Actualizaciones y algunas palabras

Del quince de agosto de 2011

Saludos mis queridos lectores que no me leen. Sé que escribir una actualización para un blog que no es leído resulta completamente irracional pero aún tengo la esperanza de que alguien por casualidad encuentre este espacio y de una manera desesperada me exija que le siga contando las aventuras de mis personajes.

Me gustaría, tras un año de ausencia, traer conmigo alguna historia para llenar el vacío de mi imaginación pero no es así. No sé que me pasa. Sigo viendo acontecimientos interesantes para serles narrados pero cada vez que intento plasmarlo por escrito estos se escabullen por entre artículos científicos y capítulos de libros. Por las noches sigo soñando y divirtiéndome solo con mis personajes y sus historias, pero me gustaría compartirlos con todos ustedes sin embargo no puedo.

En estos momentos me encuentro en el laboratorio esperando a que el programa termine de y así sacar a mi última rata del día. Debería estar haciendo gráficas para los congresos de Acapulco y Cancún pero preferí procrastinar escribiendo estas líneas. Además debería estas escribiendo la introducción de mi tesis, se de que va pero no lo hago. Hoy fue el regreso de vacaciones sin embargo yo vine a la escuela todo este tiempo.

Debo sacarme esto de una vez. Prometo ponerme un día a escribir. Olvidaré cual es mi realidad actual y sus implicaciones para mi futuro y traeré de vuelta a mi lobo, a mis viajeros y quizá pueda traer a la luz a mi nuevo hijo cuyo nombre aún no me atrevo a pronunciar.

En fin, pero que se algún día llegan a este blog lean algunos de mis cuentos y me digan que les parecieron. No importa si dicen que son malos o buenos únicamente déjenme saber que ustedes estuvieron aquí.

Cualquier cosa saben que mi correo electrónico es gabons69@hotmail.com

Nos leeremos pronto.

