Actualizaciones y algunas palabras

Del quince de agosto de 2011

Saludos mis queridos lectores que no me leen. Sé que escribir una actualización para un blog que no es leído resulta completamente irracional pero aún tengo la esperanza de que alguien por casualidad encuentre este espacio y de una manera desesperada me exija que le siga contando las aventuras de mis personajes.

Me gustaría, tras un año de ausencia, traer conmigo alguna historia para llenar el vacío de mi imaginación pero no es así. No sé que me pasa. Sigo viendo acontecimientos interesantes para serles narrados pero cada vez que intento plasmarlo por escrito estos se escabullen por entre artículos científicos y capítulos de libros. Por las noches sigo soñando y divirtiéndome solo con mis personajes y sus historias, pero me gustaría compartirlos con todos ustedes sin embargo no puedo.

En estos momentos me encuentro en el laboratorio esperando a que el programa termine de y así sacar a mi última rata del día. Debería estar haciendo gráficas para los congresos de Acapulco y Cancún pero preferí procrastinar escribiendo estas líneas. Además debería estas escribiendo la introducción de mi tesis, se de que va pero no lo hago. Hoy fue el regreso de vacaciones sin embargo yo vine a la escuela todo este tiempo.

Debo sacarme esto de una vez. Prometo ponerme un día a escribir. Olvidaré cual es mi realidad actual y sus implicaciones para mi futuro y traeré de vuelta a mi lobo, a mis viajeros y quizá pueda traer a la luz a mi nuevo hijo cuyo nombre aún no me atrevo a pronunciar.

En fin, pero que se algún día llegan a este blog lean algunos de mis cuentos y me digan que les parecieron. No importa si dicen que son malos o buenos únicamente déjenme saber que ustedes estuvieron aquí.

Cualquier cosa saben que mi correo electrónico es gabons69@hotmail.com

Nos leeremos pronto.

sábado, agosto 25, 2007

Tiempos de Paz - Soledad I

Es una casona de un piso, pintada de amarillo su fachada y con altas ventanas enrejadas que permiten la vista al exterior de la calle, hacia el mar; Sebastián y Arthur han caminado unos cuantos pasos y penetran dentro. Una brisa fresca proveniente del océano inunda las habitaciones primeras y a los hombres que disfrutan una tarde y noche de descanso. Un bar donde el ingreso a menores de veinte años y mujeres es restringido. Veronice y el joven se ven libres para conocer la urbe, cada uno toma rumbo diferente.
Dentro del establecimiento los dos hombres toman asiento en la barra ordenando ambos un tarro de cerveza. La vitalidad del lugar es ensordecedora; risas, cantos, charlas y peleas, el humo de los tabacos inunda todo. Se ingresa por un largo pasillo que conecta la puerta a un patio interior, el cual es bordeado por una serie de columnas y arcos que sostienen el techo de los pasillos, los cuales conectan a los diversos cuartos. Dentro del patio varias mesas de metal, con sus respectivas sillas, ocupan su sitio sobre el suelo de azulejos rojos. En el fondo, frente al recibidor, la barra del bar se localiza empotrada en el muro al aire libre. A su alrededor vegetación de grandes hojas enverdecen el recinto. En este lugar, sobre altos bancos de madera, uno junto al otro, Sebastián y Arthur conversan mientras beben de sus tarros el licor espumoso.
Con las maletas a los pies y los codos apoyados en la barra, dándole la espalda, mira Arthur a la clientela que en el principio de la noche se da cita. Grupos de hombres toman asiento dentro de las diversas habitaciones del local que aún no son ocupadas. De un momento a otro todo el recinto se ve atestado de personas, algunas sentadas y otras de pie, eso no importa mientras disfrutan un momento de paz.
–¿Qué piensas? Ahora si que estás preocupado –le dice Arthur a Bastián sin verlo.
Éste permanece en silencio sobre la mesa mientras observa las burbujas que suben a través del líquido amarillo dentro del cristal. Con ambas manos toma el tarro y se niega a beberlo. Ni siquiera ha escuchado a su amigo, se ha sumergido dentro de él. El mundo no es su mundo.
–Entiendo que estés preocupado pero que... vamos, que solo es esta noche. –dice Arthur palmeando el hombro de su amigo.
–¿De que hablas? –pregunta Sebastián sorprendido. Una mirada de inquietud se refleja en las lentes cuadradas que sostiene con su nariz. El rostro constreñido reduce su edad muy contra de lo esperado en tales casos.
–Nada, solo te contaba de mis penas y alegrías jajaja –responde su camarada al tiempo que ríe con estrépito.
La música, proveniente de los acústicos en los cuatro extremos del patio, anima el ambiente mientras la atmósfera enviciada había tragado ya a la concurrencia. Los meseros vienen y van con bandejas portadoras de diversas bebidas y viandas o con cuentas y dinero entre las manos. Los ojos pesan a quien se sumerge en este lugar.
Arthur observa todo detenidamente. Le extraña de pronto que todos se encuentren tan alegres, incluso su propio regocijo le incomoda. Es como si la tragedia de la guerra hubiera ya cicatrizado. Claro que han pasado ya trece años desde que Äcton tomo el poder absoluto. Todo el mundo, su historia, su cultura y economía pasó a manos de las legislaturas de Rottemberge.
“Ellos son felices, como si nada” –se dice a sí mismo mientras recuerda la reacción de Veronice dentro de Arca antes de llegar. Tan grave y sentida fue su emoción.– “Algo malo le ocurrió a ella durante la guerra, es la única respuesta. Pero ¿qué me pasó a mí? Un simple soldado, así me veo, que hizo la guerra bajo órdenes de un superior, el cual tenía un superior y así quizá hasta el infinito.
“¿Acaso llegué a matar? Si lo hice. Disparé, disparé en muchas ocasiones y herí de muerte a muchas personas. Pero eran los malos, y eso es hacer lo bueno. Pero ¿y los civiles que salieron lastimados en las batallas? Eran inocentes. Inocentes que… Que importan, eso se terminó.
“Pero si hice algo bueno, combatí contra el enemigo de la humanidad pero…
–Oye Bastián –dice Arthur con un todo de voz diferente al usado antes– ¿En realidad es mejor la paz?
–Pues el Sabio dice: –responde como maestro a pupilo– “Compitió la paz con la guerra sobre cual era más cruel y venció la paz; ya que la guerra mató a los hombres armados mientras la paz, a los que se encontraban desnudos.” Es lo que pasa ahora, recuerda lo de Cornez. La paz requiere un gran precio.
“’La paz requiere un gran precio’ eso decía la placa en la entrada del cuartel –piensa Arthur– pero ésta paz no es la que deseamos. No es la que deseo.
–Pero esta paz no es la que deseo. –repite en voz alta.
–No, claro que no. Pero es la que nos entregaron. –responde acomodándose en su asiento el anciano.
–Si no te conociera creería que estás de acuerdo con lo que ocurre en el mundo.
–Así es… no estoy de acuerdo –espetó esto dando a entender que la cuestión ha quedado zanjada.
Ambos hombres permanecen viéndose a los ojos. Inmutables uno con el otro. Arthur sabía de antemano lo que Sebastián había perdido durante la guerra y también lo que había ganado con ella. Pero fue hasta ahora que lo comprendió todo.
–Lo único malo de ti, Bastían, es que eres un hombre de bien. –le dice Arthur, cogiendo el tarro que había dejado sobre la barra e ingiere por completo la bebida.
–Y eso ¿a qué viene? –pregunta desconcertado y algo molesto, retirando la mirada de nuevo a su vaso.
–Es que… no sé. Es que, simplemente eso me pareces. Todo esto al fin y al cabo fue tu idea.
Sebastián no responde al señalamiento, solo mira hacia el espejo detrás de las botellas y observa su cara reflejada. Arthur le ha dado algo en que pensar.

