Actualizaciones y algunas palabras

Del quince de agosto de 2011

Saludos mis queridos lectores que no me leen. Sé que escribir una actualización para un blog que no es leído resulta completamente irracional pero aún tengo la esperanza de que alguien por casualidad encuentre este espacio y de una manera desesperada me exija que le siga contando las aventuras de mis personajes.

Me gustaría, tras un año de ausencia, traer conmigo alguna historia para llenar el vacío de mi imaginación pero no es así. No sé que me pasa. Sigo viendo acontecimientos interesantes para serles narrados pero cada vez que intento plasmarlo por escrito estos se escabullen por entre artículos científicos y capítulos de libros. Por las noches sigo soñando y divirtiéndome solo con mis personajes y sus historias, pero me gustaría compartirlos con todos ustedes sin embargo no puedo.

En estos momentos me encuentro en el laboratorio esperando a que el programa termine de y así sacar a mi última rata del día. Debería estar haciendo gráficas para los congresos de Acapulco y Cancún pero preferí procrastinar escribiendo estas líneas. Además debería estas escribiendo la introducción de mi tesis, se de que va pero no lo hago. Hoy fue el regreso de vacaciones sin embargo yo vine a la escuela todo este tiempo.

Debo sacarme esto de una vez. Prometo ponerme un día a escribir. Olvidaré cual es mi realidad actual y sus implicaciones para mi futuro y traeré de vuelta a mi lobo, a mis viajeros y quizá pueda traer a la luz a mi nuevo hijo cuyo nombre aún no me atrevo a pronunciar.

En fin, pero que se algún día llegan a este blog lean algunos de mis cuentos y me digan que les parecieron. No importa si dicen que son malos o buenos únicamente déjenme saber que ustedes estuvieron aquí.

Cualquier cosa saben que mi correo electrónico es gabons69@hotmail.com

Nos leeremos pronto.