jueves, julio 17, 2008

Tiempos de Paz - Femineidad

De las pocas cualidades que permiten a una mujer adentrarse a los mundos que los hombres acostumbran, es la noche una de ellas. Baja de su departamento, en el quinto piso, hacia la bahía que se extiende a lo largo de un mar negro, casi muerto desde el final de la guerra. Los escalones de piedra y concreto emiten sonoros cantos al choque de los tacones en los zapatos negros y severos que la mujer utiliza.
Un fantasma escondido dentro de un cuerpo vestido de traje azul, con el cual sale aún arreglando el cuello de la camisa. Silueta bronceada que intenta engañar a los testigos de su paso. El viento marítimo sopla tratando de desgajar la piel falsa con la cual se ha revestido Ivanna. Es ella quien decide esconderse para jugar con los arcanos prohibidos.
Firme, recta, dura, cualidades de una virilidad estereotipada. Cuerpo formado para un bello mozuelo, andar exótico para una voluptuosa mentira. Delgado, con recia faz de marcadas líneas y ligera sonrisa que labios pequeños y fríos crean. Lociones constituyen el espacio etéreo en el que se mueve la dama. Es que sin saberlo, o siquiera intentarlo, ella es capaz de generar una ilusión a su alrededor. Mas dentro de él, el disfraz evidenciado, palpita el signo de la feminidad. El alma candente de quien espera encontrar aquello olvidado. Sale pues, al exterior nocturno y las luces de las farolas juegan con las sombras llenando por completo la magia.
Sobre su rostro, unas lentes de marco grueso esconden la enigmática profundidad de una mirada fascinante. Su cabello largo cae y gira revolviéndose imposible de contener, enmarañado y terco como el de un hombre brusco. Ella camina como si fuera un él. Olores que las olas emiten penetran hasta su pecho y son exhalados con todo el miedo que ésta noche pueda traer consigo. Camina y nadie nota su singular presencia.
Por las calles empedradas de la ciudad marítima los automotores rompen la penumbra con la luz despedida de sus faros. Su marcha fatigosa es parte del calor que las mareas traen consigo. Y es que la Luna, ya eclipsada por su propia sombra, se empieza a elevar por la línea del horizonte. Los camellones rebosantes de tropical vegetación susurran con las brisas que de cualquier parte previenen. Ya no hay fauna que cante en una selva artificial, la humanidad danzante por las callejuelas y malecones son quienes vitalizan eternamente a una ciudad estéril.
Ivanna Liev recorre las calles, es un hombre encubierto. Imposible reconocer quien es quien dentro de la frondosa actividad. Y aún cuando lo supieran, sería innecesaria cualquier reprimenda o acusación, todo es normal a los ojos de los hombres y mujeres, jóvenes y adultos nacidos después de la guerra. Todo evolucionó al retorno de los principios.
Un misterio por años estructurado en la mente de su dueña y es éste el que le acompaña entre las calles y avenidas de una exótica ciudad de vivos colores. Relumbran en el día las fachadas de los edificios al ser bañados por el sol; gama de arcoíris silente dentro de un espacio dominado. Por las noches, los fulgores artificiales congelan las miradas atrayéndolas como insectos. Trampas seductoras sin otro peligro más que el de la pérdida de la identidad.
Es por ello que decidió vivir aquí hace cinco años. Cuando Isbelt le resultó una urbe hueca y una triste isla, cuando sus habitantes dejaron de actuar y se propusieron labores para sobrevivir. Pero tal vez lo que le hizo salir de entre su gente fue que su hermano le echó de casa con una maleta rota y un poco de dinero. Sin derramar una lágrima escapó de tan desventurado destino y ahora reina en los juegos de la espontaneidad. Sabe subsistir sin dejarse matar lentamente y teniendo el placer del obnubilado amor que desencadena en cada hombre que conquista.
Ésta noche camina por la acera hasta acercarse a la casona de fachada amarilla y rejas en las ventanas. Espacio público donde comensales y aventureros pasan las veladas esperando el regreso del sol al amanecer. Ivanna apenas toca con sus dedos la rugosa pared exterior del establecimiento mientras recorre este último tramo. Pasa delante de dos altas y angostas ventanas enmarcadas con motivos florales en cantera; arrebolado detalle sincrónico de aquel tiempo en que Valarta fuera la bella joya del mar. Se llega entonces a la puerta de metal, verjas de gruesos hilos metálicos, abierta para recibir a los visitantes. En un leve instante tiene la precaución de no entrar, seguir su camino hacia las orillas de la ciudad donde está aquel antro callado por las órdenes morales de la municipalidad. Pero no permite que la acción se ejecute y mantiene el paso hasta terminar de cruzar el estrecho pasillo que conduce al patio central de la casa. Viola las disposiciones que niegan el ingreso a la mujer, pero ella no lo es hoy, ella es el espíritu de un hombre que dejó su vida por la fe en una esperanza antigua.