Manx camina solo por la ciudad conformada por solo dos avenidas principales que se extienden a lo largo de varios kilómetros. Vía flanqueada por casas azules y amarillas en tonalidades pálidas que integran cuadras de poco más de cien metros. Solo los edificios gubernamentales alcanzan los tres pisos de altura. Intercalados azarosamente se presentan expendios de comida y tiendas, además de diversos sitios de entretenimiento para los turistas y habitantes. Pero él no observa ninguna de ellas, no nota las curiosas formaciones que se desarrollan en su andar: puertas coloreadas con imaginación pueril y ventanas decoradas por caprichosos diseños en sus marcos que rodean las rejas que encierran en su interior las húmedas y frías habitaciones.
Nada forma la excepción. Un recorrido sin valor ni entrega. Casi alcanza las orillas de la urbe marítima cuando toma conciencia de su lugar. Sin mirar la negra masa de mar, sin sentir el escalofrío de la noche, sin presentir el olor característico de la costa se detiene en la muralla que divide la tierra y las aguas. Ha alcanzado el mirador. Apoyando su cuerpo contra el bajo muro respira hondo y reacomoda la bolsa de su equipaje en su espalda.
–Mar –pronuncia en voz baja.
El inquieto océano viene y va, toma y regresa lo hurtado. El sonido de las olas, las sombras que las luces citadinas alcanzan a formar en la masa de agua le regresa a la verdad.
–Mar –repite– El mar… fue él quien me quitó la vida.
Un largo suspiro desaloja el aire de sus pulmones y los llena de nostalgia. Sfrener levanta la vista al cielo, una mirada triste en un gran hombre, algo que nadie desea ver. El faro destella contra las estrellas en el firmamento, los buques y zeppelines hacen sonar sus bocinas indicando su llegada. Le recuerdan el silbato de un tren, del tren que cada mañana llegaba a Pigmont.
El recuerdo de los años pasados lo retoma en el punto en que los abandonó ésta mañana.
–El tren… cuán triste era ese viejo tren. –se dice a sí mismo. –Palva…–el nombre sale en un suspiro.
Pavla, aquella mujer que amó durante las batallas de aquella maldita guerra. Su recuerdo lo mantuvo con vida. La idea de su esposa y la delicada niña, su hija, hija de ambos, de su amor pasional, le confirió fuerzas para continuar la lucha. Luego de salir de la pubertad, Manx se enlistó en el ejército de Quertenk. Con su cabeza llena de ideales y esperanzas para acabar con la guerra que diezmaba su país y el mundo salió a enfrentar sus batallas. Demonios interiores y exteriores le destrozaron el alma. Vio la destrucción de hogares y personas, mas la fortuna le concedió no ver morir a nadie, solo cuerpos consumidos por las bestias de rapiña y los estragos del tiempo.
Tales imágenes de sus años en la milicia le tuercen la mente. Pesadillas que solo se disipan ante un rostro y luego otros tres. Una tarde, siendo ya el joven capitán Sfrener por todos lugares conocido, arribó con toda su tripulación al pequeño pueblo de Pigmont. Inexistente lugar en los mapas militares ni comerciales. Ni siquiera con puerto contaba la localidad. Su único sostén era un enorme armatoste, un gusano primitivo que escupía humo, era un tren que se desplazaba por rieles.
Fue necesario llegar a Pigmont para descansar y abastecerse con lo necesario para alcanzar la tarde del siguiente día la ciudad de Faustia. Esa noche se decidió la vida del joven capitán. Sus hombres, unos retozaban en las cantinas o habitaciones que les fueron concedidas, otros mantuvieron la vigilancia a pesar de encontrarse con permiso. Sfrener abandonó la nave, “Arca” era su orgullo hasta el momento. Caminó por las oscuras callejuelas del poblado. Unas campanas le hicieron girar hacia la alta torre que detrás de él se levantaba, una columna gris rematada con un reloj octagonal cubierta con un techo inclinado similar a un cono aplastado, eran la señal de término de las celebraciones religiosas y de las actividades.
Se detuvo dejando que el sonido se disipara. Al regresar todo a su calma habitual unos pasos se escucharon, alguien venía de donde la torre a encontrarse con él. Sfrener se mantuvo en posición, la idea de ser atacado pasó por su mente ya acostumbrada a la violencia pero descartó en seguida tal posibilidad. Frente a él una mujer apareció. Menuda y hermosa, una joven pueblerina con ojos penetrantes e inquietos le miró de frente.
Quedaron prendados uno al otro por instantes sin final, una mujer en vestido púrpura y azafrán delante de aquel gigante que más parecía bestia que hombre. No fue amor, no fue pasión, no fue deseo, no fue emoción, no fue premonición, fue algo tan pasajero, tan duradero que llevó a ambos al matrimonio una mañana de primavera tres años después. Y luego dos años más tarde una niña de hermosos rizos inundo con balbuceos y llanto su hogar. En medio de una guerra, de dolor y muerte pudieron formar su familia. El año de la batalla de Comanod, durante los días en que la cruenta barbarie se desencadenaba, Palva daba a luz a su segunda hija, nacía para ser esclava de un mundo sin esperanzas. A partir de entonces Manx pudo vivir permanentemente en casa, allá en la perdida Pigmont.
–Mirale, dejé a mi pequeña Mirale sin padre. –se dice Manx Sfrener descubriéndose frente al mar. El rostro de su pequeña hija, la menor de las tres con solo diez años, llorando ante la salida de su padre… El recuerdo se rompe, no puede darse ya el lujo de llorar a estas alturas. Sfrener sacude su cabeza, golpea su rostro con sus mano como tratando de despertar, reacomoda su maleta y continúa caminando. No es momento para sentir soledad.

