decidí. –indignado, con la voz alzada y los ojos abiertos increpa a su atacante. Es dios en estos momentos, es un creador capaz de descifrar los mismos arcanos que conforman lo que le rodea.
–Está bien, continúa. –y alzando el dedo índice derecho declara– Pero ten en cuenta que escucharte hablar así no permitirá que logre imaginar a tu hombre.
–Me tiene ya eso sin cuidado. Te narro su historia y la escuchas eso es todo lo que se necesita.
“Adulto era cuando abandona el mundo que le vio nacer. Quizá quince años de edad. Con las manos toscas, por los azotes y los guijarros, trabajó sin descanso en la ciudad. Jamás imaginó siquiera la gracia de poder imaginar. Sólo era lo que cada día ocurría, sus pesares y labores. Era todo lo que podía concebir.”
–Tu Némesis –indica el amigo interrumpiendo el cuento, riendo falazmente.
–Lo extraño es que si. En fin, el hombre conocer a una mujer con quien se casa y procrea hijos a quienes parece odiar en medio de la dureza que aprendió.
“Así vive su vida. Trabaja por mañana y tarde alejándose de casa, se emborracha intentando lavarse todos los recuerdos y sentir lo que considera nunca sintió, simplemente se ve que está allí pero no importa su presencia”.
–Gran vida que tiene. Dale más matices, haz que sea más interesante. Dale una capacidad enorme para enfrentar los problemas aunque siempre le salga mal todos sus intentos y finalmente use la fuerza y la violencia, créale una personalidad que sucumba a los que le rodean pero no por admiración sino por desprecio, concédele un carácter que haga que le odien, mantenle al borde de la desesperación que él mismo ha producido, hazle malo y cruel que su creador no sea capaz más que hablar de él constantemente.
–Si sabes de quien hablo no vale la pena continuar este relato.
–Mi querido amigo, tu eres un libro. Eres palabras e imágenes nada más. Diles a los ciegos que no te vean y a los sordos que no te escuchen.
–Y una noche, –dice el narrador continuando con su historia– bajo la luna de este mes, el corazón del hombre no soportó más la intensidad de su alma. Al lado de su cama su mujer escuchaba los jadeos que pronosticaban el límite de las fuerzas. Sus hijos sólo sabían que era la paz esperada. Moría enfermo, su deseo no era irse pero nada más poseía esta opción. El juego de dios había llegado y le tocaba ser él la siguiente pieza en su tablero. Los paramédicos ni los médicos lograron regresarlo, simplemente se había ido despierto.
–¿Y en qué te basas para darle ese tipo de muerte? –pregunta mientras levanta el brazo llamando la atención de la mujer que les atendió. Pierde de su rango de visión el rostro del narrador pero no abandona el mundo ideal en el cual conversan.
–En que él es un hombre fuerte. –responde con seguridad y rapidez.
–Qué virtuoso resultó ser después de todo. –dice con ironía el amigo– ¿De dónde viene ahora que el fuerte muera así? Te creas tu propia moral hasta el punto de contravenirla con la teología. Aún así, todo este drama para explicar algo tan simple como eso.
–No todo es tan simple, –al tratar de defender sus ideas el narrador cambiaba de expresión y posición de su cuerpo. Se yergue y levanta la voz casi en un grito, es un reflejo instintivo similar al que las bestias selváticas llevan acabo con el fin de mantener al margen a su agresor– has reconocido de quien hablaba…
–Era evidente de quien era. Siempre es de él o no de él. ¿Me equivoco? –mientras extrae del bolsillo de su saco la cartera de piel negra.
–Entonces, no es tan fácil. –dice sonriendo y reclinándose soberbiamente contra el respaldo de la silla– Mira que todo esto no ha sido más que una conversación que hemos tenido y a la cual ni siquiera le prestas la atención debida.
–¿Para que te sirven todos estos cuento? No son más que mentiras, totalmente fuera de la realidad. Los demás no los entienden, y creo que ni tu tampoco.
–Es suficiente por hoy, vámonos. –y dejando los billetes sobre la charola de plástico negro salen del establecimiento. Para los testigos que los rodearon nunca existieron.

sábado, mayo 24, 2008

Lecciones sobre la muerte

Forma número dos

Faustia – 27 de Quintilis. Desde el inicio de la guerra gran cantidad de vidas humanas se han perdido dentro y fuera de los campos de batalla. Soldados anónimos que han sacrificado sus vidas por la defensa del nombre de su patria, mientras en las ciudades los conflictos son terminados por medio de crímenes y asesinatos.