Mira con atención, de pie junto a la base de una columna doble, son una serie de ellas las que configuran el gran cuadrado que se forma por la arquería constructora de pasillos al alrededor del patio, y contempla la algarabía de un bar concurrido de clientes. Ya la noche se encuentra muy adentro y la vitalidad renace en el intento de olvidar los pesares del día.
Las mesas al centro del lugar se hayan todas ocupadas y las habitaciones, cuyas puertas miran hacia los pasillos interiores, despiden las fragancias características de los entes nocturnos. Cruza pues, decidida, el amplio cuadrado de lozas rojas. Sortea a toda clase de hombres: atractivos y horrendos, viciosos y virtuosos, desconocidos y conocidos, todos ellos los que conversan, que beben y ríen. También a meseros en su carrera por servir y cobrar, y a los humos del tabaco y a la música proveniente de los altavoces en el techo. No es una casa, es una cueva donde tal vez encuentre la respuesta al enigma que tanto le inquieta.
Luego de danzar con todos, en su caminar hasta la barra empotrada en el muro que enfrenta a la puerta principal, alcanza su objetivo. En exterior, bajo un cielo que no deja presenciar las estrellas y bordeado por palmeras y otras plantas verdes, toma asiento en un banco alto al lado izquierdo de una pareja de caballeros que conversan en silencio. Indica con la mano que le sea atendida su solicitud y con una mueca se reconoce lo que pide. El hombre con chaleco negro y corbatín rojo deposita frente a ella un pequeño vaso de cristal en el cual se vierte un licor azul afamado a nivel mundial. Ella lo bebe y pide que sea llenado de nuevo, se ha adaptado al entorno en que se encuentra, eludió la última prueba de su masculinidad.
Se gira en su asiento y observa lo que sus ojos contemplaron al entrar. Una multitud de hombres que entran y salen de habitaciones. En la puerta de acceso la conmoción por ingresar se inició, no hay espacio para alguien más. Pero estas características no le interesan a ella. Su disfraz no trae consigo el conocimiento anhelado. Su mente está lejos de lo que realmente son las personas que le rodean. La atmosfera enviciada se ha tragado a la concurrencia y también a ella.
Vuelve a girarse y mira en el espejo, que se levanta tras las botellas exhibidas detrás de la barra, su propio rostro desconocido.
–¿Qué hago aquí? –se pregunta al tiempo que ingiere el resto del licor que aún contiene su pequeño vaso. Baja la mirada y siente miedo. Algo le molesta pero no sabe que es. Le duele el pecho, le duele la cabeza, le duele el rostro que le observó en el reflejo. Está apunto de levantarse cuando escucha un fragmento de la conversación que tienen los hombres a su lado.
–Es que lo único malo de ti, Bastián, es que eres un hombre de bien. –dice uno de ellos al momento que coge el tarro de cerveza que tiene delante para beberlo por completo.
–¿Y a qué viene eso? –pregunta el otro, más viejo que aquel, con un tono de molestia puesto que se pone a mirar su propio vaso intentando escapar al diálogo.
–Pues que, simplemente eso me pareces. Al fin y al cabo todo esto fue tu idea.
Reconoce el nombre del anciano. Mira a través del espejo el rostro taciturno del hombre que una vez conoció por las charlas de Veronice. Sólo podía ser él, el viejo complaciente de sonrisa franca. En una fotografía, diez años más joven, retrata los mismos ojos amarillos tras pequeños anteojos de moltura plateada, la barba que encanecía y cubría la mitad del rostro del sujeto, además el cabello alborotado intentando ser jovial, y en aquella imagen lo conseguía.
Percibe su propia sorpresa al encontrarlo allí, a su lado. Casi tocó su mano cuando recibió del cantinero el vaso con su licor.