En medio de una calle empedrada la algarabía de una fiesta se deja escuchar. Dentro de una bodega la pequeña reunión de jóvenes se ha convertido en un aquelarre donde toda persona que lo deseara podía participar. Los pies de Wolfy le llevaron hasta este lugar, luego de separarse de Veronice, y ahora frente al portón rojo no tiene el valor para entrar. Suena la música y los participantes sacan a bailar a las jóvenes. Otros no esperan a encontrar pareja y solo mueven su cuerpo al compás de las melodías.
–Oye amigo… –un chico embriagado y desaliñado se acerca a Wolph– ¿Qué haces allí? Te invité para que te divirtieras. –Y dejando que éste lo guiará, Wolfy se integró a la reunión.
El lugar es enorme. Las mesas se reúnen cerca de la entrada dejando espacio para una gran pista de baile. Wolph toma asiento en una mesa ocupada por dos chicas las cuales conversan entre sí a gritos y con las bocas cerca de los oídos. Al verle una de ellas le sonríe mientras la otra dice algo al oído de su amiga y ambas ríen. Alguien le ofrece a él una botella de licor la cual acepta.
–¿Quién te viera amigo? Ya ligaste con esas dos chavas. –le dice el tipo medio ebrio que le convido la bebida mientras se sienta a su lado. –La de azul es pareja del estúpido de allá, no te metas con ella. La otra, la mejorcilla, no es de nadie.
Wolfy responde con una sonrisa y afirma con la cabeza. Luego bebe el líquido rojo de su botella. Tiene buen sabor.
Por doquier las risas y gritos se hacen oír. Las melodías cambian de ritmo constantemente pero los concurrentes no prestan atención y solo adaptan su baile a la velocidad en que es tocada la canción. Otros cantan sin saber a ciencia cierta cual es la letra. Y también están los que hacen el ridículo y quienes escapan al sanitario con tal de no hacerlo frente a sus amistades, si es que en realidad hay alguna de ellas presente.
El licor rojo, los alimentos y fritangas, y más invitados llegan al lugar. Parece que esta fiesta no tendrá fin. Wolph espera que de un momento a otro algún gendarme de seguridad social y comunitaria llegue a parar la celebración pero ello no ocurre, ni puede ocurrir en Valarta.
Pasada una hora Wolfy se mantiene en su asiento. Las jóvenes que cuchicheaban se alejaron hacía tiempo y ahora, él solo, observa como los otros jóvenes se divierten. Ha bebido cinco botellas de licor rojo y siente que la sangre se agolpa en su rostro, siente calor y una excitación particular, pero aún así no se desinhibe. Él es el único inactivo, un tipo aseñorado sentado en su silla plástica. Con su camisa blanca de botones cuadrados negros, fajada en su pantalón negro, parece un adulto formalmente vestido. Una joven de amplias caderas pero pequeño busto se acerca a él.
–Ya me cansé de verte toda la noche ahí sentadote. Vamos a bailar. –una voz aguda proviene de un rostro algo bello, solo los ojos verde-azules de la joven son encantadores puesto que su gran boca y pequeña nariz desentonan con la carencia de pómulos disfrazados por mucho maquillaje.
Wolph intenta negarse pero las bebidas que ha consumido y la habituación al ambiente logran convencerlo. Sale a la pista de baile de la mano de la mujer, una melodía rápida y colorida se escucha. Wolfy muestra sus dotes de bailarín. A pesar de parecer alguien sumamente rígido tiene un gran control de su cuerpo y soltura en sus movimientos, es capaz de adaptarse a la armonía musical. Levanta los brazos, gira sobre un pie, luego salta en círculos alrededor de su pareja, intercambia mujer, se agacha, se inclina, levanta una pierna, mueve las caderas; todo lo hace con gracia pero nadie repara en su habilidad, las personas están lo suficientemente borrachas como para danzar correctamente.
–Uff, me cansé. Sentémonos un rato. –le grita al oído una joven, no es la misma que le sacó a bailar.
Toman asiento en una mesa diferente a la de Wolph, ahora se encuentran detrás de los altos acústicos y pueden conversar con menor dificultad.
–Que bien bailas. Supongo que lo sabes. –dice ella limpiándose el sudor de la frente con la manga de su blusa colorida. Wolfy sonríe aceptando el cumplido.
–Bueno, mi nombre es Sandy. –era mucho más linda que la primera mujer. Algo delgada, lo suficiente para agudizar su rostro pero con facciones más delicadas y pequeñas. –¿y de donde conoces a Kjimel?
–Soy Wolph y no lo conozco, soy uno de los colados a la fiesta. –responde sintiéndose intimidado.
–Ah, que importa Wolfy. –dice moviendo la mano en señal de poca importancia– Para eso son las fiestas jajaja.
–Si, supongo que… –no terminó la frase, el recuerdo de su equipaje le despabila– ¡Dios! Mi equipaje.
–¿Traes equipaje? Bueno, ¿Dónde lo dejaste? –pregunta la joven.
–En la mesa de allá. –indica con el dedo su antigua posición.
–Vamos a ver.
Los dos se acercan a la mesa y la encuentran vacía. Wolph pierde el color del rostro, ha perdido todas sus pertenencias. Sandy le conforta diciéndole que hay una habitación donde llevan las cosas que se han perdido durante la reunión, que quizás allí se encuentre su maleta. Suben la escalera al lado de la construcción y llegan a las habitaciones que sirvieron antes de oficinas. Ella toca la puerta de la última.
–Por si acaso hubiera alguien que… tú sabes. –ambos ríen con la posibilidad.
Entran y encienden la luz. El suelo se encuentra atestado de bolsas y demás artículos, pero la cama está libre. Wolfy se alegra al encontrar su mochila, la abre y examina si todo está en orden. Su sorpresa se incrementa al descubrir que permanece igual.
–Gracias –dice dejando la mochila en el suelo– por ayudarme a encontrarla.
–De nada. –le responde la joven, luego le besa en la boca.
Wolph se separa de ella, pero Sandy le acaricia el rostro, el cortejo es evidente. “No importa” se dice él y desabotonándose la camisa besa a la joven. Ella se despoja de su blusa y deja caer su falda, después se recuesta en el lecho, mientras Wolfy apaga la luz y asegura la puerta.