Siendo pues que el día veintiséis de Quintilis a las puertas del Palacio Magistral de la ciudad de Faustía, el señor Jibrail Wittgenstein fue muerto a causa de las lesiones provocadas durante el atentado por arma de fuego del que fue objeto. Además de resultar heridas otras ocho personas entre ellas su amigo y confidente Sebastián Nix, asimismo su secretario y vocero Diogenato de Vartek. Todos ellos fueron trasladados al Nosocomio Municipal en donde se reportó, una hora después, el fallecimiento de Wittgenstein.
Según testigos los hechos ocurrieron de la siguiente manera, poco después de las tres de la tarde, mientras el señor Jibrail Wittgenstein salía del Palacio Magistral luego de presentar ante los Maestres, lideres políticos de las distintas zonas de gobierno en que se divide la república, la Declaratoria de rendición frente a la amenaza de Rottemberge cuyo ejercito ha traspasado las fronteras y ha tomado las ciudades y diputaciones fronterizas en el oriente del país. En el momento de cruzar las antiquísimas puertas de cristal, cuyas inscripciones en lengua arcaica versan sobre la virtud política y cuando un grupo de reporteros y noticieros que se acercaban a él para conocer sus declaraciones, un par de sujetos disfrazados con uniforme idéntico al usado por nuestros colegas hicieron fuego contra Wittgenstein y sus acompañantes.
Luego del atentado y durante la confusión que reinó los sujetos, hasta ahora desconocidos, huyeron del lugar en vehículo automotor. Según últimos reportes el vehículo utilizado por los asesinos en su escape fue encontrado incendiado a las afueras de Faustia. Declaraciones del jefe de la guardia policiaca de esta ciudad informa que fueron recuperados en el lugar diez casquillos de arma de fuego, único indicio hasta ahora de los responsables de este lamentable hecho; aunque no se descarta que tales individuos hubieran sido contratados puesto que el móvil tiene la apariencia del profesionalismo de los “asesinos de gardenias” epíteto de los homicidas por contrato.
Por su parte el médico de guardia en el Nosocomio Municipal reportó la muerte de Wittgenstein a las cuatro con tres minutos a causa de las heridas provocadas durante la ejecución. Una bala perforó el pecho destrozando el esternón, el pulmón izquierdo y afectando el corazón, mientras que otra le hirió en el cuello. Todo apunta que las armas tienen su procedencia en Rottemberge puesto que el Ejercito Negro de tal nación ha desarrollado este tipo de armas capaces de tales acciones.
Entre paréntesis apuntaremos lo siguiente, luego que Félinx Äcton, al mando del Ejército Negro de Rottemberge, tomara durante su incursión bélica al Estado Federativo de Maxtla hace dos años, la incertidumbre en el mundo no ha permitido el sueño tranquilo ya por las posibles ocupaciones belicosas y los efectos en los mercados internacionales. Recordemos que la premisa utilizada por Äcton para dar inicio a su movilización contra Maxtla fue la debilidad financiera en que esta nación se encontraba. A partir de esta invasión la Guerra Internacional tiene su desencadenante, alcanzando la conquista de Rottemberge hasta la fecha la mitad del continente austral y el dominio absoluto de las tierras de occidente.
Volviendo al día de hoy es necesario señalar el contexto en que este lamentable acontecimiento fue llevado acabo. El señor Wittgenstein, una de las mentes más sobresalientes dentro de la cultura y las artes de Faustia fue declarado por el Ministerio Magistral como embajador para la paz y libertad de Quertenk. La razón para este nombramiento se debió a las obras en benefició de la cultura que durante años había realizado dentro y fuera de nuestras fronteras. La embajada consistiría en la manifestación de las glorias nacionales expuestas no desde el trasfondo de las armas sino por medio de las letras y las artes ya que, según el propio Wittgenstein, estas son los medios de comunicación por excelencia.
