Actualizaciones y algunas palabras

Del quince de agosto de 2011

Saludos mis queridos lectores que no me leen. Sé que escribir una actualización para un blog que no es leído resulta completamente irracional pero aún tengo la esperanza de que alguien por casualidad encuentre este espacio y de una manera desesperada me exija que le siga contando las aventuras de mis personajes.

Me gustaría, tras un año de ausencia, traer conmigo alguna historia para llenar el vacío de mi imaginación pero no es así. No sé que me pasa. Sigo viendo acontecimientos interesantes para serles narrados pero cada vez que intento plasmarlo por escrito estos se escabullen por entre artículos científicos y capítulos de libros. Por las noches sigo soñando y divirtiéndome solo con mis personajes y sus historias, pero me gustaría compartirlos con todos ustedes sin embargo no puedo.

En estos momentos me encuentro en el laboratorio esperando a que el programa termine de y así sacar a mi última rata del día. Debería estar haciendo gráficas para los congresos de Acapulco y Cancún pero preferí procrastinar escribiendo estas líneas. Además debería estas escribiendo la introducción de mi tesis, se de que va pero no lo hago. Hoy fue el regreso de vacaciones sin embargo yo vine a la escuela todo este tiempo.

Debo sacarme esto de una vez. Prometo ponerme un día a escribir. Olvidaré cual es mi realidad actual y sus implicaciones para mi futuro y traeré de vuelta a mi lobo, a mis viajeros y quizá pueda traer a la luz a mi nuevo hijo cuyo nombre aún no me atrevo a pronunciar.

En fin, pero que se algún día llegan a este blog lean algunos de mis cuentos y me digan que les parecieron. No importa si dicen que son malos o buenos únicamente déjenme saber que ustedes estuvieron aquí.

Cualquier cosa saben que mi correo electrónico es gabons69@hotmail.com

Nos leeremos pronto.