Tiempos de Paz - Soledad II

Veronice, sentada a la mesa con una taza de café frente a ella, escucha recitar un largo y aburrido poema al hombre que, en el pequeño escenario de la cafetería, también se encuentra sentado en una silla de largas y delgadas patas. Es el cuarto café que bebe Vero y la noche no puede ser más larga.
Es pues, un largo suspiro lo que llama. / Una idea de aquellas cosas que esperan, / el hálito de un espíritu impulsor, / el rugido de un condenado…
El peor poema nunca antes escrito o escuchado, la repetición incesante de palabras que sin sentido tratan de transmitir las mismas emociones una y otra vez. La genialidad de los hombres consumida por el monótono sonido de su voz o del dinero contante. El hombre de gruesa voz exclama en voz baja cada estrofa de su intensa oda a la nada que se le ha ocurrido. Los reflectores alumbran el cuerpo delgado que se asoma entre los metros de tela que cuelgan como ropa y destellan en las lentes redondas que se deslizan por su nariz. Viste como si fuera gigante a pesar de parecer tan ligero y dócil como su revolucionario arte.
Mírame ángel mío, mírame eternamente / Tú eres la sola luz que ilumina mi corazón / Que los días que no regresan me traigan la esperanza / Que mi libertad esté en la capacidad de amar, / de amar siquiera pueda mi corazón.
Vítores y aplausos se desbordan de las bocas y manos de los concurrentes a tal espectáculo. Las artes no han muerto a pesar de las circunstancias, dicen dentro de ellos. Silbidos y gritos piden más poesía, piden la enajenación de las mentes cultas; la apariencia del deseo de superación. Son los hombres y mujeres que no conocieron la furia de afán de poder de una nación. Son los niños que vivieron desconociendo el dolor que sus padres padecieron frente a las amenazas de la realidad. No conocen el hambre o la carencia, se niegan a mirar a su lado y descubrir a la anciana que pide una limosna, mas no pide caridad sino que por una moneda entrega una joya artificial en un hilo color carmín. Hasta en estos puntos la dignidad de los perdidos y abandonados ha alcanzado sobrepasar a los aldeanos de la comunidad mundial, los señores de aires aristócratas y filosóficos.
Veronice está asqueada. No entiende como pudo ocurrírsele entrar en tal tugurio pintado de rojo y blanco donde esas mezquinas alimañas que, como palomillas, giran sus ojos hacia la luz mortecina. Apoya los codos sobre la mesa y con sus manos toma su cabeza negándose a ver el espectáculo.
–Me lo esperaba. Así es esta ciudad, así es el mundo. –se dice a ella misma.
Niega con la cabeza mientras mira los residuos estancados en el fondo de la taza. Era un café negro, sin azúcar tal como lo ha bebido por tantos años. Primero por la falta del endulzante en casa de sus padres, luego por la amargura que su propio ánimo. Ahora no quiere dormir ni permanecer en ese sitio, pero no tiene otras opciones. Suspira.
Resignada decide salir del establecimiento. Son las dos de la mañana según el reloj de arriba, en el dintel de la puerta. Se incorpora y llama al mesero que le ha atendido durante toda la noche. Él le trae la cuenta, un pedazo de papel manuscrito sobre una charola de plástico color negro. Veronice hace un gesto de desaprobación frente a la suma que se le imputa, aún así saca de su maleta la cartera y extrae de ella un par de billetes color verde, de un verde similar al de las hojas de palma que se han quemado por el sol y están apunto de caer. Los deposita encima de la bandeja y sin esperar a que sea retirada ella se aleja.
Con su maleta en la mano se pasea por las calles luminosas. Observa las fachadas y puertas abiertas que a su paso se encuentran. Le admira la cantidad de luz que se concentra en tan pequeño punto. Las farolas incandescentes y las lumbreras en cada puerta no permiten a la noche llegar. El sueño se ha perdido y el día en si mismo no dejará de llegar en unas cuantas horas. Veronice continúa caminando y observa a las personas que entran y salen de los diversos establecimientos. Mujeres en brazos de hombres que ríen y balbucean su alegría etílica. Maravilloso momento de plenitud del alma sosegada por la ignorancia propia. Parejas de hombres y mujeres caminan de la mano, se besan y hablan de sus deseos, es la posibilidad de todo.
La costa se extiende en la inmensidad de la oscuridad. Vero se acerca a la playa, mira con tristeza y suplica al mar que en sus profundidades alberga el misterio de su alma. Una dulce mujer que espera a alguien que ha prometido una vida se detiene enfrentándose al vacío. Muchos hombres desaceleran su paso al ver tanta belleza en una mujer, hombres libres y esclavos del estado silban sin prestar atención al momento de intimidad que se lleva acabo frente a ellos.
Una mujer se acerca hacia Veronice mientras ésta contempla la bahía y a los barcos que se acercan. Con calma se llega hasta donde Vero se encuentra. Deja en el suelo un enorme paquete rectangular, luego rodeale con el brazo la cintura y descansa su cabeza en su hombro. Vero acomoda su cuerpo al nuevo intruso que a ella se ha unido en un solo espacio vital; la abraza tomándola del hombro y apoya su cabeza sobre la de su acompañante. Entrelazan las manos que quedaron libres, esperan que el momento de soledad pase.
Ivanna comprende el dolor que a su amiga le aqueja en aquel momento, lo siente como si fuera suyo. Un hombre, el padre de Veronice, asesinado por un oficial del ejercito; y su madre, protegiendo cada día la vida de sus dos hijos; y ella, Veronice, abandonando el hogar esperando lograr lo que tanta sangre le ha quitado a ella y a su familia.
–Una ladrona… una suripanta… –balbucea. Espera que Ivanna no haya escuchado pero lo ha hecho mas ella guarda silencio.
Las imágenes de su madre desmontando los campos ajenos, arrancando la maleza con sus manos y la de su hermano, un niño, levantando piedras, bultos, personas, denigrando su cuerpo en toda aquella faena que perteneciera a las propias de un peón, un esclavo. Pero ella… ella no quiere recordarse en estos momentos. Fue así que pasaron las edades.
Y ahora la enfermedad, la punzada fulminante como flecha que se penetra en el cerebro, que aniquiló la vida de la madre de Veronice. Murió lentamente, desconectada de la vida que antes en fatigosos días lograba superar. Como un objeto que solo respira se dejó llevar por las alas de la muerte. Un instante sin dolor le sumió en profundo sueño del que no despertó. Al atardecer, el alma encadenada por los años y dolores fue libre. Una sonrisa como testamento les legó a sus dos hijos. A partir de entonces no hubo más que separación. Hace ya un año de ello.
El llanto de Veronice moja los cabellos de su amiga. Un lamento en silencio mientras ambas miran la mar, la negra mar. No hay palabras.