Jibrail comenzó sus gestiones hace un año cuando la Nueva Confederación de Naciones, organismo estatal creado a partir de las anexiones voluntarias de las potencias vecinas a Rottemberge, determinó la procedencia para el avance de sus tropas, el Ejercito Negro, sobre el territorio norte del continente. Tales maniobras afectarían directamente la soberanía de nuestra nación. Organizando varios convites y reuniones tanto en Bliev como Faustia intentaba Wittgenstein mantener al margen de la barbarie a nuestro país. Algunos de sus logros dentro de las reuniones entre ambos bandos fue la designación de una zona de protección ambiental en los desiertos del sur, además de la protección de las ciudades arqueológicas y las consideradas como patrimonio mundial. El resguardo de las culturas aún autóctonas que sobreviven en las montañas y los convenios comerciales sobre los bienes de consumo básico fueron las llaves que abrieran la posibilidad de una paz fuera de la Confederación o el vasallaje.
Sin embargo el día de ayer, presentó ante los Maestres la Declaratoria de rendición frente al enfrentamiento iniciado a principios de semana en la frontera oriental. El movimiento armado entre nacionalistas y el Ejercito Negro incitó al rompimiento de las relaciones de armonía que durante el último año habían sido el eje de la política internacional. El poblado fronterizo de Deliú y la comarca aledaña fueron abatidos luego de que un centenar de hombres y mujeres, provenientes de diversos puntos del país, arremetieran contra el ejército de Rottemberge al lanzar bombas de fabricación casera por medio de una catapulta de arcaica manufactura.
Para evitar mayores desastres Wittgenstein redacto la Declaratoria de rendición en la que se estipula la entrega de los recursos y bienes naturales a la nación de Rottemberge siempre y cuando se respeten nuestras libertades de ciencia y justicia. Tal declaratoria fue llevada por el mismo señor Jibrail al Palacio Magistral y defendió su tesis con ahínco, esto último mencionado por Sebastián Nix en su comparecencia con las autoridades al referir su versión de los hechos, mientras tanto permanece aún recluido en el Nosocomio Municipal.
Después de eso salieron los tres hombres hacia la conferencia de prensa a las puertas del Palacio Magistral y fue entonces que ocurrió tan lamentable evento. Jibrail Wittgenstein muere a la edad de treinta y ocho años dejando trunca una prometedora carrera en el mundo de la política. No obstante nos ha legado grandes obras como sus inmensas Crónicas y su labor infatigable en distintas publicaciones y proyectos que ennoblecieron a nuestra gente.
Regresando nuestro tema, durante la noche, entre el día veintiséis y veintisiete, la comandancia policial expuso el desarrollo de dos líneas de investigación para este caso de homicidio pero que por el momento serían mantenidas en estricta confidencialidad. Sin embargo, por información de fuentes extraoficiales se sabe que la primera de estas vías maneja la posibilidad de un ataque perpetrado por grupos nacionalistas radicales, se sospecha que uno de ellos, “Patria unida”, que ha demostrado en ocasiones anteriores tener las posibilidades materiales y humanas para llevar acabo acciones que atenten contra personajes que consideran enemigos de la nación sea el autor de este crimen. Wittgenstein era para ellos, de acuerdo a comunicados expresados por esta misma agrupación, un traidor que se ceñía con el lábaro en pro de ceder a la amenaza extranjera y a sus intereses absolutistas. Es decir, la labor en defensa de la protección social por la que abogaba Wittgenstein era, en sus medios, una venta de la patria y con ella de la libertad.
La segunda línea en la investigación sobre el asesinato del señor Jibrail consiste en una incursión clandestina de sicarios contratados por los jefes en el bando de Rottemberge quienes, con la muerte del Wittgenstein, podrían tener libre acceso a un enfrentamiento armado puesto que el embajador, quien hacia valer el derecho a la tolerancia y respeto de ambas naciones, mantenía un escudo protector de proposiciones que impedían la violencia de la guerra en el interior del país. Con la desaparición de Wittgenstein, Félinx Äcton podría declarar las negociaciones terminadas y con ellos realizar su plan de la toma de Faustia y tener entrada segura hacia los mares del norte y sus riquezas que encierran.
Por su parte el Primer Maestre, durante conferencia de prensa sobre este incidente, indicó que: la muerte de Wittgenstein es una pérdida de incalculable monta siendo que él, como hombre de cabal dignidad, haya llevado en sus hombros la carga de dos vidas: la de sus creaciones en el ámbito de las ciencias y artes y por el otro la protección de una nación que por siempre le estará agradecida. Todo acto de violencia, incluida esta guerra que ya alcanza los dos años de evolución, debe ser erradicada. No es posible que el amor hacia nuestra nación, nuestra libertad y nuestra paz tengan un precio contrario al que ellas mismas representan.