Se gira para apreciarlo mejor. Es el enorme hombre que se imaginó años atrás, pero se le presenta triste y preocupado. Él no hace gesto por verla, está perdido en un mundo de ensoñación e ideas. Contempla Ivanna el perfil rectamente cortado, su pecho se conmociona cada vez que él cierra los ojos. Le parece que le miraba desde hace mucho tiempo.
Sigue repasando la silueta de su hombre. La espalda encorvada por la pesadez de sus pensamientos más que del quebranto de su fortaleza. Luego camina por el sendero de los brazos, fuertes y rígidos, hasta desembocar en las manos cuyos dedos aprietan con energía el vaso cristal aún lleno. En la muñeca izquierda encuentra la señal que despeja las dudas sobre la identidad del viejo. Un reloj cuya tapa lleva escritas las iníciales de su nombre: S. N. Él es Sebastián Nix.
A sus pies, depositada en el suelo, una maleta cilíndrica de color verde. Asociando ideas, creando especulaciones y sintiendo un renovado miedo, comprende que la situación de los nómadas cambió irremediablemente. Veronice le comunicó hacía una semana que saldría de viaje rumbo a Faustia acompañada de aquel hombre y otros sujetos. Pero si él se encuentra allí significa que Vero también. Ambas se necesitan en este instante.
Sin llamar al cantinero deposita en la barra del bar un par de billetes de descolorido color verde, se levanta haciendo fluctuar el banco de madera y se dirige apresuradamente a la salida. Con grácil manejo de su cuerpo flota entre los vapores y voces de los comensales. Una gacela delicada que olvida su aparente situación. Un hombre afeminado es el que sale golpeando a dos clientes en la puerta.
Arthur, el hombre junto a Sebastián, sonríe al ver el escape de tan singular personaje.
–¿Viste al tipo que estaba sentado a tu lado? –pregunta tratando de sacar a su compañero del letargo en el que se consume.
–No, ¿lo conoces? –interroga sin el ánimo de conocer respuesta.
–Yo no conozco a los de su condición. –y dicho esto pide se le sirva de nuevo.
Ivanna Liev siente el soplo de una brisa fresca que le estremece. Tiene a su vista, en la lejanía, los dos faros en los extremos de la bahía. Brillantes destellos que separan de sí los zeppelines que arriban a la costa. Y al alcance de su mano, los buques que el ejército de Bliev ha anclado y que por su propia determinación señaló que las playas de la ciudad sean sus astilleros.
Desorientada trata de imaginar que rumbo tomar para encontrar a Veronice. Se arrepiente de no haber hablado con aquel hombre, pero es tarde para regresar. Junta sus manos, cierra los dedos, en actitud de suplica, y las coloca sobre su frente. Entre todas las imágenes de su memoria alguna le llevará a su destino.
Se le abren los ojos.
Una de las hermosas playas de Isbelt, bajo el cielo del estío, y dos niñas corren alcanzándose una a otra. Ligeros vestidos blancos ondean en su carrera. El sombrero de una escapa atrapado por el viento, de arriba abajo fluye en errático movimiento. Ríen en su intento desaforado por alcanzar tan curioso objeto de cintas azules, el color favorito de Ivanna. No existirá tristeza si se pierde, pero si cuando el día termine y los adultos llamen de regreso al hogar.
Le atrapan cuando queda enredado en una zarza que crece entre unos peñascos a la orilla del mar. Veronice lo toma con ambas manos y lo entrega a su amiga. Ella se lo coloca y amarra con una cinta para que no vuelva a escapar. Vero renueva entonces su carrera en dirección a las olas deteniéndose en la línea donde el océano desaparece en la tierra. No le gusta sentir las aguas vivas golpeando su cuerpo prefiere la caricia de la arena cuando entierra sus pies desnudos en ella. Ivanna llega hasta donde la otra pequeña y deseosa por entrar al mar desata las zapatillas que calza. Mas observa la quietud de Veronice y toma su lugar al lado derecho de ella. La abraza por los hombros y permite que la niña deposite su cabeza en uno de los suyos.
Ambas dejan que sus pies se fundan con el calor de la arena. El horizonte solamente tiene unas cuantas nubes.
Ivanna toma camino hacia la zona norte de la ciudad, lugar donde aún quedan playas para el esparcimiento de las personas. Su marcha es rápida y violenta, las personas que frente a ella se le acercan esquivan el trote del hombre de traje azul. De un paso veloz a una carrera descarnada termina por alcanzar las verjas que dividen los espacios militares y aduanales de los públicos. Allí, sin avanzar mucho, encuentra la sombra delineada de una mujer.