martes, junio 19, 2007

Tiempos de paz - Incorporación

El viento de la férrea mañana no deja de lastimar las rocas resquebrajadas del acantilado. La furia del mar aun alto no mengua a pesar de la presencia de los primeros rayos de sol. El día nace pero no trae consigo el sosiego de las esperanzas. El cielo sigue teñido de rojo no permitiendo olvidar los terribles pasados que se vivieron en todo el mundo. Las gaviotas cantan lamentos insufribles hasta ahora son reconocidos, premoniciones que nunca se atendieron. Las lágrimas siguen vertiéndose sobre las tumbas de los desaparecidos, corren en arroyos salados hasta mezclarse con el mar. Ese mismo mar embravecido que no deja de ser admirado por un muchacho. En cuclillas, al borde del precipicio contempla el fragor de las olas golpeando los peñascos agudos que en el fondo se encuentran, observa la inmensidad de un mundo que, a pesar de ser inocente, mucho ha padecido por los designios humanos.
La espera ha durado la mitad de la noche. Cuatro almas encontradas por destinos diferidos convergen en un mismo lugar. Una pantalla de hierro oxidado aun muestra las descoloridas palabras que señalaron el nombre de este lugar. Los nombres ya no existen, toda la tierra es una sola, un solo reino al que solo sus ciudades nacionales pueden recibir la categoría de ello, ciudad. Mas este mirador fue llamado antes de la guerra como Punta Silfius. Familias constantemente se acercaban a descansar entre la verde hierba que crecía por el peñasco. Extraña arquitectura natural que permitía la convivencia de la fría e inerte roca con la vegetación incipiente que crecía a lo largo de ella. Las flores y el pasto han desaparecido, todo es árido. Pero ahí, de pie se encuentran cuatro espíritus decididos a no perderse en la iniquidad de lo mediocre.
Wolph observa con temor las corrientes caudalosas que el mar crea y destruye sin piedad. Todo aquello que ve queda asimilado dentro de él, se convierte en su ser, en su propia experiencia sensible. Un muchacho de dieciséis años que no tuvo más remedio que escapar de la degradación. El rostro de sus padres ha quedado olvidado. Ahora es Sebastián su tutor, mas nunca llegó a estimarle como a un padre o un tío, solo es aquel amigo que le dejó dormir en el sofá durante los días de dificultad. Solo sabe una cosa mientras mira hacia el horizonte: el miedo. Miedo a caer, miedo al futuro, miedo al hombre que le observa a su izquierda y de la mujer que, junto a él, no le presta atención.
–Bueno Sebastián, –dijo Arthur con impaciencia sin dejar de observar a Wolph– ya llevamos más de cinco horas esperando aquí. ¿Cuándo llegará tu amigo? –Sebastián y Wolph se volvieron al escucharlo hablar, Veronice solo demostró desdén al comentario expresado y mirando hacia otra dirección dijo:
–Habremos de esperar lo necesario, además sabias que el traslado sería al amanecer.
–Claro que lo sabia, no soy imbécil –respondió indignado de que a quien dirigía la respuesta no prestara atención. Entre dientes y con la voz baja añadió –Claro que no, bruja.
La reacción de Veronice no tardó, había escuchado la respuesta y la última exclamación. Sin dudarlo se acerca con sigilo, casi sensual, al ofensor y con un movimiento de caderas le empuja. Arthur no esperó tan sutil ataque puesto que, perdiendo el equilibrio, casi cae al mar a causa de encontrarse al borde del acantilado. Un grito no se hizo esperar, primero de pavor luego de furia.
Arthur se considera el hombre de la misión. Treinta y cinco años, con la experiencia propia de los soldados de los antiguos ejércitos libertadores a los que perteneció en la juventud. Se ufanaba que las emociones dolosas no le afectaban. El estoicismo del soldado, el que vio la muerte a la cara y ahora nada puede amedrentarle. Sin embargo algo le inquietaba, algo le dolía dentro. Jamás se atrevería a decirlo pero sentía las punzadas de una angustia que desconocía: le dolía no tener de quien dolerse.
Aceptó la invitación que le dirigió Sebastián y se halló al lado de tres sujetos que nada en común con él tenían. Solo algo en Wolph atrajo su atención.
–¡Qué te crees, maldita bruja! ¡Casi me matas! –dijo bramando Arthur.
–No exageres, bien vez que no caíste. –con irónica sonrisa respondió Veronice.
–Estás loca.
–Solo un poco, amor. –y le lanza un beso con los dedos de la mano.
Sebastián solo sonríe ante tal espectáculo.
Wolph se levantó de un salto al ver y escuchar acercarse el gran zeppelín. El viento del norte dejó de soplar; mas un remolino, producto de dos grandes hélices, levantó el polvo y cegó a los próximos tripulantes. Sebastián, Wolph, Arthur y Veronice levantaron la vista ante el enorme aparato de metal que descendía sobre ellos. Similar a un barco, era completamente plateado. Cerca de diez metros de altura y de largo más de 38 metros. Era el monstruo de los cielos. A cada lado de la cabina se desplegaban dos extremidades que apenas sobrepasaban el marco de la nave, sobre ellas se alzaban las dos hélices que giraban produciendo un sonido similar al de un rugido. Es un navío que surca los azules cielos. En la popa, la maquinaria propia de una nave de combate, varios cañones y las respectivas escotillas a los lados para las metralletas como una segunda línea de defensa. Los civiles que durante la guerra observaron como los cielos sobre ellos se cubrían de esos aparatos sintieron el terror de los que comprenden que pronto su vida terminaría. Ahora uno de esos gigantes se acercaba, ya no tenía el poder del arma bélica sino de un crucero que llevaría a sus tripulantes a destinos que no eran lo que en antiguo se buscaban.