–Magnifico lugar que te encontraste hermano –le grita Víktor a Gabb mientras observan a las mujeres que danzan sin ropa sobre las mesas de los comensales.
–Ya sabes que siempre tendrás diversión conmigo –responde al momento en que una joven se acerca a él y se sienta en sus piernas. Los dedos de la mujer acarician el vello en el pecho del varón. Gabb solo ríe y toca todas las partes del cuerpo de la bailarina. En este lugar no hay restricciones, afirma el letrero que en la entrada está pintado.
En este lugar las palabras salen sobrando. Luego de separarse del capitán Sfrener ambos hermanos recorrieron las callejuelas de la zona roja de Valarta. Es donde los negocios de los hombres se llevan acabo. Enormes anuncios de luz fluorescente invitan a participar de los espectáculos de regocijo a todos aquellos que necesiten salir de la monotonía de las aguas. Las verdaderas casas donde los marineros pueden encontrar sosiego para sus apetitos.
Gabb y Víctor entraron en el establecimiento que el primero indicó. Sobre sus cabezas se leía el nombre del establecimiento, letras iridiscentes en serpenteantes grafías invocaban a los transeúntes a penetrar en la oscura sala donde el espectáculo se llevaba acabo. Gabb sin pensarlo tomó del brazo a su hermano y ambos, luego de pagar por el derecho de entrar, se imbuyeron en los sonidos y olores que mezclados elevaron los bríos del mayor de los dos.
Ahora se encuentran sentados sobre sillones de imitación de piel negra, frente a ellos una mesa cuadrangular se une por tablones transparentes a la pista central. Visto desde lo alto, el lugar toma forma de estrella, seis mesas alrededor de una tarima tapizada de alfombra roja que en el centro ya tiene una silla, o una jaula, o un tubo, la variedad de la noche no tiene límites. Las jóvenes mujeres que apenas alcanzan los veinte años danzan en extraños movimientos de seducción.
El enorme hombre de fuerte pecho ríe y bebe sin parar, son los buenos momentos que él nunca se pierde. El vino y los alcoholes caen sobre él pero parece no importarle. Una de las damas lame el líquido vertido mientras manipula los genitales del tipo con su mano. Gabb se siente eufórico, al punto que ha olvidado como llegó a ese lugar. Víktor también le agrada este lugar, sus ojos bailan a cada sitio donde una fémina danza o camina. El andar de una mujer le cautiva, el movimiento de sus caderas o su lento avance y sus gráciles ademanes, todo esto se confunde en las formas del cuerpo femenino. Es como ver las olas golpear delicadamente la playa, es como sentir el calor del sol a través de ligeras nubes que el viento desplaza suavemente en el firmamento, o como el roce de una pluma en un rostro áspero de quien se somete a tan divino regalo. Víktor ama a las mujeres, por el simple hecho de serlo.
–Oye. ¿A dónde llevas eso chiquilla? –pregunta enojado Welther a una mozuela que tomaba la maleta de Víktor, su expresión cambió de improviso, al mismo tiempo evita que ella se aleje tomándola de la muñeca, ahora está aprisionada por una mano tan fuerte como grilletes.
–¿Qué pasa Gabb? –dice Víktor girando su rostro aún sonriente hacia su compañero.
Gabb no logra escuchar la pregunta de su hermano puesto que un hombretón se presenta en ese momento. Un gorila con la cabeza rapada y vestido completamente de negro. La embriaguez de Gabb ha desaparecido. Comprende que algo está apunto de ocurrir si no hace algo al respecto.
–Amigo, ¿algún problema? –inquiere el guardián observando el brazo de la muchacha. Al darse cuenta de ello Welther la suelta.
–Se llevaba la maleta de mi hermano –responde Gabb, toda su fiereza aparente desapareció al verse escrutado.
Los dos hermanos, opuestos e iguales. Luego de la muerte de la madre de Gabb, Evah Welther, su padre contrajo nupcias con Angelia Dresde. Ambos crecieron juntos, la solidez de su fraternidad nunca se vio resquebrajada. Pero la realidad interior de cada uno parecía ir hacia puntos apuestos. Criados de diferente manera: Angelia amaba a Víktor su hijo, pero, aunque respetaba a Gabb, le despreciaba en su interior. Tuvieron la misma educación, las mismas aficiones, el mismo techo, las mismas oportunidades, sin embargo una sonrisa por las mañanas, o una palabra de amor, o una caricia fueron la diferencia para los dos hermanos. Víktor siempre reía haciendo resplandecer su rostro, al contrario de Gabb quien su sonrisa parecía encubrir un secreto propósito aún cuando ello fuera mentira. El padre de ambos les cuidaba y satisfacía sus necesidades, pero estaba lejos. Los separaba los muros de su casa, las puertas de las habitaciones, los separaba la distancia que ponía entre él y sus hijos.
Una herida fue creciendo y cicatrizando con los años, quedó manifiesto que Gabb jamás sería un hombre común. En la adolescencia surgió de él un ser carnavalesco, una gigantesca fiera velluda. Su cuerpo compensó la carencia de un algo que no podía definir. Los jóvenes le temían, incluso hombres maduros alistados a la marina de Quertenk mantenían su distancia. Un miedo inconsciente que les impedía ver la sonrisa con la que cada mañana saludaba a todos. Víktor estaba con él en el mismo regimiento a las órdenes de Manx Sfrener. Al contrario de su hermano simpatizaba con todo aquel que se allegara, ese era su don y lo detestaba. Amor, afecto, compañía, amistad, tantas virtudes y gracias que él nunca pidió.
En la batalla de Comanod, ambos jóvenes combatieron hasta casi morir. Su valentía no era más que aparente, cada uno enfrentaba a su propio destino. Gabb reflejaba su odio a la soledad que provocaba, Víktor expresaba su cólera contra el apoyo falso que recibió. Pero ni uno era el hombre bestial ni el otro el varón carismático. Aún así, ellos eran los únicos que se sabían, los que podían amarse y odiarse sin remordimiento ni dolor. Lo sabían, eran hermanos.
–Aquí nadie es ladrón –espeta entrecerrando los ojos el hombre de negro.
–Pero… –y sin poder decir más son levantados de sus asientos por varios pares de brazos. La música continúa sonando mientras los demás hombres observan como las jóvenes se despojan de sus ropas, otros caminan con una muchacha a su lado hacia uno de los cuartos en el fondo de un pasillo oscuro. Nadie presta atención a la algarabía que en una mesa se lleva acabo. Víktor golpea en el rostro a un guardia mientras Gabb toma las maletas de ambos. Entre empujones y gritos de chicas los hombres pelean por salir y liberarse de la trifulca.
Los hermanos corren en dirección a la puerta de salida donde son esperados por un par de tipos quienes les impiden el paso. Víktor golpea en el estomago a uno de ellos, tan rápido movimiento fue que no permitió que éste se defendiera, mientras Gabb se arroja contra el otro derribándolo contra el piso. Puñetazos y patadas dejan tras de sí la tripulación del Arca.
–Después de todo fue una buena noche ¿o no? –dice Víktor sonriendo al tomar el equipaje de manos de Gabb mientras se alejan del lugar de su pequeño incidente
–Cállate estúpido –responde.
Caminan en dirección a la plaza principal de la ciudad. Llegando allí se dan cuenta que Sfrener los espera acompañado de Arthur y Sebastián. Faltan Veronice y su amiga Ivanna, además de Wolph. Los cuatro reunidos se confortan al darse cuenta que la velada llega a su fin. Detrás de las montañas un cielo azul comienza a dibujarse. Sebastián consulta su reloj, las cinco con cincuenta y ocho minutos. Ha sido el día y la noche más largos de todo el año.