jueves, mayo 01, 2008

Lecciones sobre la muerte

Forma número uno

Mi abuelo se sentaba cada tarde, cerca de las tres, en su tristemente viejo sofá café. De hecho, era una forma muy concreta de explicar su intención de no ser molestado. Pero según recuerdo, nadie acataba la disposición muda que tal actitud revelaba. Y no es para menos, mi abuelo parecía nunca estar quieto ni siquiera en el momento en que el calor del día le provocaba el deseo de dejarse llevar por su brisa cálida y su sofocante abrazo.
Por ese entonces no era yo más que un niño. Creo que mi edad era entre los ocho o nueve años. Recuerdo que mi madre cada domingo me llevaba a ver a mis abuelos, sus padres. En muchas ocasiones tales visitas eran para mí un tormento, puesto que prefería pasar ese día con mi padre viendo televisión y perdiendo el tiempo. Las fatigas de esa edad eran en verdad insoportables, sólo quería descansar antes de regresar a la escuela el siguiente lunes. Pero no pude jamás desfasarme de la supremacía materna y el desinterés paterno, así fue que sucumbí a la autoridad y me dejé guiar.
Recuerdo que la casa era grande o eso me parecía. Creo que su fachada era blanca con dos ventanas cuadradas enmarcadas en amarillo a cada lado de la puerta de metal azul. No era relevante, era similar a las muchas que en el pueblo se habían construido. Incluso los colores opacos creaban el contraste entre los frentes de las casas en la colonia donde vivía. El piso de cemento y los techos de teja, mientras lo muros sostenían los retratos en fotografía de mis tíos y primos, un árbol genealógico que no iba a ninguna parte. Era un lugar rústico que a primera vista daba la apariencia del tedio y monotonía pero que, al finalizar el día, se transformaba en sufrimiento el momento de regresar a casa, puesto que la posibilidad del juego y el olvido de sí mismo se había propiciado.
Una de aquellas tardes, mientras esperaba que mi abuelo despertara espontáneamente del sueño que lo invadió de pronto, en medio de una frase que relataba sus andanzas en el monte y del cómo ayudó a los ejércitos insurrectos que pretendían devolver la paz a los que como él se veían desgraciados por las políticas que el gobierno había determinado para su propio beneplácito, a pesar de que esta narración la escuchaba cada vez que iba con mi madre a visitarlos no me cansaba de encontrar nuevas palabras y nuevos episodios que contradecían a los que en otras ocasiones había escuchado en ese mismo lugar. Me era divertido, pero nunca me atreví a contradecir a mi abuelo. Temía que su furia fuera tal que a partir de entonces se negara a contarme sus cuentos de falsa historia. Pero decía que una tarde de aquellos años en que el descansaba y yo apunto de retirarme al patio de la casa, mi abuelo despertó sin sobresalto y con voz clara sin el sentimiento extraño del regreso a la vigilia me dijo: y es que los prudentes son los únicos capaces de saber cuando se ha vivido suficiente.
Me quedé con la vista clavada en la boca casi desdentada que había emitido tales palabras. Eran tan personales, eso lo comprendo ahora pero en aquel momento sólo pude sentir mi inmovilidad, creo que en realidad lo dicho era parte de un discurso que él mismo había articulado dentro del campo de los sueños y que únicamente la última parte de su larga disertación había llegado en realidad al otro interlocutor. A pesar de esta precaria comunicación que tuvimos esa tarde sé que esta frase, deshilvanada del contexto propio, tenía un significado simplemente majestuoso. Ahora, de adulto, puedo dar tales adjetivos a mi sensación infantil puesto que después de oír la sentencia de mi abuelo salí corriendo hasta alcanzar los brazos de mi madre y esperar que me reconfortara de la emoción sentida ante lo dicho.
Sin saberlo, quizá ni él y mucho menos yo, esa fue la primera gran lección que recibí en mi vida. Durante el regreso a casa, a bordo del camión foráneo que tardaría una hora en regresar a la ciudad, se mantuvo en mi memoria la resonancia de la premisa que mi abuelo pronunció sin la menor solemnidad.
Ahora entiendo a que se refería al sentenciar de esa manera.
Y es que Arturo dio un profundo suspiro cuando escuchó la noticia que tanto tiempo esperó como inminente. Cerró los ojos, inclinó la cabeza y encorvó su cuerpo. La evidencia no permitió la posibilidad de ser negada. Ya contaba con sesenta y cuatro años, y toda su existencia no era más que el respaldo de la filosofía que guió todos sus pasos hasta aquel momento.
Indefenso, solamente consiguió levantarse y sentir el peso de aquellas ambiciones que se había propuesto alcanzar. Le había llegado el momento de comprender que, a pesar de todo, no podía haber otro final más que éste. La patética conclusión a la cual tanto miedo le tuvo. Era la imagen de la melancolía, aunque afuera de sí mismo se encontrara la tristeza de todos modo le gobernaba la mediocre certidumbre de la poca dignidad a la que podría aspirar. No sintió peso en sus pasos ni dolor cargaba sobre su espalda. Era sólo la menguada figura del derrotado.