Sin descender a tierra una escalera de cuerda cae por un lado del zeppelín, bajando por ella el capitán de la nave. El capitán Sfrener peleó aguerridamente en la última batalla de Comanod en esa misma nave. Con sus cuarenta años y su heroica cicatriz en el pómulo izquierdo se le entrega el mando sin proponérselo. Al verle en tierra, el grupo admira a un hombre de casi dos metros de altura con la presencia de la milicia pero sin ninguna insignia que lo demuestre. El cabello largo cae sobre sus hombros y sobre su rostro aun cuando el vendaval producido por las hélices lo agita. Una chaqueta sin mangas solo sujetada a la altura del pecho, por detrás se extiende tan larga que toca las corvas de las rodillas, a la cintura un florete envainado. Su pantalón rústico, amplio en las piernas, es sujetado por un cinto de cuero con hebilla de cobre. El peso de sus botas levanta aún más polvo que el ya levantado por las aspas.
–Señores míos, me presento. Soy el capitán Sfrener. –la cavernosa voz agita por dentro las cabezas de los escuchas.
Dirige su mirada y su sonrisa al frente. Veronice percibe como es observada con cinismo por el fuerte capitán. Una sensación dentro de ella le hace tomar toda su arrogancia y feminidad con tal de jugar con el descarado de Sfrener. Él se acerca, sus rostros quedan próximos uno del otro. Los aromas se combinan, poco faltaba para que ella perdiera el control de la situación y se dejara seducir por aquel hombre, a pesar de ello se repone. Veronice espera ahora el momento en el que él actué para así demostrar ella de lo que es capaz. Sin embargo un paso de su plan se ha visto afectado. Sfrener no se detuvo, avanza hasta alcanzar a Wolph y con su gruesa voz, perfectamente modulada dijo:
–Veamos que tenemos aquí. Un buen mozo en la tripulación.
Veronice permanece inmóvil contemplando la escena. Olvidó sus artes de seducción y fatalidad dejándose llevar por el desconcierto y la vergüenza. Arthur no logra reprimir su aflicción: su rictus se conmociona ante las palabras dirigidas al muchacho. Wolph permanece en silencio, asustado y desconcertado. Aumentaron ambas emociones cuando el militar, sin pensarlo, se abrazó a su cuello por las espaldas, y acabó acariciándole la cabeza.
Una extraña ira se apodera de Arthur quien, levantando la mano hacia su espalda, toma del mango la espada con un fin que no tiene claro en la mente. Sebastián lo sujeta del hombro y con una sonrisa cándida, asomándose entre el bigote y la barba, dice:
–Cálmate Arthur. Solo están jugando.
Arthur obedece. Sin reticencias mira de punta a punta a Sebastián. Claramente ve que es el mayor de todos, casi cincuenta y cinco años. La edad no pasaba de largo puesto que sus signos se presentaban en él: cabello blanco aunque corto, largas barbas y bigote que le cubren prácticamente todo el rostro, los anteojos cuadrados, además de esa larga capa que le señoreaba más; grandes hombreras labradas según se percibe, una coraza le cubre el abdomen, ceñido a ella sus pantalones blancos, además de guantes protectores a lo largo del brazo hasta alcanzar el codo. Un viejo que se cree útil cuando en su juventud tal vez lo fue. Con ironía en la mirada y condescendencia en el corazón Arthur palmea la espalda de Sebastián y le dice:
–Muy bien Bastián. Pero has que ese tipo deje de perder el tiempo con el niño.
Sebastián aceptó el reto. Desconociendo la forma en que salió disparada, una roca golpeó la cabeza de Sfrener. Arthur se quedó admirado al ver la velocidad con la cual ejecutó toda esa acción Sebastián. Después de todo no están viejo, pensó para sí.
–Capitán Sfrener, tal sea hora de irnos. –declara Sebastián.
El gigante suelta a Wolph quien cae al suelo al perder la fuerza que lo sostenía, el abrazo del comandante.
–¡Vamos señores! –grita Sfrener con el temple del enérgico capitán, y señalando al frente con el brazo extendido añade: –En marcha al horizonte. Rumbo al norte, esa es la orden. –y con paso firme avanzó en dirección a la nave.
–Explícame Bastián, ¿De dónde sacaste a este loco? ¿Acaso podemos confiar en él? –Preguntó Arthur.
–No. Temo que sería un error confiar plenamente en él. Quizá ni siquiera nos lleve a destino. –responde son fingido candor.
–¡Qué! ¿Estas también tu loco? –repara Arthur.
–Tranquilízate, tal vez no sea digno de confianza pero si de compartir nuestro viaje.
–¡Eso no es ningún consuelo! –refuta iracundo Arthur. Sebastián se aleja de él y espera que se calme.
Veronice se mantiene apartada, desconcertada por el hecho de que un hombre no haya caído a sus encantos. Ella es el deseo de cualquier varón: veintiún años, la belleza de las nacidas en la isla de Isbelt (cabello negro y deslumbrante, los ojos de felino que resplandecen ante toda luz, el rostro del ángel inocente pero perturbador, y el cuerpo soñado de las sirenas) y además la certeza de poder hacer que todos sean sus esclavos, jóvenes y viejos, a causa de su gracia. Pero Sfrener no se dejó amedrentar. Una excepción a la regla, una llaga que jamás sanará. Ahora está furiosa, no perdonará tal ofensa.
–¡Veronice! ¡Wolph! Nos vamos. Tomen sus cosas y acérquense. ­–grita una voz.
Ya los cinco se encuentran reunidos, se conocen por lo que desconocen de cada uno. Aliados para sobrevivir, o quizá para vivir. Sin embargo el inicio del viaje no resulta para ninguno satisfactorio. No existen reales esperanzas o deseos que les motivaren continuar. Solo una ilusión los acarrea, la ilusión que algo nuevo espera más allá de la línea del horizonte.
Sfrener ya se encuentra en la cubierta ayudando a subir a Sebastián. Arthur sube la incierta escalera mientras Veronice toma el extremo de ella para iniciar el ascenso. Solo Wolph mira atrás por última vez. El sol resplandecía plenamente sobre las olas del mar.

