Actualizaciones y algunas palabras

Del quince de agosto de 2011

Saludos mis queridos lectores que no me leen. Sé que escribir una actualización para un blog que no es leído resulta completamente irracional pero aún tengo la esperanza de que alguien por casualidad encuentre este espacio y de una manera desesperada me exija que le siga contando las aventuras de mis personajes.

Me gustaría, tras un año de ausencia, traer conmigo alguna historia para llenar el vacío de mi imaginación pero no es así. No sé que me pasa. Sigo viendo acontecimientos interesantes para serles narrados pero cada vez que intento plasmarlo por escrito estos se escabullen por entre artículos científicos y capítulos de libros. Por las noches sigo soñando y divirtiéndome solo con mis personajes y sus historias, pero me gustaría compartirlos con todos ustedes sin embargo no puedo.

En estos momentos me encuentro en el laboratorio esperando a que el programa termine de y así sacar a mi última rata del día. Debería estar haciendo gráficas para los congresos de Acapulco y Cancún pero preferí procrastinar escribiendo estas líneas. Además debería estas escribiendo la introducción de mi tesis, se de que va pero no lo hago. Hoy fue el regreso de vacaciones sin embargo yo vine a la escuela todo este tiempo.

Debo sacarme esto de una vez. Prometo ponerme un día a escribir. Olvidaré cual es mi realidad actual y sus implicaciones para mi futuro y traeré de vuelta a mi lobo, a mis viajeros y quizá pueda traer a la luz a mi nuevo hijo cuyo nombre aún no me atrevo a pronunciar.

En fin, pero que se algún día llegan a este blog lean algunos de mis cuentos y me digan que les parecieron. No importa si dicen que son malos o buenos únicamente déjenme saber que ustedes estuvieron aquí.

Cualquier cosa saben que mi correo electrónico es gabons69@hotmail.com

Nos leeremos pronto.