Tiempos de Paz - Comparecencia

La nave produce un gran estruendo al golpear el casco contra la superficie del agua. La fuerza del impacto provoca se estremezca el zeppelín y todos en su interior, algunos perdiendo el equilibrio a punto de caer, otros saliendo de sus ensoñaciones y los más sensatos suspirando la ansiedad que les produce esta escala. Todo ello es señal de que han llegado al puerto de Valarta.
Geografía incierta de largas playas frías. Tenazas pedregosas encierran las aguas que embisten las riberas. Un pequeño golfo, flanqueado en la entrada por dos altas columnas que resplandecen en la punta imitando al sol, se indica con ello la puerta de entrada a la ciudad, paso inexorable para cualquier visitante venido del mar. Las noches nunca son negras ni silenciosas a causa del caudal de navíos y zeppelines que sin cesar alcanzan los embarcaderos diseminados a lo largo de la brecha terráquea. En el centro de la bahía una ciudad se yergue, puerto comercial de gran envergadura, la ciudad costera más grande del hemisferio norte. La gran Valarta, icono de la fuerza naval de Rottemberge. A cada lado del puerto principal se encuentran asentadas las naves del Ejercito Negro; bestias inertes que resucitan al estallido de la combustión interna, se mantienen oscilando al ritmo de las olas mientras encalladas en los muelles esperan la orden de salir, ya sea surcando los cielos, despedazando las nubes; o flotando por las aguas verde-azules, entre velas y motores.
“Arca” se desliza hacia el embarcadero ocho, receptor de las naves de carácter privado. Los motores hacen girar las aspas que permiten la navegación en mar del zeppelín. Logra entrar en la esclusa por completo, es un navío de escala normal. Son pues los fondeaderos los únicos lugares donde estos monstruos metálicos pueden tocar tierra. La punta de la proa toca el extremo final del compartimiento en el cual un gran candado cierra los amarres para evitar la salida del barco. Enormes cadenas tiradas por cinco hombres son la seguridad que impedirá la salida de los viajeros.
Sfrener y toda su comitiva emergen a cubierta saliendo del cuarto de control. Sebastián le sigue ya revestido con su capa, posteriormente Arthur con su inseparable espada a la espalda y enseguida Veronice dejando que la brisa marina le colme los pulmones. Atrás de ellos Wolph con una mochila de tirantes a los hombros, pareciendo temeroso de perderla mantiene tomado con una mano una de las estolas de tela. Todos cargan sus equipajes y en la mano el pasaporte que les identifica, que les enumera como uno más de la multitud que conforma a la población mundial. Bajan por la escalera de cuerda, con su equipaje al hombro, alcanzando el malecón donde esperan ser recibidos por la oficina del arancel.
Un silbato se hace oír y en el acto una comitiva de hombres y mujeres vestidos de negro se presenta a las puertas de la aduana del puerto ocho. Con gorra cuadrada se encasquetan rostros idénticos, andrógenos defensores de la paz impuesta. Gruesos y pesados chalecos cubren sus pechos mientras los brazos son cubiertos por una camisa de difusa manufactura. Pantalones ligeros cubren las piernas entre numerosos pliegues que terminan comprimidos por las botas de largas cintas blancas, único color en el uniforme. A la cintura llevan una serie de armas de fuego y de acero templado para resguardar la seguridad.
En medio de la comitiva un hombre de traje se adelanta y pronuncia:
–Bienvenidos a Valarta. Puerto número 14 en la región 28. Se nos ha informado del percance que sufrieron mientras volaban en dirección a Faustia. ¿No es cierto?
–Así es –responde Sfrener, a la vez que deja caer a sus pies el bulto que conforma su equipaje– nos vimos en la necesidad de desembarcar aquí para llevar a cabo las reparaciones necesarias.
–Muy bien capitán. Supongo que es usted el capitán de esta nave ¿o me equivoco? –pregunta el hombre.
–Así es mi señor.
–Correcto. Por cierto soy el inspector Mortín Exenbar. Por favor acompáñeme usted y toda su tripulación capitán…
–Sfrener, Manx Sfrener, inspector Exenbar.
–Muy bien. –y dirigiéndose a los militares ordena– ¡Ustedes revisen el navío!
–¡Si señor! –recibe como respuesta e inmediatamente el cuerpo castrense comienza con la actividad.
A unos cuantos metros de distancia se levanta el edificio de aduanas de la sección ocho. De tres pisos y color gris, en el centro una escalera de un azul casi negro zigzaguea permitiendo alcanzar los diversos niveles. Cada uno de ellos se conforma de cuatro habitaciones, dos a cada lado de la escalera, ordenados a lo largo de pasillos exteriores que a la vez hacen de terrazas. Las puertas y ventanas miran al mar. Las gaviotas revolotean a su alrededor y en sus techos han construido sus nidos al lado de una bandera amarilla y roja, estandarte que representa la nacionalidad mundial.
Mientras avanzan un soldado se antepone a Sfrener y pregunta: –¿Algún otro de su tripulación continúa en el navío capitán?–
–Si soldado, otros dos en la sala de máquinas que dentro de poco saldrán.
–Correcto capitán. –y sin decir más se dirige al zeppelín.