Luego de la conferencia el Primer Maestre se retiró de nuevo al Palacio Magistral para culminar con la consulta para la votación sobre la rendición que suponía Wittgenstein como la mejor opción frente al desastre de la guerra. Hasta el momento la decisión entre aceptar o no la Declaratoria queda en suspenso. Se espera que este día se tenga la resolución final para el conflicto.
Ahora bien, el Pontíficex, durante la ceremonia sacra de vísperas en la catedral de esta ciudad, hizo referencia sobre el hecho cometido contra Jibrail Wittgenstein cuando dentro de la homilía dijo:
A este hombre, a quienes los enemigos de la humanidad no perdonaron su trascendencia en el animo de mantener la vida sobre la libertad, puede bien declarársele aquel pasaje escrito en la antigua fe y que señalaba: “Bienaventurados los que mueren a causa de la justicia”.
Nosotros sabemos hermanos que a pesar de que la antigua fe era falsa y sus blasfemas enseñanzas que proferían la existencia de aquel dios creador y un hijo redentor, pero aún así contenían pensamientos capaces de iluminar la mente del desamparado. Hermanos míos, Nuestra Madre, que no tiene porque aceptar nuestra fe ni nuestra oración, mucho menos la predica de su amor, no dejará sin un pensamiento la vida de aquel hombre. Olvidemos la retribución en otra vida, esperanza maldita del débil, sino que concedámonos el ejemplo para que nosotros nos mantengamos firmes frente a lo que consideramos el mal
.
Palabras textuales emitidas durante la celebración del oficio divino en la catedral de la Santa Madre ante un conglomerado de cerca de quinientos asistentes. Una de las mayores reuniones litúrgicas desde la entrada en vigor de las nuevas instrucciones sociales en relación a las agrupaciones civiles y religiosas.
Cercana a la media noche fue transmitido el siguiente mensaje del Señor Dictante Félinx Äcton en los medios telecomunicativos de Blive, capital principal de Rottemberge. Los hechos ocurridos este día no pueden ser tomados como un tropiezo dentro de la historia de la nueva humanidad. Reconocemos nosotros, el pueblo de Rottemberge, el significado que representaba el eminente señor Wittgenstein dentro de la mecánica social de Faustia, capitanía de Quertenk. La violencia como recurso último para la defensa de los ideales no puede sobreponerse a la cooperación y mantenimiento de la paz que tanto abogó Wittgenstein en pro de proteger a su pueblo. La nación de Rottemberge y su gobierno nos unimos a la pena que entraña al estado de Quertenk y declaramos que nuestras acciones jamás han sido con el fin de lastimar más de lo requerido a nuestros contrarios y que sólo la lucha que presentamos tiene como objetivo sostener la solidaridad entre los pueblos del orbe. Por la justicia es por lo único que vale la pena morir.
Es evidente que con este señalamiento el régimen de esta nación no se ha deslindado de su posible implicación en el crimen. Sin embargo en estos momentos el Ejercito Negro se adentra a territorio nacional y se pronostica que la ciudad de Faustia sea atacada hoy o a más tardar el día de mañana si la Declaratoria de rendición no es firmada por el resto de los Maestres.

jueves, mayo 01, 2008

Lecciones sobre la muerte

Forma número uno

Mi abuelo se sentaba cada tarde, cerca de las tres, en su tristemente viejo sofá café. De hecho, era una forma muy concreta de explicar su intención de no ser molestado. Pero según recuerdo, nadie acataba la disposición muda que tal actitud revelaba. Y no es para menos, mi abuelo parecía nunca estar quieto ni siquiera en el momento en que el calor del día le provocaba el deseo de dejarse llevar por su brisa cálida y su sofocante abrazo.
Por ese entonces no era yo más que un niño. Creo que mi edad era entre los ocho o nueve años. Recuerdo que mi madre cada domingo me llevaba a ver a mis abuelos, sus padres. En muchas ocasiones tales visitas eran para mí un tormento, puesto que prefería pasar ese día con mi padre viendo televisión y perdiendo el tiempo. Las fatigas de esa edad eran en verdad insoportables, sólo quería descansar antes de regresar a la escuela el siguiente lunes. Pero no pude jamás desfasarme de la supremacía materna y el desinterés paterno, así fue que sucumbí a la autoridad y me dejé guiar.