miércoles, junio 13, 2007

Tiempos de Paz - Introducción

Por fin la guerra había terminado. La sangre en los campo vertida fue tragada por la tierra, ningún sonido de dolor por la lucha quedaba ya. Las legiones de hombres y mujeres que pelearon por un ideal habían desaparecido. Era en verdad el fin de la matanza. Luego de tantos años de aguerridas luchas reinaba la paz, como en antaño. Toda la historia tenía como desenlace esta victoria.
En el campo de Comanod solo queda la bandera de uno de los mayores ejércitos jamás instaurado en el mundo. Las fuerzas unidas de las grandes potencias políticas y económicas, las que dirigían los destinos de sus vasallos, desplegaron a todos sus hombres para luchar contra el ejército enemigo de la humanidad. Todos sabían que ellos eran los malos, sabían que en algún momento aquel país, que en otras ocasiones causó los peores males al mundo, se revelaría con su enorme arsenal tecnológico y humano. Había firmado contratos, convenios, paces, y demás papeles con tal de que la violencia en todo el planeta terminara. De hecho se creyó, ingenuamente, que este país, devastado y reconstruido por la fuerza de sus hijos, debería ser el prototipo de naciones. La mejor educación y cultura, los artistas y talentos científicos más destacados del orbe, la belleza de su gente, y las políticas ya económicas ya legales, eran las mejores para seguir. Los mandatarios aplaudieron esas disposiciones y muchos se apegaron a tales argumentos. El mayor error era cometido.
Intrigas, asesinatos, violencia, pobreza… la decisión tomada solo beneficiaba a unos cuantos. Los ricos y poderosos, empresarios y políticos, obtuvieron mayor fuerza. El resto de la población se convirtió en los “desposeídos”. Estos recordaron las lecciones que hace tantas décadas sus ancestros enseñaban. ¡Luchar por el bien de todos! ¡Caída de los poderosos! ¡Reparto equitativo del capital! Con embravecidas voces se alzaron los “desposeídos” y una guerra civil inició en los países del orbe.
La consecuencia de las revoluciones produjo la caída de gobiernos y reelaboraciones en las leyes. Nacionalizaciones y nacionalismos, todo con el fin de recuperar lo que los cambios anteriores habían producido. El saldo final: finanzas en quiebra, montañas de muertos, familias destrozadas, desaparición de la cultura y las artes, la muerte interna de los sobrevivientes. Toda la tierra en crisis. Solo una nación se encontraba en pie. Un país que a pesar de ser tocado por las desavenencias internacionales nunca perdió la fuerza ni el soporte de sus instituciones, sus finanzas y sus planes.
No hubo tiempo para la reconstrucción de los pueblos devastados. Una amenaza extranjera se cernió sobre ellos. La primera potencia mundial, Rottemberge, derribó sus fronteras para dar paso a sus ejércitos. Los pequeños y maltrechos países fronterizos fueron los primeros en caer, no tanto por la fuerza sino por los convenios anteriores, la dependencia de ellos hacia su gran benefactor. Las regiones al sur y al oeste resistieron los embates pero solo pocos meses.
El nuevo imperio se extendía con lentitud pero siempre con codicia. Durante años su plan tomó forma, creó una ilusión económico-política con tal de que el resto del mundo se rindiera ante su ingenio. La estructura ideada por ellos solo era útil para ellos mismos, el resto de las naciones que se adaptaron a tales mecanismos se dieron cuenta muy tarde de los efectos secundarios a largo plazo de esta nueva estrategia. La dominación comenzó mucho antes que la nueva guerra que iniciaba.
Los gobiernos de los países, las antiguas grandes potencias, que sobrevivieron mejor la crisis se aliaron con tal de evitar al nuevo imperio su avance por tierra, aire y mar. Estados menores, que fueron hechos a un lado por los más fuertes, se enfrentaron solos contra la amenaza que tocaba sus territorios. Todos ellos fueron derrotados en el primer asalto. El resto, los que conformaron la Alianza, soportaron durante años el hambre, las enfermedades, la muerte. Las esperanzas de los dominados se desvanecían al ver las derrotas de los reinos y repúblicas alianzadas.
En Comanod se jugó la última carta. Luego de muchas derrotas y pocas victorias, los Alianzados descargaron toda su fuerza militar y estratégica. El destino parecía que les daría la victoria. Espías en el bando enemigo, organización militar exacta, armas de un poder destructivo y devastador, los aparatos de tecnologías prácticamente mágicas capaces de proezas indescriptibles, los mejores hombres y mujeres en las brigadas en pro de la defensa nacional, el espíritu de libertad; todo estaba en sus manos.
Pero todo ello fue en vano, el ejército de Rottemberge no tenía miedo de morir por el ideal del líder. Se arrojó contra los adversarios. Enormes zeppelín de hierro disparaban desde los cielos, con ello se aniquilaron a las fuerzas primarias de los Alianzados. Aviones kamikaze explotaban al chocar con los de los buenos. Las bombas se detonaban aun estando elementos de ambos ejércitos en el campo de batalla. Ya no era por la defensa de sus países, ni por la soberanía, ni por el afán de vivir, simplemente era el gusto por la violencia y la crueldad. Vejaciones y actos inhumanos fueron cometidos en las líneas enemigas respectivas. Los Alianzados perdían hombres, los de Rottemberge surgían de la tierra ensangrentada. La victoria decisiva fue para el ejército negro, Rottemberge con Félinx Äcton a la cabeza. El mundo: sus cielos, mares y tierras pertenecían a un solo hombre y a una sola nación. Los malos habían ganado. El grito de victoria resonó sobre los destrozados restos de los héroes que no serían recordados. El Ejército Negro plantó su bandera sobre la cabeza del finado general Octanger, no hubo viento que ondeara el lábaro.
Las noticias no se hicieron esperar. En Blive, capital de Rottemberge, la euforia llenó las calles. Hombres y mujeres, vestidos con sus mejores galas, celebraban bebiendo champagne y golpeando sus copas unas con otras. Los niños, desconociendo la verdadera razón de toda esa alegría, se unieron a la celebración cantando melodías donde se ensalzaba el nombre nacional y su gran ingerencia en el mundo. La gran mayoría de las personas desconocía las consecuencias de toda la guerra. Las masacres, los delitos inhumanos, las miradas de terror de los pobladores de los países conquistados, la miseria en que vivían los nativos ya sean de Zôrgen o de Miconelos. Dentro de Rottemberge todo es el esplendor de la modernidad y la bonanza, fuera de sus fronteras solo se encuentra el trabajo ingrato de los labradores y jornaleros que alimentan al país. Familias de trabajadores que al enterarse de la noticia rompieron a llorar. Sus ilusiones terminaron. Por la mañana regresarían a sus labores y lo mismo ocurrirá la siguiente mañana sin remedio. Hombres y mujeres se abrazaban con tal de menguar su dolor. Los niños solo sollozaban sin entender el sufrimiento de sus mayores. Ancianos, de los pocos que había, morían sin sonrisas pero resignados a que nada peor habría en el más allá. La misma realidad era vista con diferentes ojos.
Las celebraciones en Blive se extendieron hasta muy entrada la noche. Los poetas cantaron odas a las derrotas de las huestes enemigas. Programas en los aparatos telecomunicativos no dejaban de narrar las valientes hazañas del Ejército Negro y de Félinx Äcton, de lo que trajo consigo la nueva era en Rottemberge. Todo era felicidad y a pesar de todo ningún disturbio se presentó. La energía de los habitantes de Bliev y en todo el país estaba bien controlada. Los guardias policíacos vigilaban, nadie se atrevía a encararlos o a hacer algo que perturbara la paz. Se había aprendido de la forma difícil que el poder es más fuerte que el espíritu.
Aún así, y sin que nadie sospechara, un hombre se escabulle entre los gritos y los brindis. Un tipo común vestido de una camisa verde que deja ver sus brazos a la altura de los hombros y su pecho. Pantalones, café con una línea azul en la costura de la pierna, metidos en el interior de unas botas negras con varias hebillas, además de llevar el cinturón sostenido por las caderas. Veinte años cuando mucho le darían a aquel hombre de cabello corto, rostro duro lacerado en una mejilla, sus ojos dejaron de brillar desde hace muchos años, su boca rígida encuadrada por un mentón recio. Varonil y con un fuego en su interior, solo eso podía describirle a la perfección.
Se escabulló por las callejuelas. Trataba de encontrar las sombras para esconderse, las costumbres son difíciles de erradicar. Recordó que esa actitud le haría sospechoso fue así que se irguió, levantó el rostro y sonreía a cada momento. Debía aparentar alegría aún cuando en su corazón, roto por su desgracia, solo podía encubarse la ira y la venganza. Poco a poco se fue alejando de las personas.
El centro de la ciudad se convirtió en una enorme plaza pública donde la fiesta duraría por largas horas más, incluso días. Mientras más se alejaba las luces y el sonido se agotaban. En algunas casas metálicas de color dorado se escuchaban los aparatos electrofónicos y telecomunicativos donde se repetían una y otra vez las palabras de Félinx Äcton, su discurso donde declaraba al mundo unido bajo una sola ley, una sola bandera, ya sin fronteras y sin guerras, sin mal. Las entrañas se le revolvían al hombre que salía sutilmente de la ciudad. Un sabor amargo le llenó la boca y sin darse cuenta comenzó a correr. Tuvo suerte de que un par de guardias no le vieran cuando hacían estos su patrullaje.
Al llegar al extremo de la ciudad vio las grandes rejas que dividían la tecnología de la naturaleza. Sabía por las narraciones de sus mayores que el hombre y el medio ambiente nunca fueron amigos, que el primero destruía al segundo, pero desde las innovaciones de Rottemberge eso terminó. Todo sería paz y armonía. Todo ello en palabras era tan bello pero al ver el precio pagado solo podía despreciarlo. Los guardias que custodiaban el acceso a la ciudad le vieron con recelo. Él se identificó, Nicolei Barke. Los papeles se encontraban en orden y sin más preguntas salió de la ciudad. Tomó su motocicleta del Centro de Custodia Motora y desapareció en la oscuridad del mundo salvaje, por caminos que solo él conocía y también conocería.