Su brazo izquierdo se sostuvo en el marco de la puerta. Los largos dedos blancos remataban la nervuda mano que sobresalía por la ceñida manga de su camisa color azul. Era ésta acción parte del recuerdo de apagar las luces de su habitación. Cada mañana, levantándose al amanecer, encendía la incandescencia abriéndose con ella el mundo de la diáfana sonrisa que le llevaría a salir fuera de su mundo. Por instinto realiza la misma actividad en otro lugar, parece haber olvidado que no está tras sus propios muros.
Cobra consciencia de su error pero no detiene su marcha hacia el exterior. Sabe que no puede huir, sin embargo quizá tenga aún la oportunidad de ver la puesta del sol de aquella tarde, o el vuelo de los petirrojos en la dureza del sol. Quizá sólo pueda concluir el libro verde que tanto placer le ha concedido. Mas su cabeza niega las pueriles posibilidades de redención, las sofoca retirando su mirada ciega hacia el siguiente paso.
Camina por el pasillo de baldosas rojas mientras introduce sus manos en los bolsillos de su pantalón, al mismo tiempo que el chirriante sonido de sus zapatillas lo acompaña. Pasó de largo los cinco arcos que daban al patio de abajo. En aquellos balcones donde se recostaba sin temer caer cuando dormía. Cruzada las manos bajo su nuca y dejaba caer, de lado a lado de la pequeña barda de gruesa anchura, las piernas. Una tirada hacia el vacío y la otra golpeando rítmicamente el suelo. Y es que ya parecía viejo. Las arrugas en su rostro no podían disimularse. Se cortaba al afeitarse, su rostro no soportaba la embestida de las afiladas hojas. Pero aún así, su espíritu le mantenía firme. Ahora éste se ha ido.
Bajó las estrechas escaleras cubiertas de madera sus peldaños, impasible ante los fragmentos del rayo solar que penetraba a través de las pequeñas ventanas cuadradas que conformaban el muro exterior. En el último escalón se sentó. Vio frente a él ese jardín que con esmero había sido de mi esposa y que ahora se marchitaba sin siquiera saber yo cuando comenzó a sufrir.
Me senté a su lado y escuché su respiración. También se había ido.
Me culpé en ese momento el haber pronunciado tales palabras. Fue una condena para quien aún no veía la nefasta verdad.
No sé si se repuso del todo o no, puesto que se levantó y decidió que era momento de marcharse. No di objeción a sus palabras y me dispuse a acompañarlo. Tomé mi abrigo y las llaves del coche y salí con él.
–Duerme, te hará bien. –le dije la tarde en que lo llevé a su casa.
–Descuida, me irá bien. –respondió mirándome de reojo tratando de esbozar una sonrisa.
Esa noche dejé a Arturo en la puerta de su casa, luego de recorrer las calles de la ciudad. Quería tenerlo cerca. Lo vi despedirse de mí desde la puerta entreabierta de su casa.
Cerca de las diez de la noche Arturo decidió que era el momento de irse a dormir. Su rostro aún presentaba el enojo producto de la frustración. Se sabía que estaba bien, que no padecía ninguna enfermedad, incluso conservaba su dentadura completa y el cabello negro, aunque con algunas vetas de blanco. Era él, hombre capaz de todo lo que deseara. No necesitaba ayuda, lo podía todo y sin embargo presenció el primer indició de la decadencia. Su memoria no se perdía por callejones ni sus ojos se cansaban de contemplar el albor del amanecer. Golpeaba con fuerza y sus pies se plantaban con energía al correr. A pesar de todo lo sintió, la voz de un sí mismo despertar le susurró al oído. Fue antes de tirar el vaso y que éste se rompiera, antes de escuchar mi risa y mi sarcástico diálogo en esta historia; allí estuvo la certeza de que llegó el momento de envejecer.
Bajo las sábanas decidió dejar caminar el tiempo. En el cesto de la basura, en medio de papeles y desechos, el frasquito ámbar consumido su contenido descansaba como flotando sin tocar lo último que fue tocado. Cerró los ojos mientras imaginaba en la oscuridad los objetos que alrededor suyo constituían su habitación. De la imaginación al delirio y de allí a la alucinación. Poco después cayó en el sueño. Sin angustia, sin dolor, sin placer, sin recuerdo del día que pasó. Nuevamente se encontraba satisfecho consigo mismo, era su plan después de todo. Cerca de las tres de la mañana, según los médicos, el dejó de vivir. Nadie habría podido darse cuenta.
El funeral fue desastroso y patético. Voces iban y venían. Insensateces en el puro suplicio de las lágrimas blasfemas. Pero fue entonces cuando comprendí las palabras de mi abuelo. Resonaron con la pureza de su momento, con el olor del que sabe que nunca será capaz de poder realizar aquello mismo que predica. Y tuvo razón, sólo los prudentes saben cuando es hora de morir y saben hacerlo.

1 comentario:

m. dijo...

Deberé guardar las otras partes porque se ve que esto va a terminar chingón. Por ahora a dormir.

Saludos mi gabrius!