Los cinco alcanzan el segundo piso de la construcción. En la puerta de la primera habitación a la derecha de la escalera se lee: “Reconocimiento”. Exanbar se encuentra dentro, ha tomado asiento tras su escritorio y les espera. El cuarto carece de motivos; muros grises que se mimetizan con los exteriores, pilas de libros y documentos reposan sobre cajas y archiveros. Vació de vida a excepción del ocupante principal.
–Adelante, tomen asiento. –dice a la comitiva recién llegada e indicando con un gesto de su mano un par de sillas frente a él. Sebastián y Veronice ocupan los lugares. –Por favor, muéstrenme sus documentos. –pide un momento después.
Por la mano de Sebastián pasaron cinco pequeñas libretas azul-marino con el escudo dorado de Rottemberge en la cubierta. Varios se encuentran atestados de sellos y firmas, signo de las incontables experiencias pasadas. Incontables no por el número de ellas sino por sus significados.
–Gracias –dice Exanbar al tomarlos de las manos de Bastián– Sebastián Nix, ¿me equivocó? –pregunta mirando al dueño y hojeando con los dedos el pasaporte.
–En lo absoluto. –contesta afirmando con su cabeza blanca.
–Muchos viajes señor Nix. –comenta Exenbar sin levantar los ojos del papel.
–Los que la edad me ha permitido. –responde con comicidad.
–Correcto. Veronice Leff… señorita Leff es curioso el artículo que lleva en la pierna. –observando Mortín con detenimiento las formas de la mujer.
Sedante con las piernas cruzadas y las manos sobre los brazos de la silla ella responde sin titubear. –No lo es considerando las circunstancias en que se encuentra el país. Pero si se lo pregunta poseo autorización para portarla incluso usarla en las diversas regiones. Esto puede comprobarlo en las notas del pasaporte.
–Ya lo he hecho señorita Leff. –sin dejar de mirarla– No encuentro inconveniente en lo absoluto. Y ahora –tornando los ojos nuevamente a los documentos– Manx Sfrener. Capitán en estos momentos examinan su nave.
–Comprendo.
–Usted es Arthur McNaullian –mirando al hombre que tras Sebastián se erguía con los brazos cruzados.
–Así es señor. –asiente.
–Militar. Curioso. ¿Luchó en las filas de Filiantes, verdad? –pregunta el funcionario.
–Así es señor. –responde Arthur bajando los brazos y entrecruzandolos ahora a su espalda.
–Quizá algún día le interese ingresar al ejército de Rottemberge. Quizá no en la facción Negra pero quizá en la segunda o tercera guardia.
–Quizás señor. –manifiesta Arthur mientras se tensan los músculos de sus brazos a causa de la irritación que le produce aquella invitación.
–Y tú eres Wolph Wilding. –expresa mirando con detenimiento las facciones del joven.
–Mi protegido –responde al acto Bastián inclinando su cuerpo hacia delante tratando con ello de interponerse entre el hombre y el muchacho.
–Ya veo. Primer viaje ¿supongo? –pregunta el inspector dirigiéndose a ambos.
–Así es. –responde tajante el anciano.
–De acuerdo. Por el momento todo en orden. Capitán, señores, señorita –declara a los visitantes e iniciando el ponerse de pie. Mientras realiza esto llaman a la puerta.
–Adelante. ¿Qué desean? –observando a los dos hombres que entraban.
–Somos la tripulación del “Arca” al mando del capitán Sfrener. –contesta uno de ellos.
–Muy bien. –Exenbar toma asiento de nuevo– Identifíquense.
–Gabb Welther, señor.
–Viktor Dresde, señor.
–Pasaportes –les es ordenado siendo estos entregados al tiempo.
–Correcto. –levantándose dice– Por favor, esperen aquí hasta que me informen de la situación de su nave. –acto seguido camina hacia la puerta y sale por ella de la oficina cerrándola tras él. La documentación permanece en su poder luego de salir.
Nadie se atreve a pronunciar palabra. Los movimientos son escasos. La sensación de ser observados es intensa. Sebastián y Veronice mantienen la vista fija en la pared del fondo recorriendo cada grieta que forma raras estructuras. Han tomado una postura menos rígida reclinándose con soltura en sus respectivos asientos; Bastián con las manos sobre su estomago y Vero cruzándolas tras su cabeza. Sfrener junto a Gabb y Viktor observan el mar a través de la amplia ventana, parecen comunicarse por medio de un lenguaje mudo, tamborileos de dedos y cambios de posturas indican pensamientos pesimistas a su situación. Wolph por su parte mira detenidamente a los dos camaradas que recién conoce.
Gabb, un gigantesco hombre copiosamente velludo, más parecido a un oso de casi dos metros que a un humano. Con el rostro afeitado pero cabello alborotado sonríe a nada con aire de malicia, al lado de su faz una pequeña trenza atada con hilos blancos cae sin, aparentemente, causarle contrariedad. Largas patillas enmarcan su cabeza y cubren sus oídos confiriéndole características bestiales. Sin camisa muestra su grueso pero manifiestamente musculoso cuerpo entintado producido por los aceites y demás sustancias que en el interior de “Arca” le confieren vida. Sus brazos parecen apenas poder cruzarse, lo fuerte de ellos y el volumen de su pecho revelan el esfuerzo que representa su labor de mecánico. Un par de muñequeras de metal separan las grandes manos, cuales garras, del resto del brazo. Lleva una chaqueta blanca, o lo que fuera en sus días ese color, colgando de la cintura y fajada por el cinturón que sostiene los pantalones grises, manufacturados en tela resistente y dura. Un par de botas amarillas cubren sus pies. Igual postura toma a la de su capitán, con las piernas abiertas y la espalda erguida, aún cuando parece llevar a cuestas una joroba. Un hombre que en cualquier lugar llamaría la atención, menos donde la fuerza ha tomado la dirección de la supervivencia.