Una Conversación Ilustre II

“¿Cuántos años habrán pasado ya? Que tontería si solo hemos caminado un cuarto de hora.” –este pensamiento surgió de improviso en mi cabeza. Fernand permanecía en silencio mientras que yo intentaba llevar el ritmo de sus pasos.
Las calles, conforme avanzábamos, se volvieron más sombrías. A pesar de que el alumbrado público (el poco que funcionaba) emanaba luz suficiente, me parecía que cada vez que adelantábamos camino la noche se tornaba más densa.
Seguía a Fernand desconociendo incluso las razones que me motivaban a hacerlo. Durante los primeros minutos sentí el impulso de decir algo, pero en el momento de intentarlo no encontraba palabras para expresarlo. Me debatía entre el hablar y el callar, y es que encontraba al mismo tiempo agradable el silencio que entre nosotros imperaba pero molesto y frustrante también. Me limité a permanecer en silencio al ver que ninguno de mis intentos por reanudar la conversación era fructuoso.
Le veía caminar, se había colocado su saco sin abrocharlo permitiendo que conforme marchaba éste se moviera libre hacia atrás. Caminaba con suma elegancia, incluso con aire altanero. Su espalda completamente recta y a cada largo paso que daba movía con igual ritmo sus brazos. Todo ello provocaba la ilusión de que avanzaba con lentitud, aunque en realidad prácticamente tenía yo que correr detrás de él.
Mientras cruzábamos una avenida, que hace algunos años era canal de aguas negras, escuché un sonido de lo más triste. Un lamento que imploraba el fin de la pérdida de tantos hijos que se marchaban, el suspiro de las esperanzas rotas y ya olvidadas, el grito de una banshee que rompe la paz del descanso nocturno. Es el silbato del tren que corre hacia las regiones de Mayahuel, su sonido en las noches de mi infancia me despertaba y en mi corazón una nube de melancolía ensombrecía mis ojos haciendo que me cubriera con las mantas y escondiera mi cabeza bajo la almohada, con tal de suprimir tan horroroso y maligno sonido. Desde hacía varios años que no prestaba atención a tal melodía, pero ahora, de nuevo el temor florecía dentro de mi. Me detuve en la acera sin atreverme a continuar adelante, Fernand se había alejado algunos metros sin percatarse de ello.
No tengo escrúpulos para llorar y es que cualquier manifestación de mis sentimientos me resulta placentera, una experiencia casi mística, algo que como humano nunca llegué a experimentar. Pero en esta ocasión no pude desahogarme, podía percibir la pesadumbre que oprimía mi pecho pero no podía expresarla. Desconozco porque tal sonido me ha resultado tan perturbador, mas nunca he negado el dolor que me provoca. Caí de rodillas llevándome las manos hacia los oídos con el afán inútil de callarlo. No resultó. En medio de la nada, en calles abandonadas y en el negro manto de una noche clara pero muerta me encontraba, estaba solo.
–No hay solución donde no hay problema. –dijo una voz frente a mi. Miré hacia arriba y encontré el rostro de Fernand, ya no era aquel que observé en el primer encuentro, ahora parecía estar encarnado. Creí ver a un hombre que no me tenía miedo, siendo que yo aún no me había alimentado lo cual me daba un aspecto lúgubre y fantasmal.
–¿Qué dices? –le pregunté. Me tendió la mano para ayudarme a levantar y sin decir nada más prosiguió con su camino. Extrañado pero sin ponerme objeción alguna volví a seguirlo.
Durante el último trayecto de nuestro paseo Fernand comenzó a silbar una melodía, era en si misma monótona pero poseía un encanto hipnótico, un deleite nostálgico.
Llegamos a nuestro destino. Hasta ahora era para mí un misterio a donde nos dirigíamos. Frente a nosotros se levantaba la enorme torre de marfil, corona de oro blanco que se yergue amenazante y cuya punta intenta lacerar el cielo. Miré asombrado a Fernand intentando comprender que relación tenía él con este lugar pues yo me encontraba completamente ajeno a este sector de la ciudad.
–¿A qué hemos venido aquí? –pregunté extrañado.
–Mira. –y levantando su brazo señaló con su dedo la punta de la pétrea lanza. No entendía a que se refería. Giré mi cabeza hacia donde él indicaba pero solo vi el resplandor rojo de la bombilla.
–¿Qué quieres que observe? –le pregunté.
–Dime –dijo mirándome a los ojos– ¿Dónde esta tu cordura?
Estaba sorprendido. Esta pregunta debería yo hacérsela a él. Me era imposible soportar su mirada así es que la desvié y medité la respuesta a dar.
­–No lo sé. Quizás la haya perdido ya. No, esta muerta.
–Gabrius, ¿vives en un juego? Te hundes en un frágil suelo.
–No me reproches. Eso debiste hacerlo allá. Dejándome caer en mi propia decadencia. –dije mirándolo enojado.
–No me entiendes. Mira como te hundes. Eres tú controlado por ti mismo, un "ti mismo" que se hunde.
Nos acercamos a una banca cerca de la torre y bajo el árbol continuó nuestra charla. La familiaridad con que nos tratábamos pasó desapercibida por mí en esos momentos. Creó que volví a caer en su hechizo, aunque esta vez sin perder todo el control sobre mi.
–Bueno –proseguí –¿Cómo es que me hundo según tú?
–Tu despreció no te permite verte a ti mismo.
–¿Vienes solamente a aconsejarme? ¡Cállate! –Le grité perdiendo la compostura –Tengo suficiente con la impertinencia de Egeria y de Iñigo para que tú me sermonees con estas estupideces.
–No tienes razón para gritar. ¿Acaso sé algo de ti? Mira que solo te presento lo que puedo ver. ¿Las voces ya han dejado de atormentarte? –preguntó sin perder su rectitud.
–Nunca me han abandonado. Día y noche las escucho. Gritan, murmuran y cuando creo que el silencio ha llegado sucumbo ante una nueva voz.
–No son reales. –dijo moviendo la cabeza.– Tu mismo te esclavizas con tal de obtener tus propios logros. Logros que rechazas.
–¡Yo sé lo que veo y oigo! –contesté con brusquedad.
–Eso gritos te pertenecen, te dañan porque has permitido que te dañen. Gabrius, son tus propias palabras las que te acusan. Todas ellas tienen que soportarte por ser tú mismo, aquel que rechaza su querer por un tener que ser humano.
–Todas aquellas posibilidades, todo aquello que aún de bueno hay dentro de mí permito que se hundan junto conmigo. –espeté con la mirada baja.
–Busca esa persona, –dijo con una ligera sonrisa en la boca.– está en el piso, cayó por tomar en cuenta un pensamiento más débil, una razón más débil, cayó por no conocerse, sólo conocer lo poco que piden los demás, que aparenta ser mucho y eso confunde a la cordura y la cansa.