domingo, septiembre 20, 2009

Retrato de un inmortal

En el cenit, una nube cruza el cielo estrellado. La veo flotar sobre mí. Oscura, gris, amorfa y desgarrada. Está allí, parece estacionada, aunque lentamente cambia su forma según el capricho de los vientos. La miro recostado sobre el techo de la casa. Como entre un marco de luces amarillas y ruidos citadinos esta nube, mi nube, única en el cielo nocturno, parece sólo existir para que yo la contemple.
Sus líneas, sus formas, todo en detalle se reúne en mis ojos. Su lento marchar me induce a absorberla por completo. Sin embargo, me gustan más las noches despejadas. Aquellas donde el único intruso entre el firmamento y yo es el viento. Reconozco esas noches aun cuando el día no ha finalizado. Me doy cuenta mientras el joven corre por las calles intentando alcanzar un punto que desconoce en su llegada, o cuando una mujer camina con su hijo en brazos lanzado miradas a las vitrinas, a las personas y por último a su criatura. Esos días son pues el preámbulo de una noche perfecta.
Pero todas las noches son idénticas. Todas y cada una de ellas a lo largo de los años no son más que repetición de la anterior. Las mismas estrellas. La misma luna que cada mes, con insolencia, penetra a través de las ventanas señalando la hora de nuestra forma. Sus mismos rostros y encantos. Sus mismas voces implorando no ser olvidadas. Y es que una noche como esta, imperfecta y por completo idéntica a cualquier otra, no es más que un capricho para la inmortalidad.
Salí a la calle. Recorrí los mismos puntos que en otras muchas ocasiones había recorrido. Las casas, los árboles, las aceras, todo permanecía en su lugar. Algunas cosas cambian: los colores, los tamaños, los materiales pero se mantiene la esencia. Aquello que hace a esta urbe lo que ha sido por tantos siglos.
Las farolas enmarcaban el camino por las calles de la parte central de la ciudad. Miré a cada personaje que pasó frente de mí. Muchos me ignoraron, otros me evadieron, tal como uno más de ellos. Pero si tan sólo intentará acercarme un poco más, rozar mi piel con la suya, algo pavoroso despierta y en sus rostros la angustia desconocida se refleja.
Verlos así, alejándose con premura sin poderse explicar en voz alta la razón para ello, es deleitante y a la vez triste. Algunas noches y días me disfrazo para realizar este pequeño juego. Tomo el aspecto de un ejecutivo en traje marrón o el de joven con playera y jeans, a veces el deportista o el desgarbado. Pero aún así, a pesar de que soy idéntico a los hombres en apariencia, no logro evitar su terror al sentirme a su lado. Soy igual a ellos en todo pero aún así no logro pasar como un cordero más.
Mientras estaba fuera me pregunté la razón por la cual entre ellos y nosotros se abre la brecha que nos separa. La eternidad fue mi primera respuesta. Pero su significado permanecía aún indescifrable. No me fue suficiente.
Me he mirado al espejo y he tratado de encontrar en mi rostro el signo que nos diferencia. ¿Acaso mis ojos?, es fácil enmascararlos. ¿Mi piel?, cubrirla aún más sencillo. ¿Mis movimientos?, puedo aprender a imitar. ¿Mi voz?, puedo pasar años sin hablar. Nada da resultado. Fue durante aquellas noches cuando la respuesta me llegó al contemplar mi imagen grabada en un pedazo de papel. Entre los trazos negros y grises mi rostro reflejó aquello que los hombres tanto temen.
Lo que entendí fue que entre ellos y nosotros se levanta algo superior a nuestros anhelos. Los hombres se dan cuanta sin saberlo. Se aterran al contemplar en nuestra silueta que somos lo que siempre han deseado; que estamos por encima de toda regla creada; que las consecuencias no son más que un pretexto para no vivir. ¿Y a nosotros qué nos importa el vivir si estamos en una muerte sin fin?
Esa es la implicación de la inmortalidad: el rechazo a una superflua bondad. Fuera del orden de la naturaleza, ya sean ellos o nosotros, pero es el miedo a no soportar una vida donde cualquier deseo, cualquier capricho pueda ser cumplido sin el temor a su efecto en uno mismo o en otro semejante. Les somos el mayor de sus deseos. La libertad plena, maligna y culpable. Aquella libertad que les es imposible sufrir a causa del remordimiento, de la reversión, del dolor que la mortalidad trae consigo.
Y es que, ¿qué importa una vida si se tiene la eternidad para vivirla? Por eso cuando nos ven, cuando nos tienen cerca su cuerpo sucumbe ante la posibilidad de una realidad a la cual se han retraído. Una niña muerta, para un hombre su visión se cierra ante las imágenes de los padres lacrimosos, de que su propia hija sufra semejante tormento, padecer aquella muerte él mismo en su carne. Todo ello lo frena de cometer su deseo. Huir, evadir, transformar. Después de todo su tiempo es finito, su estancia en la tierra regida por normas, su supervivencia sostenida por otros hombres.