Recuerdo que la casa era grande o eso me parecía. Creo que su fachada era blanca con dos ventanas cuadradas enmarcadas en amarillo a cada lado de la puerta de metal azul. No era relevante, era similar a las muchas que en el pueblo se habían construido. Incluso los colores opacos creaban el contraste entre los frentes de las casas en la colonia donde vivía. El piso de cemento y los techos de teja, mientras lo muros sostenían los retratos en fotografía de mis tíos y primos, un árbol genealógico que no iba a ninguna parte. Era un lugar rústico que a primera vista daba la apariencia del tedio y monotonía pero que, al finalizar el día, se transformaba en sufrimiento el momento de regresar a casa, puesto que la posibilidad del juego y el olvido de sí mismo se había propiciado.
Una de aquellas tardes, mientras esperaba que mi abuelo despertara espontáneamente del sueño que lo invadió de pronto, en medio de una frase que relataba sus andanzas en el monte y del cómo ayudó a los ejércitos insurrectos que pretendían devolver la paz a los que como él se veían desgraciados por las políticas que el gobierno había determinado para su propio beneplácito, a pesar de que esta narración la escuchaba cada vez que iba con mi madre a visitarlos no me cansaba de encontrar nuevas palabras y nuevos episodios que contradecían a los que en otras ocasiones había escuchado en ese mismo lugar. Me era divertido, pero nunca me atreví a contradecir a mi abuelo. Temía que su furia fuera tal que a partir de entonces se negara a contarme sus cuentos de falsa historia. Pero decía que una tarde de aquellos años en que el descansaba y yo apunto de retirarme al patio de la casa, mi abuelo despertó sin sobresalto y con voz clara sin el sentimiento extraño del regreso a la vigilia me dijo: y es que los prudentes son los únicos capaces de saber cuando se ha vivido suficiente.
Me quedé con la vista clavada en la boca casi desdentada que había emitido tales palabras. Eran tan personales, eso lo comprendo ahora pero en aquel momento sólo pude sentir mi inmovilidad, creo que en realidad lo dicho era parte de un discurso que él mismo había articulado dentro del campo de los sueños y que únicamente la última parte de su larga disertación había llegado en realidad al otro interlocutor. A pesar de esta precaria comunicación que tuvimos esa tarde sé que esta frase, deshilvanada del contexto propio, tenía un significado simplemente majestuoso. Ahora, de adulto, puedo dar tales adjetivos a mi sensación infantil puesto que después de oír la sentencia de mi abuelo salí corriendo hasta alcanzar los brazos de mi madre y esperar que me reconfortara de la emoción sentida ante lo dicho.
Sin saberlo, quizá ni él y mucho menos yo, esa fue la primera gran lección que recibí en mi vida. Durante el regreso a casa, a bordo del camión foráneo que tardaría una hora en regresar a la ciudad, se mantuvo en mi memoria la resonancia de la premisa que mi abuelo pronunció sin la menor solemnidad.
Ahora entiendo a que se refería al sentenciar de esa manera.
Y es que Arturo dio un profundo suspiro cuando escuchó la noticia que tanto tiempo esperó como inminente. Cerró los ojos, inclinó la cabeza y encorvó su cuerpo. La evidencia no permitió la posibilidad de ser negada. Ya contaba con sesenta y cuatro años, y toda su existencia no era más que el respaldo de la filosofía que guió todos sus pasos hasta aquel momento.
Indefenso, solamente consiguió levantarse y sentir el peso de aquellas ambiciones que se había propuesto alcanzar. Le había llegado el momento de comprender que, a pesar de todo, no podía haber otro final más que éste. La patética conclusión a la cual tanto miedo le tuvo. Era la imagen de la melancolía, aunque afuera de sí mismo se encontrara la tristeza de todos modo le gobernaba la mediocre certidumbre de la poca dignidad a la que podría aspirar. No sintió peso en sus pasos ni dolor cargaba sobre su espalda. Era sólo la menguada figura del derrotado.
Su brazo izquierdo se sostuvo en el marco de la puerta. Los largos dedos blancos remataban la nervuda mano que sobresalía por la ceñida manga de su camisa color azul. Era ésta acción parte del recuerdo de apagar las luces de su habitación. Cada mañana, levantándose al amanecer, encendía la incandescencia abriéndose con ella el mundo de la diáfana sonrisa que le llevaría a salir fuera de su mundo. Por instinto realiza la misma actividad en otro lugar, parece haber olvidado que no está tras sus propios muros.