–Bien sabes que somos, quiero decir soy. Soy un engendro, bestia horrible que nunca volverá a lo que fue, un hijo del Dios. –cada vez me sentía peor. Quería huir de ese lugar, pero algo me detenía.
–Mira que te inclinas hacia ambas partes, –continuó Fernand.– te diriges hacia un regreso a tu pasado y también hacia la gloria de tu presente, hay posiblemente una parte más fuerte que otra, pero mientras no lo sepas le das la misma importancia a ambas partes... tienes que conocer cuál es la más poderosa y comprender la razón de inclinarte a cada una.
–Ya no distingo la realidad y la fantasía. –hablaba ya sin saber bien lo que decía. –Las voces, las visiones… todo eso es tan complicado. No puedo aceptarlo y mucho menos soportarlo. ¿Qué es verdad? ¿Hasta donde llega la mentira?
–Es mejor que te compliques tu existencia de diferente manera, –dijo Fernand con una sonrisa en su rostro –te será más divertido y te da más de donde pensar y de donde anclar tu realidad a tu realidad y tu fantasía a tu fantasía.
–¿No es esto una cobardía? Es un afán inútil por huir de la realidad hacer uso de la imaginación. Dejar a un lado la verdad y entrar en el mundo de los sueños. –pregunté disgustado.
–El hombre en su cobardía se refugia en ella, el hombre en su creatividad también, pero en sí no es la imaginación la cobardía, sino el hombre lo es. –respondió Fernand con un aire de superioridad.
–Pero dime ¿qué es la verdad si al fin y al cabo todos los seres y todo lo que veo no es más que mentiras y apariencia? Más me vale existir fuera de este mundo, de esta tierra falsa y maldita. –dije ya molesto.
–Pero la verdad ha sido construida por la imaginación. Realidad y fantasía un día se unieron en lo que pisas, endurecieron esa fusión para que no cayeras a la nada, para que fueras algo que las pisara y las cuestionara y las disfrutara, para que un día decidieras entre los tres caminos disponibles, una, otra, o ambas.
–¿Pero es lícito buscar alguna manera de trascender a esto? ¿Superar toda esta estupidez? –pregunté. Sabía que lagrimas recorrían ya mis mejillas.
–Te es lícito en tanto te satisfaga lo poco que encuentras; –Respondiome Fernand, inclinándose hacia mi –pero ilícito en pensar en un momento dado que lo haz hallado, pues no existe del todo. Existe en el nivel que para ti funciona, en el nivel en que puedes ser pleno dentro de la misma inundación que te engulle, en el nivel en el que disfrutas esa inundación de vida “común”.
–¿Se puede ser capaz de soportarlo y no dejarte llevar por ese caudal, a pesar de saber que no serás libre? –pregunté.
–Saber que serás libre solo cuando ya no necesites nada, al contrario de lo que la humanidad piensa de que la felicidad es tenerlo todo. –respondió Fernand.
–La autosuficiencia. Es entender los límites de ti mismo, ser capaz de tomar tus decisiones, verte a ti en el espejo. No es tener todo, no es tener nada, es tenerte. –Me sentía agitado ante el rumbo que tomaba nuestra conversación.
–Pero la autosuficiencia no es la felicidad, su misma gramática lo dice "suficiencia", es un esfuerzo, es un querer llegar a algo, y hasta un necesitar llegar a algo, a la autosuficiencia. La felicidad es no necesitar nada, no querer nada porque no te hace falta aunque no lo tengas.
Permanecí un momento en silencio. Me sentía exhausto con la charla. Me acomodé en mi asiento, cruce los brazos y elevé la mirada hacia el punto rojizo que iluminaba como estrella la cumbre del enorme edificio.
–Me siento profundamente apasionado por la lógica y la elocuencia Gabrius, –empezó a decir Fernand –combinando eso con una filosofía propia que me satisface... soy simplemente un genio. –dicho esto soltó una ligera risa. Era verdad, se ufanaba de si mismo.
–Sabes, –comencé a decir– creo que la imaginación es la esperanza del hombre, su último refugio contra su propia debilidad. Los miedos y los deseos son descubiertos en ella. Un grito a los vientos que es lanzado en suplica por entendimiento, yo solo puedo dar presencia y videncias, ya que solo me queda avanzar sobre la propia verdad. –Dirigí mis ojos hacia él, ya no me incomodaba su mirada. –Ahora pienso que quizás solo busco algo en que agarrarme.
–Te recomiendo que sean tus pensamientos, pero no aquellas visiones y voces, me refiero a los válidos en respecto a lo que observas, no a los válidos en respecto a lo que fanatizas. –respondió.
Fernand se puso de pie. Inmediatamente hice yo lo mismo. A lo lejos se escuchó la última campanada que anunciaba la hora sexta de este día. Salimos de ese barrio mientras las primeras personas salían de sus casas; mujeres barrían las banquetas, hombres corrían hacia sus trabajos y niños se dirigían a sus alejadas escuelas. Nosotros dos caminábamos por la avenida en la cual me detuve antes de llegar a nuestro punto de reunión. Llegados al cruce de dos avenidas Fernand se giró y mirándome a los ojos, con una expresión dura me dijo:
–Duerme como cualquier inútil humano, o despierta, como el pensamiento en mí en la oscuridad. Te mantienes despierto por temor de que el sueño verdadero sea peor que la realidad como si te gustara tanto esa realidad; despertar a soñar, dormir a la realidad, al fin y al cabo evadir es porque se tiene la libertad, aunque pocas veces verdadera, de despreciar, no precisamente de evadir.
–Creo que soy muy estúpido al dejarme envolver por los asuntos humanos, trataré de ya no permitírmelo. –le respondí en tono de agradecimiento.
El amanecer ya resplandecía, era momento de volver a casa. Fernand tomó camino hacia cualquier parte. Sin pensarlo le grité mientras se alejaba. –No, espera. Déjame beber tu sangre y descubrir en ella el misterio de la eternidad.
–Cuando la imaginación trasciende y supera nuestro amor a la realidad, debate la mente y el actuar entre una antitesis: la superación contra la locura. –me respondió con una sonrisa. –Y continua viviendo, la farsa solo está en quien no sabe hacerlo aprende a hacerlo en vez de morir en vida.
Y observé como se alejaba. Los primeros rayos de sol se elevaban como mariposas y el olor de una suave brisa me sacó del estupor en el que me encontraba. Pero a pesar de todo me di cuenta que a los ojos de un cielo inclemente y despiadado, del que solo surgen gritos de reproche y medias palabras que al llegar a mi se convierten en un completo veneno sarcástico, desnudé mi corazón a un ser igual de maldito, un ser que me ama y a quien amo, pero que me controla más allá de mi comprensión, destruyendo mi poca libertad ya antes falsa, mi imaginación, y me estrella en el suelo junto a los desangrados sentimientos verdaderos.