Arthur había permanecido cerca de la puerta desde el principio. Recargado en la hoja de metal con una pierna doblada, descansando la planta del pie en la misma puerta, observa de frente con los brazos cruzados a los dos individuos compañeros de Sfrener. Viktor le parece un hombre sensato, una impresión contraria hacia la que tiene de Manx. Un joven que aparenta tener veinticinco años, con el semblante sereno parece al mismo tiempo contemplar las cosas con peculiar curiosidad. Un leve espasmo en las comisuras de los labios, similar a una sonrisa, tiende a conferirle un ánimo tranquilo y soñador. En el rostro se aprecia la barba que durante un par de días no ha sido afeitada, además frente a él un mechón de cabello rubio cae hasta tocar su nariz. Con una cola de caballo recoge el pelo que alcanza la mitad de su espalda. En la oreja izquierda una pequeña arracada situada en la punta engalana su cabeza. Al cuello una gargantilla de hilo negro con una piedra roja que pende, de igual color es la camiseta que ciñe su delgado pero bien estructurado cuerpo. Sus brazos, apoyados en la cadera, presentan una serie de cicatrices perpendiculares unas a otras que circundan las extremidades. Un anillo de oro en el dedo índice de su diestra y otro en el meñique de la siniestra adornan ambas manos. Viste holgados pantalones de un azul intenso que son ajustados por un cinturón, una larga cinta de tela blanca atada en un costado, a su estrecha cintura. Calzado de zapatillas deportivas negras con suela blanca, las cuales no le confieren mayor altura alcanzando solo los ciento setenta centímetros.
La habitación continúa en silencio con excepción de los esporádicos sonidos provenientes de respingueos de gargantas o por los movimientos de las personas. Pasaron los minutos y por fin la manija de la puerta se mueve. Arthur se aleja para permitir el acceso, entrando Exenbar con dos guardias vestidos de negro.
–Sin ningún problema. –dice el funcionario entregando a McNaullian los pasaportes– Permítanme darles de nuevo la bienvenida a Valarta y disfruten su estancia. Los mecánicos ya están haciendo su labor en la nave capitán –dirigiéndose expresamente a Sfrener
–Se lo agradezco inspector. –responde Manx.
–Pueden retirarse. Y por cierto, hicieron bien en descargar su equipaje pues no tienen autorización de abordar la nave hasta terminadas las reparaciones. –sin dar tiempo a palabras de réplica salen Exenbar y la comitiva que le acompañó.
Todos se miran inconformes pero sin esperanzas para desafiar la decisión tomada. Salen del edificio y cruzan los jardines cubiertos de césped y pequeñas flores rojizas, alrededor de ellos una serie de piedras redondas y grises hacen de frontera para ambas áreas verdes dejando un estrecho camino de lozas de concreto para el tránsito personal. Se disponen el grupo a mezclarse entre los pobladores caucásicos de la ciudad.
Ya en la calle todos se agrupan en círculo para discutir. Los vehículos automotores y de impulsión estremecen los cristales de las ventanas de comercios, casas y centros de reunión que a lo largo de toda la estrecha urbe se levantan. Hombres y mujeres cruzan la banqueta y la recorren sin apenas prestar atención a la comitiva que prevé las dificultades a las que se enfrentará en esta ciudad. El sol ha caído desde el inicio de la tarde en que arribaron a puerto, el reloj de la iglesia cercana marca el tercer cuarto de las dieciocho horas.
–Ahora si que se nos hizo– habla Arthur– ¿Dónde pasaremos la noche?
–Y quien quiere dormir si esta ciudad nunca descansa, amor. –responde Veronice confiriéndole picardía a sus palabras. Arthur solo la mira.
–Rentar una habitación supongo –plantea Sebastián.
–¿Y con qué dinero? Realmente salimos con nada de Silfius –espeta el soldado McNaullian.
–Mañana ya estará todo arreglado, la compostura no tomará más que un día. –interviene Gabb, su voz parece no cuadrar con su fisonomía, es clara e intensa– Quizá la señorita tenga razón y no tengamos que pasar la noche en un mesón. Podríamos ir a algún bar o centro nocturno y pasar la noche ahí. Al fin y al cabo esta ciudad, como bien dijo, nunca duerme.
–Gracias por apoyarme Gabb. –dice la mujer. Él solo afirma con la cabeza.
–Quizá convenga dividirnos, –expresa Sfrener– para que cada uno pueda disfrutar y estar en el lugar que más le plazca. Podemos encontrarnos aquí por la mañana. ¿Qué les parece?
Con cierta renuencia a separarse pero ante las dificultades que implicaría permanecer juntos acceden a tal solicitud. La primera partición es en dos grupos: Sebastián, Wolph, Arthur y Veronice se dirigen hacia el norte, a la zona de bares y restaurantes; mientras Sfrener, Welther y Dresde toman rumbo al sur, donde los antros y casas de mala fama se izan en la costa. Cada uno uniéndose en complicidad con la compañía a la que mayor afinidad encuentra. Aún así al final se verán separados según sus propios deseos y nostalgias. Compañeros de viaje que no tienen ni un día de ser amigos.