Sin embargo nosotros, seamos de cualquier casta, ese pensamiento carece de significado. Poseemos una eternidad a la cual nosotros podemos elegir su fin, y en algunos casos ni siquiera eso; las leyes humanas cómo podrían someter a aquellos que son más fuertes que quienes las crearon; y es verdad, necesitamos a los hombres, después de todos ellos son el alimento de cada noche.
Pero, ¿por qué nosotros también huimos de ellos? Dorvank, Egeria y los demás evitan incluso mirarlos si no es necesario. Los he visto comer con indiferencia o repulsión. Como si aquello que desgarran sus fauces fuera despreciable a pesar del placer que manifestaran al cazar y desmembrar a su presa.
Tal vez sea simétrica nuestra conducta. Ellos temen en nosotros el deseo cumplido, mientras que ellos para nosotros no son más que la carga de una existencia mediocre y triste. Una vida llena de terror por el fin de cada evento. La muerte es la línea que nos separa. Poder ver pasar los siglos deja seco el corazón. Amigos, familia, propiedades, historia todo ello deja de tener significado luego de ser testigos del eterno retorno de lo igual, tal como lo predicaba aquel profeta.
Recuerdo los primeros años en que llegué a casa. Miré deslumbrado la biblioteca en el sótano. Los muros se encontraban cubiertos de libros desde el techo hasta el suelo, incluso tirados varios tomos permanecían abiertos. Dorvank señaló que cuando terminara de leer aquellos volúmenes comprendería que mi fascinación no era más que un sentimiento cotidiano. Así fue.
Luego de todos estos años, y después de leer tantos de aquellos textos, dejé de admirarme por la novedad de la cotidianeidad. Como la de esta noche y de esa nube que ya se desvaneció. Como de las luces de la ciudad y su sonido. Todos los momentos nuevos e irrepetibles, embriagantes y excitantes, capaces de destrozar el racionalismo o el arte tanto del científico como del poeta. Puesto que es placer nuevo y siempre el mismo. Por eso fue que mi indiferencia se desquebrajó cuando vi mi rostro tal como creo es visto por los otros en ese dibujo que un hombre realizó para mi.
Al caminar por la ciudad me detuve a las afueras del gran teatro. Entre los arbustos y las fuentes encontré a un grupo de artistas. Paseé entre ellos y la gente que se arremolinaba para contemplarlos. Músicos prorrumpían en notas arrancadas de guitarras, violines y trompetas. Pero me interesó algo menos evanescente. Sentado en los escalones que llevan a la sala de cámara un hombre dibujaba las facciones de una joven rubia. Me acerqué al artista y vi la belleza de su obra. Creaba algo más que una copia del original, era la proyección de eso común a todos los humanos.
Despachó a la joven mujer y me senté en el taburete que antes ella ocupara. Me miró y sus ojos me cubrieron por completo.
–¿Quiere un dibujo señor?
–Me encantaría. –y añadí cuando pretendió comenzar– Pero preferiría que fuéramos a ese bar. Me molesta la cantidad de personas en la calle.
–No creo que pueda. –me respondió evadiendo mi mirada mientras fingía arreglar algo en una caja.– Aquí es mi lugar y… no trabajo en otro.
–Quizá te convenza con esto. –y le entregué una suma tal que consideré estaba por encima de lo que el ganaba en un mes de noche– Sin embargo, por lo que resta de la noche quiero ser tu único cliente.
Miró mi mano con los billetes, levantó su brazo para tomarlos mientras alzó su mirada y la cruzó con la mía. Percibí su duda, no le permití que la abrazara.
–Está decidido, –dije– ¿nos vamos?– y ambos nos encaminamos al establecimiento.
Dejó en el suelo el taburete y una caja con sus herramientas. Tomamos asiento enfrentados. Tomó su cuadernillo y un lápiz e intentó iniciar el esbozo. Lo detuve.
–¿Te encuentras cómodo aquí? ¿Necesitas algo?
–No, nada. Está oscuro nada más.
–Quizá me será favorable. –le respondí. Luego llamé al mesero y pedí un par de bebidas. Mi artista quiso negarse pero insistí. Prometí que todos los gastos de la noche serían a mi cuenta. No le permití iniciar hasta que fuimos servidos. Dos botellas de líquido amarillo intenso llegaron a nuestra mesa. El artista bebió un largo trago, yo brindé a su salud.
–Quiero que hagas lo mismo que hiciste con la mujer. –le dije.
–¿Qué cosa? –preguntó apretando con fuerza la botella de licor.
–Mostrarme tal cual soy. –le respondí sonriendo– Sin embellecerme o encubrir nada. Créeme, me conozco a la perfección y sabré cuando mientes. Quiero pues la mayor fidelidad en tu dibujo. –él sólo asintió y comenzó a trabajar en silencio. Pasaron algunos minutos y le pregunté ante la turbación que agitaba su pulso. –¿Necesitas que esté quieto?
–No es necesario, ya tengo la posé. –dijo tartamudo.
–De acuerdo. –expresé– Mesero, por favor, otra bebida para mi amigo.
Entre varias melodías y el devenir de las conversaciones en otras mesas, el tiempo pasó con su habitual lentitud que resulta desapercibida. Cuando lo vi cabecear consulté mi reloj. El amanecer se acercaba y tendría que retirarme.
–¿Has terminado?