Una Conversación Ilustre I

Por las noches esta ciudad se convierte en un caos. Los gritos de sirenas y de mujeres acompañan las melodías de las balas y de las peleas en las calles. Para el amante de la música esta se convierte en su peor pesadilla, pues las notas que escuchara le destruirían el oído. Y a mí, por cualidad divina o maligna, a pesar de poseer tan agudo oído, puedo bloquear aquello que no deseo escuchar. Sin embargo es más duro decidir que no quiero oír que usar tal posibilidad. Tantas cosas que ocurren frente a mí, tantas historias inaccesibles a cualquier mortal son para mí algo que se presenta sin llamarlo, solo levanto mis orejas y me dejo empapar por las voces de la noche.
Sin embargo en esta hora algo muy raro me ocurrió. Encontrábame en el oriente de la urbe, el solo hecho de mencionar que se encuentra uno del otro lado de la calzada se transforma en sinónimo de miedo, peligro, pobreza, deterioro. Durante un tiempo se pensó que el futuro de la ciudad se hallaría hacia el este, pero la ambición y el desaliento provocaron la degradación de la zona. Nadie se atreve a salir de noche en esa dirección y no pocos no pisaran nunca aquella región. Para mi nada de eso importa, nunca he sido molestado por ningún mortal. Y si llegara ha hacerlo… pobre de él.
Aun así y a pesar de que las casonas y edificios más interesantes se encuentran en el poniente, decidí tomar mi paseo por aquello lugares. Caminando observaba como mi sombra se desplazaba ya delante ya detrás de mí. Poco a poco comencé a recordar y a jugar aquellos juegos que en mi infancia disfruté. Saltaba de cuadro en cuadro de la acera o en una rayuela imaginaria volaba. La euforia comenzó a invadirme, saltaba, reía, cantaba, parecía un loco excéntrico. Poca importancia di al hecho de que pudiera ser visto por alguien, pues como he dicho ya, nadie sale de su casa después de la medianoche y quien esté fuera no será para algo bueno.
De pronto algo en el aire cambió. Lo noté quizás ya tarde pero en cuanto lo sentí me preparé para lo que ocurriera. Al cruzar una calle el presentimiento me tomó. La atmósfera en ese momento se trasformó. El frío se tornó en una extraña niebla que se movía como un reptil, incrustándose en los muros como si se anclara para no ser desplazada. El olor a muerte se extendía junto a ese manto acuoso. La visibilidad se hizo imposible, todos mis sentidos se pusieron en alerta, escudriñaron todo lo que pudieron sin embargo no percibían nada. Solo el aroma y esa nube carnívora fue lo que apareció.
Dorvank me mostró la forma más conveniente para defenderme y atacar. Apoyé mi rodilla izquierda en el suelo agachando completamente mi cuerpo, con las palmas de las manos tocaba el suelo y la cabeza sobre el pecho. De esta forma en un instante podría saltar y durante ese momento trasformarme sin ser tomado. Pero el plan no salió como esperaba pues en cuanto tomé tal posición una mano me tocó en el hombro. La impresión fue mayúscula al saberme sorprendido de tal manera. No conocía a ningún ser capaz de disfrazar su presencia como este lo había hecho. De súbito me puse de pie y me alejé algunos pasos de él. Un escalofrío recorrió mi espalda dejándome con la mente en blanco, me era imposible pensar en alguna forma de defensa o de escape o afrontamiento. Sin embargo una ira incontenible se apoderó de mí. Estaba furioso por tal ofensa dada a mi persona. Apreté mis puños hasta hacer sangrar las palmas de mis manos al incrustarme las uñas. Le odiaba.
La nube mantenía escondido tras de sí al ser que tanta vergüenza me había hecho pasar. Mas la luz de la farola me permitió ver su silueta; una sombra negra un poco más alta que yo (otra razón para despreciarlo). Escuché sus pasos acercándose a mí. Eran lentos pero firmes. No me temía, creo que lo que buscaba era que yo le temiera, y más aún creo que lo consiguió. Su cuerpo fue descubriéndose poco a poco. Primero fueron sus piernas, calzaba mocasines y un ligero pantalón negro de corte un tanto entallado pues podía apreciar la forma de sus piernas. El resto del cuerpo emergió de entre las sombras nubosas, una camisa de igual color y de igual textura, con los botones superiores desabotonados mostrando el vello de su pecho. De uno de sus brazos colgaba un saco largo. Su presencia me dejó sin palabras, por un momento llegué a olvidar lo que me hizo sentir, quedé hipnotizado por su estilizada forma y sus elegantes movimientos, tan lentos que creí que jamás llegaría hasta mi.
Fue entonces que salí de mi estupor para ver que frente a mi se encontraba un rostro similar al de un Cristo de mármol, era hermoso. Levanté mi brazo con el fin de tocarlo pero no logré conseguirlo. Algo me impidió continuar con el movimiento. Ese rostro parecía esculpido en piedra, facciones firmes y duras. En sus ojos color miel mantenía yo fija la mirada. Aquella sonrisa era fría pero encantadora y sus labios gruesos despedían una sensualidad tal que invitaban a poseerlos. Su cabello a pesar de ser corto se mecía con la brisa como un trigal danza al viento. Había caído bajo su encanto.
Al punto en que todo esto pasaba por mi mente sentí como sus brazos me tomaban y me atraían hacia él. Me encontré envuelto en su abrazo. Todo en él era frío, su carne, su aliento, su olor. Pero no me importaba. Recosté mi cabeza sobre su hombro e inhalé su esencia. Me percaté que en sí no poseía olor. Sus ropas solo se encontraban impregnadas por los aromas de la noche, de lo viejo, de lo olvidado. Era como sí fuera un recuerdo que quedó olvidado en un desván y que por azares del destino un niño lo sacara de su enajenación y lo regresara al seno del hogar. Esa analogía me provocó una gran melancolía. Respondí al abrazo y me entregué a él.
De mi furia primera pasé a la tristeza y a la compasión. Pero de pronto algo me estremeció de nuevo. Sentí el aguijonazo en mi cuello, ello me sacó de mi sopor y usando toda mi fuerza de voluntad me separé de mi maligno seductor. Tan brusca fue mi exaltación que provoqué que la piel de mi cuello se desgarrara haciendo más grandes las heridas que me produjo el ser y por tanto, unos pequeños chorritos de sangre brotaron de ellos.
Mi corazón se aceleró tanto que al punto creí que explotaría. Me encontraba desconcertado, mi hermoso amante quería desangrarme. La fuerza de las emociones para un ser como yo se elevan tanto que prácticamente son ellas las que nos dominan. Pero el desconcierto provoca parálisis, por ello es el peor de todos, te deja indefenso frente a tu oponente pues eres incapaz de actuar. Al fin tomé conciencia de la situación en la que me encontraba y sin pensarlo más me lancé sobre él. Arrojé mi puño contra su rostro, el presentimiento que quizás se fracturarían mis dedos pasó por un instante por mi cabeza, pero no por ello mengüé mi ataque. Lo siguiente que recuerdo es que me encontraba en el suelo con un pie sobre mi pecho. No sé como me esquivó con tanta rapidez y de alguna forma sé que fue él mismo quien me tiró al suelo. Es un solo movimiento quedé derrotado.