Hermoso cuerpo de brazos cruzados que mira el mar y las regiones lejanas de la bahía, donde puntitos de luz se dispersan entre la negrura de la noche. El viento fresco nocturno mece el cabello azabache de la joven mujer. Ivanna se acerca a Veronice, con calma se llega hasta donde la mujer se encuentra. Deja que sus zapatos cuadrados se hundan en la arena. Se quita el saco dejándolo caer libre y se desabotona la camisa a la altura del pecho. La mujer florece entre el fantasma del hombre.
Luego le rodea con el brazo la cintura y descansa la cabeza en su hombro. Veronice sólo acondiciona su cuerpo al intruso que se le ha unido en su expectación, le abraza tomándola del hombro y termina apoyando su cabeza sobre la de su acompañante. Entrelazan las manos que quedaron libres esperando cada una que su soledad pase.
Ivanna comprende el dolor que ahora le aqueja a su amiga. La muerte del padre días después de su maravilloso día en la playa de Isbelt, la madre trabajadora en los campos y su hermano sin dignidad sometido a vejaciones. La guerra que trajo tanta hipócrita paz, ya van trece años de esa paz.
–Una ladrona… una suripanta… –aflora un balbuceo, escucha la condena que Veronice se ha impuesto, sin embargo la ignora. Ambas guardan nuevamente silencio.
–Y yo, hui de mi casa y mi pueblo. La dejé sola. –piensa para sí Ivanna. Y el miedo se convierte en culpa. Siente como el llanto de Veronice moja sus cabellos, no importa. Es un lamento doble mientras ambas miran la mar.
El amanecer ilumina con tonos naranjas y amarillos. El canto de las aves acuáticas despierta a las mujeres que quedaron prendadas en el sueño. Ambas se levantan y toman sus respectivas cosas: Veronice su mochila e Ivanna el saco de su traje. Salen de la playa y caminan rumbo a la plaza principal de la ciudad.
–¿Cómo supiste que estaba aquí? –inquiere Veronice a su compañera.
–Reconocí a Sebastián en un bar. –responde.
–De seguro en el que no nos dejaron entrar. –señala mirando de reojo la vestimenta de Ivanna. Le extraña pero no hablará sobre ello.
–Me preocupe y decidí salir a buscarte. Fue fácil.
–Muy intuitiva –sonríen ante el comentario.
En sus rostros la fatiga se aprecia. Están exhaustas de estar una al lado de la otra.
–¿No preguntarás por qué estoy vestida así? –se reinicia la conversación.
–Tus razones tendrás.
–Y si que las tengo. –dice Ivanna mientras toma con las manos su cabello e intenta controlarlo– ¿Nunca te has preguntado la razón de la belleza del hombre? ¿Cuál es su misterio para hacernos destrozar la vida por uno de ellos?
–Hasta ayer no. –evocando aquella imagen manifestada en el cristal del zeppelín la tarde del día anterior.
–Quizá haciendo esto llegue a saber por qué deje de amarlos.
–Sigues igual de loca como siempre mujer. –dice Veronice besándole luego la mejilla.
Al fin alcanzan, cuando el reloj de la iglesia marca las seis de la mañana, la plaza principal de la ciudad. El cielo se colorea de azul brotando su matiz desde el fondo de las montañas. Encuentran a Sebastián conversando con Arthur, mientras que la mirada de Ivanna se centra en un grupo de tres hombres bajo el árbol de grandes hojas. El varón de apariencia bestial, que es palmeado en la espalda por otro tipo de similar talla, enmarca una nueva intriga en sus ideologías.
Arthur McNaullian toma conciencia de las recién llegadas y reconoce en una de ellas al joven que en la noche le resultó divertido. Aquel hombre es esta soberbia mujer que acompaña a Veronice. Gallarda y altiva, le parece imponente en la altura que presenta. No sabe de que de lado inclinarse. Sólo atina a decir:
–Lo que nos faltaba Bastián. Aparte de Sfrener y la bruja esa, otra cosa rara en el grupo.
Sebastián voltea la cabeza reconociendo en una mirada las intenciones de la joven.
–No sólo las mujeres son un enigma, –le responde a Arthur– también nosotros lo somos para ellas.
–¿Pero…? –una estocada y deja sin sentido la oración.
–Mira más allá de tus deseos Arth. –dicho esto se orienta a recibir a la nueva tripulante.
Wolph aparece silente al lado del hombre desorientado quien se sorprende al ser descubierta su turbación. Se ruboriza y enoja consigo mismo. Tratando de manifestar control dice en tono molesto:
–Con que llegaste muchacho. Pues vamos. –Y ambos se unen a la reunión del sequito.
Terminó la noche para dar inicio a un día aún peor.