Cobra consciencia de su error pero no detiene su marcha hacia el exterior. Sabe que no puede huir, sin embargo quizá tenga aún la oportunidad de ver la puesta del sol de aquella tarde, o el vuelo de los petirrojos en la dureza del sol. Quizá sólo pueda concluir el libro verde que tanto placer le ha concedido. Mas su cabeza niega las pueriles posibilidades de redención, las sofoca retirando su mirada ciega hacia el siguiente paso.
Camina por el pasillo de baldosas rojas mientras introduce sus manos en los bolsillos de su pantalón, al mismo tiempo que el chirriante sonido de sus zapatillas lo acompaña. Pasó de largo los cinco arcos que daban al patio de abajo. En aquellos balcones donde se recostaba sin temer caer cuando dormía. Cruzada las manos bajo su nuca y dejaba caer, de lado a lado de la pequeña barda de gruesa anchura, las piernas. Una tirada hacia el vacío y la otra golpeando rítmicamente el suelo. Y es que ya parecía viejo. Las arrugas en su rostro no podían disimularse. Se cortaba al afeitarse, su rostro no soportaba la embestida de las afiladas hojas. Pero aún así, su espíritu le mantenía firme. Ahora éste se ha ido.
Bajó las estrechas escaleras cubiertas de madera sus peldaños, impasible ante los fragmentos del rayo solar que penetraba a través de las pequeñas ventanas cuadradas que conformaban el muro exterior. En el último escalón se sentó. Vio frente a él ese jardín que con esmero había sido de mi esposa y que ahora se marchitaba sin siquiera saber yo cuando comenzó a sufrir.
Me senté a su lado y escuché su respiración. También se había ido.
Me culpé en ese momento el haber pronunciado tales palabras. Fue una condena para quien aún no veía la nefasta verdad.
No sé si se repuso del todo o no, puesto que se levantó y decidió que era momento de marcharse. No di objeción a sus palabras y me dispuse a acompañarlo. Tomé mi abrigo y las llaves del coche y salí con él.
–Duerme, te hará bien. –le dije la tarde en que lo llevé a su casa.
–Descuida, me irá bien. –respondió mirándome de reojo tratando de esbozar una sonrisa.
Esa noche dejé a Arturo en la puerta de su casa, luego de recorrer las calles de la ciudad. Quería tenerlo cerca. Lo vi despedirse de mí desde la puerta entreabierta de su casa.
Cerca de las diez de la noche Arturo decidió que era el momento de irse a dormir. Su rostro aún presentaba el enojo producto de la frustración. Se sabía que estaba bien, que no padecía ninguna enfermedad, incluso conservaba su dentadura completa y el cabello negro, aunque con algunas vetas de blanco. Era él, hombre capaz de todo lo que deseara. No necesitaba ayuda, lo podía todo y sin embargo presenció el primer indició de la decadencia. Su memoria no se perdía por callejones ni sus ojos se cansaban de contemplar el albor del amanecer. Golpeaba con fuerza y sus pies se plantaban con energía al correr. A pesar de todo lo sintió, la voz de un sí mismo despertar le susurró al oído. Fue antes de tirar el vaso y que éste se rompiera, antes de escuchar mi risa y mi sarcástico diálogo en esta historia; allí estuvo la certeza de que llegó el momento de envejecer.
Bajo las sábanas decidió dejar caminar el tiempo. En el cesto de la basura, en medio de papeles y desechos, el frasquito ámbar consumido su contenido descansaba como flotando sin tocar lo último que fue tocado. Cerró los ojos mientras imaginaba en la oscuridad los objetos que alrededor suyo constituían su habitación. De la imaginación al delirio y de allí a la alucinación. Poco después cayó en el sueño. Sin angustia, sin dolor, sin placer, sin recuerdo del día que pasó. Nuevamente se encontraba satisfecho consigo mismo, era su plan después de todo. Cerca de las tres de la mañana, según los médicos, el dejó de vivir. Nadie habría podido darse cuenta.
El funeral fue desastroso y patético. Voces iban y venían. Insensateces en el puro suplicio de las lágrimas blasfemas. Pero fue entonces cuando comprendí las palabras de mi abuelo. Resonaron con la pureza de su momento, con el olor del que sabe que nunca será capaz de poder realizar aquello mismo que predica. Y tuvo razón, sólo los prudentes saben cuando es hora de morir y saben hacerlo.