¡Que humillación la mía! Me sentí como un niño al que han castigado después de haber reído a causa de su travesura. Y tendido de espaldas, con los brazos extendidos y siendo rebajado a alfombra de bienvenida, no pude reprimir mis lágrimas. El llanto me sofocaba, hacia tanto tiempo que no sentía tales deseos de llorar. Dejé que mis lágrimas se deslizaran y que mi respiración se entrecortará para evitar algún grito que acabara con mi dignidad.
Quitó su pie de mi pecho y me permitió levantarme. Con rapidez me puse de pie, limpié mi rostro con la manga de mi gabardina y levantando el rostro me disponía a alejarme. Él se interpuso en mi huida y con una irónica sonrisa movió la cabeza en actitud de negación.
–¡Maldita sea! ¿Qué más quiere de mí? – pensé.
–Saber que es lo que te hace tan único y hacértelo saber- respondió.
Me di cuenta que la neblina y el frío habían desaparecido. La noche era tan clara que podían verse un gran número de estrellas en el firmamento. Las calles se encontraban en silencio, solo los animales nocturnos emitían sus sonidos y otros comenzábamos una charla.
Se colocó su saco y me indicó que le siguiera. Ningún deseo tenía en dejarme guiar por él, pero algo dentro de mí, quizá fuera curiosidad, o miedo, o soledad, o un hechizo suyo me obligó a seguirle.
Caminamos hasta alcanzar un cementerio. Muchas leyendas se cuentan de él. Niños que suben al autobús sin que nadie se dé cuenta y justo frente a este lugar se presentan ante el conductor y luego desaparecen. O de mujeres desconsoladas que entran gritando al santo lugar en donde sus lamentos se transforman en alaridos comparables a los de las aves del infierno. Pero eso ya no tiene importancia, solo son historias. Él sorteó la barda de un salto, mientras que yo tuve que treparme a ella y caer del otro lado. Nos sumergimos entre las tumbas hasta tomar asiento en una de ellas. Él sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió el lugar donde se sentaría, tomó asiento, cruzó su pierna izquierda, cruzó los brazos y me indicó en silencio que tomara mi sitio. Me senté frente a él, apoye mis codos en mis rodillas y me quedé mirándolo. Aclaró su garganta y se presentó.
–Yo soy Fernand– dijo y me tendió la mano. No me encontraba seguro de si responder a su saludo o no, pero lo hice. Su mano era áspera y dura, incomoda para estrecharla.
–Y ¿qué quieres?– le pregunté yo de nuevo.
–Ya te lo dije. Hacer conocido tu propio ser.– me respondió.
–Eres enigmático. Pero bien, ahora dime ¿Qué eres? ¿Cómo fue posible que hicieras todo eso que hiciste?- dije yo lleno de duda.
–Solo un no-muerto.
–Pero no eres como yo ni como Dorvank, o Leonidas o ninguno de los de la jauría...
–Claro. No soy de tu especie. –su rostro entonces se ensombreció como si un velo le cubriera su palidez-. Yo estoy condenado a vagar por las noches, escondido del sol. Alimentándome de la sangre de los mortales, sin poder volver a lo que era antes. Existir por siempre cubierto de alabastro. Maldecido por un espíritu de milenios que me impulsa a beber la vida como sanguijuela.
–Si, ya creo que eres hermoso, pues me sedujiste y me dejé seducir. No te pareces en nada a los “Hijos de la Luna“. Pero eres igual de monstruoso a nosotros.
–Pero tú tienes grandes ventajas. Recuperas tu aspecto humano, puedes vivir al calor del sol, eres implacable en tu búsqueda, y eres invencible si solo lo deseas.
–Ya dejémonos de tantas alabanzas. –dije cortando de tajó el rumbo que llevaba la conversación– ¿Qué quieres saber?
–No, no quiero saber. Estoy para ver y ser testigo de la decadencia.
–Esto es imposible. –respondí con un bufido– No puedo hablar contigo así. No entiendo que me quieres decir.– luego de decirle esto permanecimos en silencio por algunos minutos mirándonos a los ojos. Los grillos cantaban y los pequeños animales rastreros se desplazaban en busca de alimento.
–Dime –reanudé la conversación– ¿porqué me atacaste?
–Solo fue una broma. Mi intención no era molestarte simplemente quería que te divirtieras.
–Antes que llegaras me hallaba saltando y cantando. Pensándolo ahora, eso resultaba muy tonto.
–Exacto.
–Pero morderme... Eso para mi no es un juego.– espeté indignado.
–Lo lamento. Tal vez fui demasiado efusivo. Además creí que comprenderías de lo que se trataba.– se inclinó hacia mí y levantando su brazo me tocó la rodilla, un gesto que bien podría entenderse como el consuelo que hace un padre a su hijo. Seguí todos sus movimientos con atención temiendo alguna “efusiva” muestra de afecto por su parte. Luego retrajo su brazo y lo depositó sobre sus piernas. Completamente erguido parecía una estatua de bronce, podría jurar que estuve tentado en golpear con mis nudillos la figura para cerciorarme que en verdad hablaba conmigo y no era un simple objeto de ornato al que por alguna razón yo había quedado prendado en un lapsus de locura. Este sentimiento se desvaneció cuando Fernand giro su cabeza a su derecha y dijo:
–Si, soy real. No te preocupes por la locura, es la mejor manera de comprender la realidad.
Estaba encantado por lo que escuchaba. No por el sentido o el significado de lo pronunciado, sino por la voz. Era cansada, o quizás apagada en una garganta que se quemaba cada noche con el fuego de plasma.
–¿La locura permite descubrir la realidad? Pero si todo es una locura. Mírame, mírate, acaso esto que nos ocurrió no pertenece a otro mundo, a otra conciencia. Esto es una completa idiotez.– le respondí.
–¿Y es esto lo que en realidad de molesta? ¿Acaso no descubres la magnitud que representa todo esto para ti o para cualquiera? Me he pasado varios meses observándote. Te he visto recorrer las calles de esta ciudad. Te he visto devorar a tus victimas. Te he visto sucumbir al remordimiento. Y sí todo esto fuera poco he leído tus propias reflexiones y aún así ¿te atreves a quejarte de tan maravilloso porvenir que te depara?- Diciendo esto se levantó de golpe, sin esfuerzo siquiera de apoyarse sobre el suelo. Su mirada, resplandeciente en la oscuridad, me fulminó nuevamente. Mantuvo las piernas abiertas y los brazos cruzados, me parecía el tótem de alguna tribu primigenia.
Estaba perplejo. Apenas iniciaba nuestra conversación y ya había cometido la primera impertinencia. Bajé la mirada, no podía soportar verle a los ojos. Sentía la necesidad de salir de ahí, escapar a cualquier lugar.
Me levanté, no sin el esfuerzo que cualquier hombre hubiera tenido que hacer. Sacudí mi pantalón y el largo gabán, disponiéndome a retirarme. Sin embargo Fernand salió de su inmutable postura y tomándome del brazo me guió hacia otro lugar. Las horas sonaron en las campanas de la Iglesia. Eran apenas las dos de la mañana.