–¿Eh? No, bueno si. –y me pasó el cuadernillo. Lo rechacé.
–No quiero verlo hasta que esté concluido. Pero el tiempo se nos terminó. Pagué por una noche así que pagaré por otra y cuantas sean necesarias para verlo concluido. –me miró y en sus ojos se mecía el cansancio y el desconcierto– ¿Qué te parece si esta noche nos vemos aquí mismo como a las diez? Solamente te pido no trabajes en el dibujo durante el día, no quiero que lo veas a la luz del sol. ¿Has entendido? Únicamente cuando esté yo aquí contigo esta noche podrás seguir con él, de lo contrario… Bueno, por ello he pagado tus servicios a buen precio.
Me levanté y el hombre me imitó. Intentó estrecharme la mano pero lo rechacé. Noté que le era imposible pronunciar palabra. Le recordé la hora de la cita y me fui.
Regresé al bar a la hora pactada. Me sentí satisfecho al ver a aquel hombre sentado en la misma mesa de la noche anterior. Me llegué a él y éste me recibió poniéndose de pie. Parecía nervioso. Y justa razón tenía para estarlo cuando me reveló su pequeña falta a nuestro convenio.
–No le cumplí con lo acordado. –me dijo cuando el mesero estuvo a nuestro lado sirviendo las bebidas solicitadas– Vi el dibujo por la tarde. No porque quisiera trabajar en él. No. Fue más bien porque no lo recordaba. Quería saber que había hecho y no me gustó lo que vi. Destruí el dibujo y espero que me permita iniciarlo nuevamente. Y créame, le prometo que para esta noche estará terminado.
Tomó de la mesa su bloque de hojas y el resto de su instrumental e inició su tarea. Me observó detenidamente. Escuché su pulso acelerarse conforme el tiempo pasaba y temí que cayera presa del terror. Exhaló pesadamente y dijo que me pusiera en la posición que me pareciera más cómoda. Así lo hice y comenzó a trabajar.
Advertí la frustración en su rostro luego de varios minutos. Entendí que le había cargado con una tarea más pesada de la que podría soportar. Me entristecí y quise aligerársela entablando conversación con él.
–Dime, ¿por qué te decidiste a venir?
–No sé. –respondió encogiéndose de hombros– Por la paga supongo. Pensé que me convenía más otra noche como la anterior. Y también no quería quedarme con un mal dibujo en mi cuaderno.
Me agradó su respuesta al punto de hacerme reír. Extraje un cigarrillo y comencé a fumarlo frente a él sin atender a ofrecerle alguno. Fue evidente el brillo en sus ojos. Tiró al suelo el pedazo de papel sobre el que trabajaba y recomenzó su labor. Trazaba alguna línea para luego levantar su mirada y memorizar mi figura. Olvidó por completo la botella que frente a él permanecía con la mitad de su contenido.
Minutos, quizá más de una hora transcurrió cuando empapado en sudor y agotado me tendió el cuaderno con mi imagen en él. Allí vi, por primera vez, mi rostro sin mortalidad a través de los ojos del mortal. Comprendí su turbación al tenerme cerca. Era yo, despectivo y arrogante, lanzando una nube de humo hacia el espectador. Era capaz de tenerme miedo.
–¿Qué le parece? –preguntó al tomar la botella de la mesa.
–Espectacular. –atiné a responder. Era lo mínimo que podía expresar ante la obra. Pareció complacido con mi comentario. Luego alargó la mano en solicitud del cuadernillo.
–Dígame, ¿cuál es su nombre?
–Gabrius –le respondí. Escribió mi nombre en la parte inferior de la página con una caligrafía decorada que entonó con la armonía del retrato. Por último firmó su obra en la esquina inferior y arrancó el papel para entregármelo.
Pagué sus servicios con una suma superior a la dada la noche anterior. Al tomar el dinero se encontraba complacido. Era tal su desenfado ante la situación que no resistí a preguntarle si yo aún le causaba miedo.
–No. –respondió– Ya no. Creo que me acostumbre a usted o no sé. Pero la verdad, ayer si que le tenía mucho miedo. No sé por qué, sólo sé que no quería quedarme sólo con usted. Y durante todo el día estuve pensando en eso y era absurdo. ¡Lo qué me pesó venir hoy! No quería en realidad. Pero tenía que venir, había quedado con usted a hacer su dibujo y no podía defraudarlo. Ahora ya no me incomoda verlo, no sé, supongo que después de todo usted es una persona más.
Guardamos silencio. Al terminar su bebida se despidió y se lo permití. Introdujo en una caja cuaderno, lápices y demás utensilios. Se levantó y lo vi marcharse. Por mi parte me quedé algunos momentos más en la mesa pensando en lo que me dijo. Luego me retiré a buscar mi alimento de aquella noche.
Tengo en mi habitación ese dibujo enmarcado sobre la pared. En cada despertar lo veo verme, lo que me produce algún tipo de satisfacción lastimosa. Muchos de la jauría lo han alabado e incluso, si no tuvieran asco a los hombres, habrían querido que les hiciera uno. Yo simplemente los dejo hablar.
Sobra decir que mi dibujante ya no asiste cada noche a retratar a persona alguna en aquel rincón del teatro. Y es que, después de todo, no puedo permitir que nadie me deje de tener miedo.